viernes, 4 de enero de 2008

Matar / morir

Qué difícil es matar a un hombre cuerpo a cuerpo, sin participación de armas de fuego. Y qué difícil también a veces conseguir que a uno lo maten. Son ideas que me han rondado en la cabeza estos días después de haber enlazado mentalmente varias historias recientes y pasadas.

Hace unos días fui a ver Lust, caution (Deseo, peligro). Pasé un par de horas maravillosas admirando la maestría de Ang Lee para contar historias. A pesar de que prefiero los directores con una voluntad de estilo férrea, esos directores cuyas diferentes películas sólo son matices de una única película que se pasan la vida rodando, como su casi paisano Wong Kar Wai, Ang Lee consigue sorprenderme en cada obra, por muy diferente que sea a la anterior. He leído algunas críticas en prensa y en la red y estoy de acuerdo básicamente con ellas, porque casi todas coinciden. Un comienzo demasiado prolijo, un argumento quizás demasiado gastado, pero una puesta en escena fastuosa, con unos personajes perfectamente dibujados y un control absoluto de los mecanismos narrativos. Una delicia poder pasar dos horas absolutamente integrado en un tiempo y un espacio de ficción magistralmente construidos, participantes de la misma textura de los clásicos norteamericanos a los que homenajea.

Pero una escena de la película me impresionó especialmente y me trasladó de improviso a otra película vista hace años. En ambas escenas se representa el asesinato de un hombre y en ambas se saltan las convenciones cinematográficas que más o menos son admitidas como reales por la mayoría de los cineastas. El paso del planteamiento al nudo argumental central en Lust, caution sucede mediante un crimen. Los jóvenes revolucionarios se ven obligados a matar a un individuo que descubre sus planes. Y es en ese su bautizo de sangre cuando se enfrentan a la terrible dificultad que supone quitar una vida a una persona cuerpo a cuerpo sin armas de fuego mediante. A pesar de las múltiples cuchilladas que infligen a la víctima, ésta se resiste desesperadamente a morir y los aprendices de terroristas, y los espectadores, asisten aterrorizados a su agonía interminable.




A mí me vino inmediatamente a la cabeza la también terrible escena del asesinato del siniestro Gromek por parte de Paul Newman en Cortina Rasgada de Hitchcock. Es precisamente la angustia que nos infiere por su resistencia a la muerte que se le trata de infligir la que eleva al siniestro policía alemán a una de las cumbres de la villanía cinematográfica. Hitchcock nos coloca así malévolamente un espejo en el que mirar nuestra propia crueldad, nuestros propios instintos de destrucción que por unos instantes desean desesperadamente la eliminación física de un semejante.

Anoche sentí una sensación parecida, un dejà vu lejano al asistir a una escena de Amor a quemarropa (True Romance), una ya vieja película (1993) de Tony Scott con guión de Tarantino que no había conseguido ver hasta ahora. Un soberbio Dennis Hopper está sentado a una silla en el interior de la destartalada caravana en la que vive. Frente a él está Christopher Walken en el papel de un despiadado traficante de drogas al que el hijo de Hopper ha robado un valioso alijo. Walken trata de arrancar a Hopper el paradero de su hijo. Ya lo ha golpeado varias veces y ha ordenado a uno de sus matones a que le corte con un cuchillo la palma de la mano y se la rocíe con whisky. Hopper insiste en que no sabe nada. Entonces Walken le hace saber que es siciliano, y que los sicilianos son los reyes de los embusteros, y por ello mismo, muy difíciles de engañar. Y que lo van a matar de todos modos, pero que si habla puede evitarse la crudelísima sesión de tortura que le preparan. Entonces Hopper pide un cigarrillo y mientras se lo fuma, con una tranquilidad pasmosa, le explica al mafioso que siendo muy aficionado a la lectura había tropezado hacía poco con una en la que se explicaba que los sicilianos eran todos descendientes de moros, que es lo mismo que decir de negros. Que invadieron la isla en la Edad Media y que todos los sicilianos tienen entre sus antepasados una tatarabuela que se hartó de follar con negros y que por ello, él mismo, el tipo de pelo negro pegado al cráneo que está interrogándolo, es medio berenjena. Walken se queda momentáneamente desconcertado, sufre un repentino ataque de una risa nerviosa, se acerca a uno de sus matones, le pide la pistola, se vuelve y administra al viejo Hopper varios balazos en la cabeza. Entonces comenta enfurecido que hacía años que no mataba a nadie con sus propias manos.




