Para ayudar a tragar a los que insensatamente decidan merendarse el ladrillo que os voy a endiñar esta rara fresca mañana agosteña y para los que saludablemente se limiten a picotear por sus párrafos (o no) un espirituoso tema de S. E. Rogie, quien fuera uno de los más afortunados representantes de la palm wine, género musical cachondo y euforizante como el vino que le da nombre y que se fabrica del fruto del cocotero, ambos productos, música y vino, típicos de Sierra Leona. Tiene influencias brasileñas y del calypso de Trinidad que se acomodan blandamente sobre el lecho de la tradición local. Yo tuve la oportunidad de escucharlo y de intercambiar una docena de palabras con él en el segundo WOMAD de Cáceres (1992). Un tipo supervitalista y con una tendencia a la risa pasmosa. Allí, armado sólo con su guitarra y una mugrienta caja de ritmos nos llenó de energía positiva, de la de verdad, la física, la que puede notarse por alguno de los sentidos, interpretando todos los títulos de su recién salido álbum Dead men don't smoke marijuana. Llevaba el mismo gorrito con el que aparece en la portada de disco, que me compré allí mismo. Dos años después leí la noticia de su muerte en los obituarios de la prensa. No sé por qué pero siempre que lo vuelvo a escuchar acabo con una inevitable sonrisa en los labios.
El homo luxuriosus
“El sistema es tan necesario como el exceso”
G. Bataille
Adios patio de la cárcel,...
rincón de la barbería.........
que al que no tiene dinero
lo afeitan con agua fría......
Tangos del Piyayo
Las relaciones del hombre con el lujo, con el exceso, han sido siempre fluidas y sintomáticas. La propia condición de razonabilidad de las actuaciones humanas está en la base de las mutaciones aparentemente irracionales en su visión de la utilidad de los recursos. Siempre que se adquieren bienes suficientes para sobrevivir se tiende a una acumulación excesiva por puro prurito de derroche, de hacer reventar las costuras de lo meramente utilitario para desarrollar el instinto suntuario que parece estar inscrito en nuestro código genético a la luz de que su generalidad es apabullante. Las causas no siempre son las mismas pero sí los resultados, como si tal se desarrollara en los mecanismos evolutivos de la especie. Y en todos los estadios de la evolución y en todas las culturas formadas son detectables sus efectos. Y en ello somos una especie de microcosmos que desarrollamos los mismos mecanismos de expansión que los del origen, como si en definitiva no fuéramos más que una escala reducida del gen universal de la vida. Oigamos a Bataille cuando se pone a analizar la índole secreta del despilfarro: La historia de la vida en la tierra es ante todo el efecto de una exuberancia descabellada: el acontecimiento dominante es el desarrollo del lujo, la producción de formas de vida cada vez más costosas (1). Por ello nunca nos suenan a nuevas las invectivas inveteradas de los profetas que anuncian la índole perversa del despilfarro. Desde el epicúreo que colgó cartel en el mercado de Mitilene en el siglo III ad. C. advirtiendo de los males del consumismo desaforado a que se entregaban sus coetáneos parroquianos, pasando por los distintos savonarolas que la historia ha dado hasta nuestros días en que la predicación no sólo se ha hecho insistente, sino estrictamente imprescindible.
Enzensberger en uno de sus penetrantes análisis de la contemporaneidad (2), divide la percepción del problema en dos ámbitos separados por una línea más ética que funcional. Primero tiende a sospechar que la tendencia del ser humano al despilfarro tiene orígenes verdaderamente biológicos, analizando la tendencia general de la propia naturaleza al exceso, a la supuración de formas no estrictamente utilitarias. No hay que salir muy lejos del propio entorno para encontrarlas. Desde el desmesurado colorido de las flores o las mariposas a las barrocas formaciones córneas de muchos herbívoros la naturaleza parece tender a superar su propia dinámica de justeza y equilibrio. Seguidamente considera la función social del despilfarro en sociedades pretéritas como un planteamiento fundamental a la hora de entender las incalculables orgías de derroche aparentemente improductivas en que se ha embarrizado la humanidad.
Sombart (3) a principios de siglo, siguiendo la estela de los tratadistas del XVII y de los enciclopedistas del XVIII, considera el lujo el verdadero motor del capitalismo desde el momento en que la tendencia natural al derroche y la necesidad de redistribución de la riqueza pasa de las formas más improductivas que se daban en la Edad Media en forma de grandes performances y festejos públicos da paso a la extensión de un lujo más privado basado en el consumo de objetos suntuarios altamente costosos que insufla en la economía europea la necesaria dinámica de superación de viejas las estructuras económicas feudales.
Esto mismo, en estadios culturales más primarios, es bien conocido por todos los etnólogos. Las formas que adquiere la redistribución social de la riqueza en muchos pueblos ha llevado incluso al escándalo a las mentes menos preparadas. Y si no ahí están los diversos sentimientos que ha producido en los etnólogos un fenómeno como el del potlatch. La desmedida afición de los habitantes de ciertas tribus de la franja costera oriental desde Alaska hasta el norte de los EE.UU. por las ceremonias de despilfarro y destrucción de riqueza a que se entregaban frecuentemente antes de ser profundamente aculturados ha confundido frecuentemente a los investigadores que sólo han visto en la base de esta actuación la pura aspiración de sus promotores a cotas cada vez más altas de prestigio y consideración social.
Marvin Harris (4) sostiene que son fórmulas subsconscientes de pueblos en el umbral de la subsistencia para incentivar la producción y evitar la caída en la imprevisión en caso de catástrofes naturales o guerras. Los jefes de tribu que arrastraban al resto de sus conciudadanos a producir más para destruir más y competir con las demás tribus en las orgías de consumo y despilfarro conspicuos a que se entregaban cíclicamente no son simplemente vesánicos buscadores de prestigio, sino los motores de unas condiciones económicas y ecológicas muy definidas.
