Mi madre se pasa la vida peregrinando. Cada día de la semana se dirige religiosamente, después de meterse, también religiosamente, un contundente desayuno en la cafetería más cercana a su ermita, a los pies de un santo. En estas romerías cotidianas cada día de la semana le toca a uno y no son intercambiables los días con los santos. Creo que está estipulado así desde instancias superiores, o sea que no obedece al capricho de mi pía madre, sino a un reparto equitativo de los beneficios entre las diferentes iglesias. Lunes: san Apapucio de Antioquía; martes: el beato fray Benigno de Ringlera; miércoles: san Pancracio; jueves: santa Gema Galgani y así sucesivamente. Yo no sé muy bien la relación que tiene mi madre con el Dios Supremo en su Despacho Celestial, si le reza o le pide favores directamente, pero desde luego a sus subordinados, en las distintas Delegaciones Terrenales, los tiene fritos. Ella siempre dice que nunca pide nada para sí misma, que sólo pide para su familia, o sea para nosotros. Yo a los dones que más les temo son a los de San Pancracio, gran prodigador de salud y trabajo, porque si bien de lo primero nunca viene mal una sobredosis, del segundo, siendo funcionario como soy, la verdad es que espero que no se tome muy al pie de la letra la petición materna y me atiborre de más pesadas labores que las que ya soporto. Cuando yo era estudiante mi madre iba a pedirle a un santo que responde al gracioso nombre de San Expedito, que me concediera buenas notas, independientemente, claro, de que yo hincara mucho o poco los codos. Yo siempre le decía que le exigiera al mirífico calificador de notable para arriba, que para aprobados ya me bastaba yo solo. Mi madre me sufría el sacrílego cachondeíto irreverente con mucha resignación y sin arredrarse, pero yo, a pesar de mi proverbial incapacidad credulicia, aún ando escamado por algunos aprobados que conseguí milagrosamente. El otro día me enteré que aún sigue yendo a pedirle al académico santo por las notas de sus nietos, y tal vez esta vez también para ella misma, porque se ha apuntado a una escuela de mayores, y anda como loca con los quebrados.
Pero de toda la historia postulante de favores de mi madre a los intermediarios celestiales yo guardo un cariñoso recuerdo de la solemne y estrafalaria performance que organizó cuando me tuve que ir a la mili y hubo de ir a solicitar que me tocara un buen destino, sin muchas guardias, y lo más libre posible de sargentos chusqueros. Resulta que eso se pedía a un tal San Judas, barbado y circunspecto sujeto de veneración que habita en un cuadro de la Iglesia del Juramento de Córdoba. Cuando sólo me quedaban unos días para ser secuestrado por un año por el Estado posfascista y entregado en manos de la infamia militar, mi madre me apremió a celebrar la ceremonia del santo que, me contó, consistía en presentarse bajo el cuadro con una larga cinta verde y en compañía de una joven mocita, aunque en estado de merecer, que no fuera de la familia, para que midiera con ella la propia estatura del santo. Lo medido se doblaría y se cortaría en dos de manera que una parte quedaría colgada bajo el cuadro y la otra iría conmigo al cuartel.
Mi madre me preguntó si yo conocía a alguna chica que reuniera las condiciones para la petición. Bueno, ya sabéis a qué hace referencia exactamente la palabra mocita en estas circunstancias... Como yo en la Facultad no hubiera puesto la mano en el fuego por ninguna de mis compañeras, salvo, quizás, por Piedrasanta, la faldilarga cursillista de cristiandad de mi clase, a la que no me apetecía pedirle el favor, le dije a mi madre que la buscara ella en el barrio. En aquellos tiempos no eran las inmaculadas chavalas tan difíciles de encontrar en el medio popular como ahora, dada la represión sexual que todavía sufríamos. Así que se fue a casa de una amiga suya y regresó con ella y con su hija, una granujienta mozuela a la que yo conocía vagamente. La madre de la muchacha, claro, encantada. La muchacha misma no me pega que tanto por un cierto rictus de terror que apenas podía disimular y una cierta resistencia que opuso, no demasiada, por supuesto, dadas las circunstancias.
Así que nos fuimos los cuatro a la iglesia y allí cumplimos religiosamente la ceremonia. Recuerdo que incluso había una escalerilla provista por el propio templo para tal fin. El primer trozo de cinta quedó colgado a los pies del santo y el segundo cuidadosamente doblado y guardado en un pequeño costurero que me habilitó mi madre, haciendo compañía a botones, agujas y bobinas de hilo negro para cuando ya estuviese en el cuartel. Invitamos a ambas a merendar y dimos por bien echada la tarde.
Me pasé una mili asquerosa. Pero asquerosa de verdad. En Almería, en una especie de fuerte en mitad de un inmisericorde desierto y con el elenco de oficiales y suboficiales más salvajes del salvaje ejército pretejerista español. De verdadera puta pena. Hice más guardias y más maniobras y me cascaron más hostias (hostias, sí, hostias) que patadas les hubiera metido yo en los huevos a aquella infame panda de hijosdeputa si no hubiera corrido el riesgo de pudrirme en un castillo el resto de mi asquerosa vida.
Cuando llevaba seis meses en aquel infierno cargada ya suficientemente mi batería de odio contra los militares para varias vidas y había olvidado ya la existencia de la cinta, mi madre me escribió una carta que me sumó en la más negra de las depresiones. ¡Que desgracia más grande, hijo mío! me decía, presa de la desesperación, la Mari Nuri, la hija de mi amiga Patro, la que te midió el santo, se había comido el arroz antes de tiempo y tiene un bombo que no cabe por la puerta de lado. La casan a la carrera la semana que viene.
El otro día fui, después de veintiocho años, a hacerle una foto al santo para escribir este post. Descubrí con horror que aún no lo había perdonado, que el rencor volvía intacto a invadir mi pecho como aquel aciago día del terrible descubrimiento. Vi cientos de cintas verdes que colgaban bajo aquel puntilloso cabrón. Así que he decidido pasar el resto de mi vida allí debajo, sentado en el banco frontero tratando de convencer a todas las beatas que le vayan con la cinta a pedir sus favores de que un santo que es capaz de joderte la vida por un quítame allá ese virgo sólo puede ser un delegado de Satanás, un íncubo de la fe, un mamonazo hijo del infierno, ahora que el buen Benedicto XVI ha puesto las cosas clara sobre él. De vez en cuando consigo espantarle la clientela y entonces noto cómo un bálsamo refrescante, cómo el vichvaporub fresco y mentolado de la venganza cumplida invade benéficamente los envenenados cuévanos de mi pecho.
NOTA: El maravilloso San Pancracio que ofrezco como ilustración es un reciente regalo de mi amiga Concha. De los chinos: san Panclasio, pues. No se lo he preguntado aún pero me intriga sobremanera saber qué fue lo que la movió a ello si la mala cara que presentamos últimamente o la sospecha de que andamos demasiado descansados. De todas formas ha sido debidamente colocado en nuestra galería de idolos junto al Buda de la enigmática sonrisa, Parvati, Shiva y nuestro favorito, el dadivoso Ganesh.