Este atroz estratagema me recordó inmediatamente a una similar que leí hace años en el relato de Jack London Cara Perdida. Un cazador de pieles está sentado maniatado a un tronco mientras contempla cómo unos indígenas torturan minuciosamente a uno de sus compañeros, un enorme cosaco que ha acabado irremisiblemente perdiendo toda dignidad convertido en un ser gimoteante. Sabe que la suya será una tortura aún más morosa, porque uno de los jefes, Yakaga, se lo reserva para él mismo como vengaza por una reciente humillación que el trampero le había infligido. Cuando está a punto de tocarle su turno llama a gritos a Makamuk, el jefe principal, al que propone un trato. Le hace saber que él no puede morir, que es una pena que muera alguien conocedor de la fórmula de un ungüento que hace que las armas afiladas reboten en la carne humana, con lo que cualquiera que se unte con él será inmune a las flechas, cuchillos o hachas. A pesar de las protestas de Yakaga sus palabras despiertan el interés del jefe que le propone perdonarle la vida si se le demuestra que es cierto y se lo proporciona. El trampero sube el precio y exige además de la vida, un trineo, perros, armas y como arriesgado colofón a la propia hija del jefe. Es esa temeridad, esa seguridad en la bravata la que convence a Makamuk de la sinceridad del hombre blanco. Y lo acepta todo. Se traen todos los ingredientes que solicita y exige sus recompensas a la vista para comenzar a hacer la pócima. Todo se hace a su gusto. Una vez confeccionado se ofrece a proporcionar la prueba definitiva: se untará el cuello con el ungüento, lo colocará sobre un tronco y el propio Makamuk descargará sobre él un afilado hacha que rebotará violentamente al llegar a su destino. Luego lo dejarán marchar con el botín. Toda la tribu asiste expectante y maravillada a la prueba. Unos segundos después, con la cabeza del trampero separada del cuerpo y rodando junto al tronco, Makamuk comprende que ha sido engañado delante de todos sus súbditos y que el hombre blanco ha conseguido con esa estratagema librarse de la tortura. Y desde ese momento Makamuk sería ya para siempre Cara Perdida, el estúpido que se dejó engañar por un maldito cazador de pieles, una anécdota que no dejará de contarse hasta el final de los tiempos en las reuniones anuales de las tribus.

miércoles, 2 de enero de 2008

Julien Gracq, el último insobornable

He dejado pasar los últimos días del año sin comentar un azar que he sufrido y gozado a partes iguales. Uno de los libros que me llevé para leer en India fue El Mar de las Sirtes de Julien Gracq, un texto al que vuelvo irremediablente una y otra vez, para poder habitar temporalmente en su arquitectura de vibrantes imágenes y palabras exactas. Con pocos textos disfruto tanto del lenguaje como con éste. Y me encanta descubrirme en ocasiones olvidado del argumento mismo, de la anécdota que esté contando y detenido maravillado en la urdimbre magistral de una idea, en la fascinación por una imagen perfectamente cincelada. Además, para mí es ideal llevar su espíritu a punta de imaginación para visitar castillos, palacios semiabandonados o ruinas recientes.

Así, llevaba muchas imágenes del Almirantazgo de las Sirtes de la República de Orsenna cuando visité uno de los palacios que más me gustan de India: el de Amber, en las afueras de Jaipur. Y me descubrí como el febril Aldo recorriendo los corredores desolados, las hondas estancias vacías donde una vez quizás habitaran mapas, asomándome a las troneras rebajadas de servicio o descansando en los oníricos pabellones de los patios ciegos. Respirando la matriz de la decadencia, el fantasma de un mundo perdido sin remedio.

Como no lo terminé en el viaje lo retomé hace unos días porque no quería dejarlo a medias. Acababa de leer el relato del entierro del viejo Carlo cuando me llegó la noticia de la muerte de Julien Gracq. Y me ví asistiendo mentalmente al suyo propio en el viejo cementerio a orillas del inquietante mar violáceo, en medio del crudo invierno de las Sirtes.

