Como Shulberg hay otros muchos miserables a los que habría que preguntar qué ven cuando se miran al espejo. Ahora que tantos se ceban en Gunter Grass, por haber cometido un pecado de adolescencia, habría que recordar que existen muchos reconocidos personajes públicos que no le llegan ni a la altura de la alpargata moral al escritor antifascista alemán y a los que nadie pide cuentas por acciones de una repugnante bajeza ética.
Dick Cheney, el vicepresidente de los Estados Unidos fue uno de los 4 senadores republicanos que votaron en 1986 en contra de una moción solicitando una condena del apartheid en Sudáfrica y la liberación de Nelson Mandela, ya por entonces símbolo mundial de la lucha contra la injusticia de la discriminación racial, alegando que se trataba de un terrorista. Esa acción por sí sola debería bastar para enviarlo al infierno de la ignominia. Pero después se ha cubierto aún más de gloriosa mierda con sus mentiras sobre Irak y haber colaborado necesaria y eficazmente a que el mundo sea un lugar bastante peor que el que era cuando alcanzó el poder.
En España en los últimos tiempos se ha reavivado una polémica que plácidamente dormía bajo el piadoso manto de autoindulgencia con que la sociedad española se había arropado. Las responsabilidades en la instauración, colaboración y mantenimiento del brutal régimen surgido tras la derrota de la democracia por el fascismo en la guerra civil han comenzado a ser pedidas. Y se les está pidiendo no sólo a la Iglesia Católica, bendecidora criminal de los verdugos, y a los políticos compadres de los felones militares que la desencadenaron, sino también a una serie de personajes, escritores fundamentalmente, que habían sido higienizados asépticamente tras la instauración de la democracia, pero que colaboraron fehacientemente y vivieron en la comodidad que les proporcionó su villanía de servir con entusiasmo a la causa del fascismo. Algunos evolucionaron con el tiempo a posturas menos salvajes, pero nunca llegaron a mostrar un arrepentimiento sincero por el mal que habían ayudado a causar. En la cúspide se hallan todos los profesores, catedráticos y rectores universitarios que ocuparon los sillones, aún calientes, de sus compañeros fusilados o exiliados, casi siempre delatados por ellos mismos.
Comenzó Javier Marías acusando al buenísimo Aranguren de haberse aprovechado económicamente de su colaboración con el régimen, lo que desató una indignada reacción de sus familiares, amigos y discípulos. De la etapa de chivato y censor de Cela ya se sabe casi todo. Castilla del Pino sacó a colación a Ridruejo, Laín Entralgo y Luis Rosales. Y últimamente Suso de Toro hacía lo propio con Torrente Ballester, en un magnífico artículo titulado Ración de Cebollas .
Habrá quien diga que fueron hijos de su tiempo y que no está bien remover la basura que todo el mundo acumuló en aquellos ignominiosos años, pero, como dijo en su momento Javier Marías, todos tuvieron la misma oportunidad de ser o de no ser miserables, de colaborar o de no colaborar, de aprovecharse de la fangosa situación o de no hacerlo. Y hubo muchos otros que no lo hicieron. Por pura decencia ética o incluso estética. Fueron depurados, exiliados y enviados a las mazmorras del olvido. Se les prohibió ejercer la enseñanza u otros trabajos acordes con sus facultades intelectuales, publicar o tan siquiera salir a la calle. Sus nombres sólo perviven en el recuerdo de sus familiares.
Por justicia histórica y por respeto a sus vidas decentes no se les puede meter en el mismo saco de la memoria.
ADDENDUM del domingo 10 de diciembre:
Acabo de leer en el Babelia de ayer un artículo de José Lázaro titulado Pedir perdón, aunque sea póstumo en el que saca la cara por Laín (como un enésimo valedor suyo). En él rectifica una afirmación de Isaac Rosa, el magnífico y prometedor novelista sevillano, que vertió en un artículo también del Babelia publicado en el número del 14 de octubre pasado, LOS ESPINAZOS CURVOS DE LA DICTADURA, en el marco de un debate sobre LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES. Como en esas fechas yo estaba disfrutando de las delicias brasileñas no pude leerlo en su momento. Lo busco y doy los enlaces por su relación con el tema de este post.
ADDENDUM del sábado 23 de diciembre: En el Babelia de hoy Isaac Rosa da cumplida respuesta a José Lázaro a su defensa de Laín y nos ofrece unas vívidas pinceladas de la miseria moral que debió reinar en la Universidad española de la inmediata posguerra, en un documentado artículo titulado Árboles que dejan ver el bosque.