Lo mismo puede decirse de la espiral creciente de lujo que se da tras la Edad Media en el Occidente rico y que llega hasta nuestros días. Desde muy temprano corren paralelas las invectivas de los estigmatizadores del despilfarro con los análisis de su necesidad por parte de los tratadistas. En el desarrollo de las formas económicas que hoy vivimos está la producción y consumo de ingentes cantidades de productos superfluos muy por encima de la producción y consumo de los productos de primera necesidad y ello en los ámbitos público y privado. El derroche público siempre fue más ostentoso pero no por ello más criticado. La tendencia general de las Iglesias a elevar sus preces a Dios en medio de suntuosas chorreras de oros y jaspes da una idea de ello. Las construcciones civiles magnificentes y los despliegues visuales en forma de desfiles y fiestas multitudinarias que tanto obligaron siempre al poder, también. El crecimiento desmedido de las ciudades de Occidente en los últimos siglos se debe fundamentalmente a la concentración del consumo conspicuo en ellas, tanto público como privado, y el acicate de la producción es el motor del capitalismo. La búsqueda de productos suntuarios es la única responsable de la apertura de vías de comunicación a lo largo de todos los meridianos del globo y del crecimiento del volumen de intercambios transnacionales, base del gran capitalismo globalizado. Ello está conectado con los avances de la emancipación del individuo respecto de la comunidad que está en la base de todas las transformaciones sociales y culturales de la modernidad, cuyo punto de inflexión es la Ilustración. El hombre empieza a tomar la duración de su propia vida como medida de su goce, en contraposición a la concepción más gregaria que se daba en la Edad Media, en las que la construcción de las grandes obras duraba varias generaciones, porque se hacían para que las gozase el municipio o la colectividad, no los individuos concretos. Ahora el gasto se inmediatiza y el placer de la posesión o del consumo se ligan a la propia vida del que lo paga. Por otra parte el tiempo irá procurando una democratización de todas su formas en una cadena de producción-consumo cuyos íntimos mecanismos no han sido desvelados todavía sobre todo porque atiende a la insoluble armonía entre necesidad y justicia y, lo que es más importante, entre naturaleza y ética. Enzensberger da de nuevo en el clavo: El análisis de la producción todavía tiene otro mérito: ha acabado con la errónea suposición de que la cuestión de la oferta y la demanda, de la producción y el consumo, se reduce a un mero juego de sumas cero, y que el deseo de justicia puede aplacarse por una simple redistribución. Por cierto que, al renunciar a esta idea fija, Marx coincidía con sus detractores burgueses, hecho que lo menos inteligentes de sus seguidores jamás quisieron admitir. Los bienes materiales de este mundo no pueden representarse por medio de la imagen de una tarta de tamaño fijo que sólo habría que dividir en partes iguales, a pesar de que la creencia en este modelo parece inextinguible. (2)
Lo cual no quiere decir que la búsqueda de armonización entre la necesidad y la justicia sean tareas vanas como apuntan los panegíricos más descarnados del sistema, sino que las coordenadas de los análisis deben tener en cuenta más factores. Entre ellos que la bipolarización del reparto global de la riqueza no sólo atiende a las necesidades de la ética, sino incluso, y cada vez más palmariamente, a la propia pervivencia del sistema. Y por supuesto al hecho de que la cuota de despilfarro que actualmente nos toca supera con creces la capacidad de regeneración de los recursos del planeta.
Y es precisamente este último factor el que determina las nuevas formas que está empezando a adoptar el consumo del lujo en nuestros días y que posiblemente sean las que se impongan en un futuro no muy lejano. Mientras el consumo conspicuo privado se mantuvo en poder exclusivo de las clases privilegiadas, el lujo fue por su propia índole el denotador de status más fiable y por ello seriamente cultivado por las mismas para marcar las diferencias de clase. Su propia excepcionalidad era la moneda que pagaba su valor de uso. Con la democratización del lujo en sus formas más comunes, la excepcionalidad se ha ido arrinconando hasta los más extraños cubículos, para reaparecer de una manera clara y contundente en nuevas formas que nada tienen que ver con la cultura material que antes la sustentaba. El lujo del futuro se despide de lo superfluo y tiende a lo necesario (2). La propia destrucción compulsiva de los recursos del planeta y la necesidad de dedicar el máximo de tiempo y de esfuerzo a la consecución de alcanzar el máximo de productos superfluos para alimentar la cadena marcarán los nuevos lujos que sólo estarán al alcance de minorías muy selectas: el tiempo libre, ambientes de atmósfera limpia, alimentos sanos y naturales y sobre todo la seguridad para poder disfrutarlos. La gran paradoja está en cómo el lujo, cuya propia esencia ostentatoria lo hace necesitar de la mostración pública, tenderá a todo lo contrario, a la consecución de una feroz privacidad, del apartamiento radical de la mirada de los desfavorecidos por la fortuna que por supuesto volverán a ser la mayoría total que siempre fueron.
(1) Georges Bataille: Obras escogidas, Barral Editores, Barcelona, 1974.
(2) H. M. Enzensberger: Zigzag, Ed. Anagrama, Barcelona, 1999.
(3) Werner Sombart: Lujo y capitalismo, Alianza Editorial, Madrid, 1979
(4) Marvin Harris: Vacas, cerdos, guerras y brujas: los enigmas de la cultura, Alianza Editorial, 1991
Publicado en ARTyCO, nº 12
Primavera- 2001