No sólo se le considera un escritor secreto, sino insobornable. Su rechazo del premio Goncourt en 1951 por pura consecuencia con su denuncia del circo literario francés y su declaración de asumir un único e inviolable compromiso con la lengua, probablemente condicionó que a nadie se le ocurriera proponerlo para el Nobel que hubiera ganado fácilmente. Yo seguiré homenajeándolo frecuentemente, cada vez que vuelva a leer las nítidas palabras:



Pertenezco a una de las más antiguas familias de Orsenna...



lunes, 31 de diciembre de 2007

QAWWALI EN DELHI

Una de las cosas que me prometía mí mismo fue la de asistir una misa qawwali en el mausoleo del santo sufi Nizam-ud-din. Fuimos una mañana para ver el mausoleo de día para regresar esa misma tarde/noche que es cuando los músicos cantan frente a la entrada principal. Por la mañana nos encontramos con la sinrazón de un tipo que nos impidió hacer fotos porque declinamos sus servicios de guía en el santuario. Hay varios de esos pululando por allí. Se trata de una especie de estudiantes de teología (kurta blanca, barba islamista y boinilla de punto en la cabeza) que se arrogan el derecho a acompañarte a cambio de una siempre problemática cantidad de rupias. Podría haber cedido, pero mi anticlericalismo no conoce fronteras ni credos. Para los curas, sean de la marca que sean, lo menos posible.

Nizzam-ud-din es un lugar fascinante. Y muy desconocido por el turismo de masas. De hecho nosotros, en las dos visitas no encontramos a ningún turista aparte de nosotros. Sólo la estrecha e intrincada calle que lleva al santuario ya es un derroche de fantasía, con sus cientos de tiendas de bagatelas coránicas absolutamente delirantes y sus montones de pétalos de rosas para las ofrendas. Un patio cuadrado acoge un templete central donde se encuentra la tumba. Sólo los hombres pueden entrar en el interior y con la cabeza cubierta. Por una vez no me solidaricé con C. frente a las gilipolleces discriminatorias supersticiosas y entré yo solo en el abarrotado pasillo que rodea al túmulo cubierto de una paño verde y de miles de pétalos de rosas. Los fieles tratan de alcanzar desesperadamente con la punta de los dedos el filo del paño para tocarse seguidamente la frente con ellos.


Encuentro casualmente en Flickr una colección de fotos del mausoleo entre las que se encuentra alguna del túmulo. A mí no me dejaron ni sacar la cámara. El autor debió de pagar religiosamente el impuesto revolucionario. Por la noche, en cambio, hice todas las fotos que quise sin problemas.

El exterior del templete está construido en un voluptuoso estilo mogol con los techos y los arcos pintados con motivos floreados de vivos colores y los paneles interiores recamados de vibrantes dorados. La gente se sienta en el suelo de mármol del patio y charla o dormita. Los niños corretean y en un rincón los ulemas, todos portadores de enorme callo en la frente producto de los infinitos cabezazos al suelo con que se han castigado en los rezos, cuentan circunspectamente el dinero de las ofrendas de los fieles. Un suave olor pútrido, el característico de toda la India, se mezcla aquí con el aroma dulzón de los pétalos de rosas.

Por la noche los músicos se sientan frente a la entrada principal del mausoleo y cantan salmodias qawwalis acompañados del armonium. Los fieles se van calentando con el hipnótico son de las salmodias en honor de Allah, Muhammed, Ali y Hussein y van depositando a sus pies billetes de rupia. Un loco armado con un enorme banderón abanica a los presentes. El qawwali que puede escucharse aquí no es demasiado bueno, pero es auténtico, y sobre todo es un privilegio poder hacerlo en el marco incomparable de su entorno natural.





Unos días más tarde leímos en un folleto que se desarrollaba un festival en Delhi, en el Purana Qila. Unos días antes había actuado N. Rajam, una violinista de clásica hindustani de la que acababa de hacer acopio de CDs en una tienda de Rajpath. Cada vez que vengo a India procuro buscar algo nuevo de ella. Así que la decepción por no haberla podido escuchar en directo fue colosal. Pero como para compensarme leímos que esa misma noche actuaba Abyda Parveen, una cantante punjabí de la que conservaba una cinta de cassette que compré hace años por recomendación de un vendedor entendido en Trivandrum, la capital de Kerala. A pesar de la mala calidad de la audición, me subyugó la fuerza y el ritmo de los temas que incluía. No hacía mucho que había conseguido bajar con el emule algunos temas en mejor estado. Se trata de canciones punjabíes de raíz islámica, unas populares y otras místicas sufis, del mismo estilo que las popularizadas en occidente por Nusrat Fatih Ali Khan. Una música especialmente diseñada para entrar en trance y que comparten paquistaníes e indios musulmanes.

