Antes de acabar de cavar su fosa política y pasar a una merecida jubilación, tras haber confesado picaronamente que se ha ido sin pagar del bar de unos amigos, nuestra alcaldiosa, Rosa la Morosa ha perpetrado otro ataque frontal contra el patrimonio histórico de la ciudad en su versión favorita: el cambio de nombres centenarios de calles por el de avatares de ídolos católicos, curas, monjas, y demás familia en consonancia con su reciente condición de renacida. A mí, y es una manía personal, ya me parece mal que se rotulen los nombres de las calles de los nuevos barrios con el nombre del primer prócer, clérigo, poetastro o telepollas que la palme y cuya memoria quieran salvaguardar de esa forma un puñado de adorantes. Pero ya digo, es una manía personal basada en mi creencia en que la unanimidad en la apreciación de sus valores o sus obras nunca es completa. Y además con el tiempo se convierten en nombres sin sentido ninguno para los que allí habitan. ¿Quién coño ha visto nunca un cuadro de Ángel María de Barcia, ha leído un solo verso del poeta Francisco Arévalo o sabrá dentro de veinte años quién fue el procurador en Cortes (franquistas) por el tercio familiar Matías Prats? Hay nombre de pájaros, de peces, de árboles, de estilos artísticos (calle del Impresionismo, calle del Gótico Isabelino, por ejemplo), de tipos de estrofa (calle del Soneto, del Terceto Encadenado, etc.) para empedrar cien mil calles como para que tengamos que soportar los nombre de unos señores que en muchas ocasiones fueron unos santos, otras unos verdaderos tunantes y las más unos perfectos desconocidos.
Pero lo que me parece del todo intolerable es que unos gestores municipales provisionales a los que se les ha elegido para, entre otras muchas cosas, proteger y gestionar el patrimonio histórico artístico de esta ciudad, cometan la felonía de eliminar un nombre centenario del imaginario colectivo de sus habitantes y renombrarlo con otro normalmente referente a personajes o asuntos relacionados con los de una conocida confesión religiosa.
Primero fue la calle de la Banda (llamada así desde el siglo XVI) a la que la carcunda cofrade arrancó al Ayuntamiento el cambio por el de uno de los ídolos que sacan a pasear una vez al año, el Cristo de No Sé Qué. Después el nombre de la Calle de la Paja, que una congregación de monjas consiguió cambiar por el del oscuro fundador de la orden, un cura semimedieval aficionado a encerrar niñas en conventos. Y ahora le ha tocado a la calle Ronda de la Manca, un nombre centenario que hace alusión a su condición de camino de la muralla, cerca de la plaza del Alpargate (también renombrada como Cristo de No Sé Cuántos), a la que, a petición del club de fans de un fraile trinitario del convento cercano al parecer fallecido, un tal Padre Manuel Fuentes, le han cambiado el nombre por el suyo. Y la alcaldesa Rosa Aguilar fue en persona a inaugurar la felonía. Con un par... de decretos.
Independientemente, claro, de los méritos que ese señor haya acumulado a lo largo de su vida se trata de una actuación primero inaudita (ni siquiera los ayuntamientos fascistas fueron tan osados), y segundo claramente delictiva, tipificable como vandalismo consistorial o enajenación de bienes históricos toda vez que los nombres de las calles forman parte del patrimonio oral de la ciudad como las propias calles, las iglesias y demás monumentos lo son del material. Los nombres históricos de las calles y plazas, que vienen usándose desde hace siglos, que han pasado de boca en boca de padres a hijos, inmutables, pulidos como cantos rodados por el uso de tantas generaciones tienen que estar protegidos contra los desmanes y afanes modificadores de unos provisionales cantamañanas más o menos documentados que decidan con unas dosis de soberbia intolerable trastocarlos. Como si fueran los dueños. Una mierda para ellos.