Así que nos dirigimos en un rickshaw a través de un enormísimo atasco que nos hizo llegar tarde al Viejo Fuerte Mogol donde se celebraba el festival. Conseguimos entrar sin problemas por la puerta del monumento, pero al llegar al lugar donde se encontraba el recinto acotado al aire libre, al que conducía una larguísima alfombra roja fuimos detenidos por una azafata de sari. Mientras nos pedía las invitaciones observamos horrorizados que la gente que entraba o que aguardaba iban de rigurosa etiqueta y que se trataba de la verdadera clase alta de la ciudad, saris carísimos y trajes masculino de corte impecable. Nosotros íbamos, evidentemente, de guiris de andar por casa, de trapillo total. La amable azafata frunció el ceño bajo el punto de la frente y nos comunicó que sin invitación no podíamos pasar. Intentamos protestar, pero antes de que nos diera tiempo una señora muy señoreada se acercó, preguntó a la azafata por el asunto y una vez informada de que éramos unos aspirantes a polizones nos invitó a pasar con una amplia sonrisa y un ¡enjoy! que nos supo a gloria.

Quedaban poquísimos asientos y aún no había empezado. Efectivamente allí se encontraba sin duda la crème de la crème de Delhi. Contra los arcos de una antigua portada interior del fuerte se había colocado el escenario, a cuyos lados dos grandes pantallas retransmitirían primeros planos del evento para las últimas filas, en las cuales, lógicamente, no encontrábamos.

Tras una interminable serie de discursillos de señoras y señores, entrega de ramos de flores y reverencias a manos juntas salieron los músicos (armonio, tabla y dholak) y la cantante. Sentados en el suelo actuaron por espacio de una hora inolvidables. La acústica era excelente y la Parveen sólo hizo una concesión a los gustos del gran público interpretando como broche esa especie de himno hiperconocido que es Must Must Qalandar que fue coreado y palmeado por los asistentes. El resto consistió en una serie de cantos devocionales absolutamente arrebatadores. Su voz doliente, pero recia, consiguió, rasgando el aire de la noche, tocar nuestras fibras más sensibles y hacernos disfrutar al límite de ese arte sublime que trasciende del fenómeno religioso del que surge. Como Pergolesi o Bach.





Cuelgo su tema más conocido, Mahi Yaar De Gharoli, que también interpretó aquella noche.















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domingo, 30 de diciembre de 2007

DELHI EN EL PALADAR (IV)

El complemento final de toda comida india viene con la cuenta. La cuenta es servida siempre junto a un recipiente que contiene por separado o mezclados dos ingredientes que harán que te lleves un frescor dulzón en la boca a la calle. Semillas de hinojo (saunf) y azúcar gorda. Un puñadito de cada en la boca al tiempo de ir a dejar la propina y hala, a la jungla de la calle. En muchos restaurantes lo sirven en bolsitas individuales, pero lo normal es que venga en fantasiosos recipientes como los dos que fotografié en dos locales de Delhi:









Las semillas de hinojo son deliciosas y según leo en el Wikipedia inglés, provinentes de las regiones mediterráneas. Así que a India debieron llevarlas probablemente los portugueses, como tantas otras cosas. Aparte de como refrescante bucal se usan también en la elaboración de platos y aunque nunca encontré una receta que mantuviera su uso, yo las he detectado frecuentemente en algunos masalas.

Me entero así mismo que es una de las cinco especias de la célebre mezcla de especias china llamada precisamente 5 ESPECIAS y que sus hojas forman parte, junto con el ajenjo y el anís, de la elaboración de la absenta. En Italia parece que se usa también para aliñar embutidos y en Andalucía se usan los tallos para aliñar las aceitunas.

A mí el aroma del hinojo me transporta al reino perdido de la infancia cuando parte de mi tiempo lúdico transcurría feliz a la orilla de los arroyos, haciendo saltar a las ranas, persiguiendo culebras y admirando la destreza de los zapateros patinadores.

Y un detalle siniestro. El insulto machista que se usa en Italia para motejar a los homosexuales es finocchio. Su origen proviene de que la Inquisición medieval solía quemarlos envueltos en hojas de hinojo para que el suplicio durara más. Exquisiteces sádicas de la Iglesia.