Me llamo Ochsenschwanz. Tengo 79 años y resido en EE.UU. Hoy me encuentro en un pequeño pueblo alemán llamado Stinnenberg. Es un lugar precioso, de un tipismo minuciosamente restaurado, rodeado de montañas nevadas y de oscuros bosques en cuyos claros, de un verde radiante, pastan apaciblemente lustrosas vacas. En los últimos años se ha convertido en un centro turístico muy visitado y ha alcanzado más fama aún que por sus bellezas naturales y arquitectónicas por ser cuna de un exitoso cantante de ópera actual. Mis bisabuelos vinieron a vivir aquí a principios del XIX y en él nacieron mis abuelos y mis padres. Y finalmente yo y mi hermana Nora. Yo no puedo recordarlo pero sabían que eran judíos, aunque no lo practicaban. Un día de 1941 alguien nos recogió a mi hermana y a mí y nos condujo fuera del país. Yo tenía entonces tres años, ella dos. Con los años nos contaron que aquello fue necesario para evitar que fuéramos enviados a los campos de la muerte que Adolf Hitler y sus secuaces habían construido para asesinarnos. Mis padres, mi abuela y todos mis tíos murieron allí. Hoy he vuelto para visitar este lugar que fue el hogar de mi familia durante más de un siglo y del que nos arrancó brutalmente la ola de un genocidio minuciosamente organizado. Por eso esta mañana nada más llegar fui primero sacudido por la sorpresa y después apuñalado en el alma por la desolación al comprobar que la vía principal del pueblo está rotulada como Führer Adolf Hitler Strasse. Y más aún el que la avenida desemboca en una coqueta plaza que lo está como Mein Kampf Platz. Y más aún todavía el comprobar que en esa plaza, bajo el terrible nombre del corpus teórico que amparó al mayor crimen a sangre fría de todos los tiempos, los habitantes del pueblo permiten a sus hijos que jueguen entre los columpios y toboganes que el Ayuntamiento ha colocado para ello allí y que en la avenida que lleva el nombre del mayor asesino de la historia de la humanidad turistas y locales abarrotan los bares bebiendo alegremente rubia cerveza acompañándola con queso del país. Como si nada fuera lo que parece, como si nada fuese lo que realmente es.
Esto que acabas de leer es una ficción, claro, impensable que se diera tal cual en país europeo alguno. A ver si esta otra te lo parece tanto:
Me encuentro en San Vicente de la Barquera, un precioso pueblo costero cántabro famoso por su tipismo y la arrebatadora fuerza de su entorno natural, descubierto desde hace unos años por el turismo que abarrota su espacio en verano y que últimamente ha alcanzado más fama aún por ser el lugar de nacencia de un cantante producto plastificado de la televisión basura. Lo mismo que también lo es de mi amigo Antonio y lo fue de sus padres y abuelos. Me cuenta que nunca antes quiso visitarlo pero sintiéndose mayor y presintiendo su fin me ha pedido que lo acompañe para hacerlo. En julio de 1936 Antonio contaba tres años y se encontraba con su madre visitando en Burgos a una tía suya que allí vivía. Desencadenado el fallido golpe de estado militar-fascista devenido en guerra de exterminio, su padre, activo sindicalista y que se había quedado en el pueblo trabajó organizando la defensa de la legalidad constitucional del lugar hasta su caída en manos de las fuerzas revolucionarias fascistas un año después. Entonces sobrevino el escarmiento. Fue asesinado en una cuneta a sangre fría, junto con varios cientos de paisanos más de los pueblos cercanos al día siguiente y enterrado en ella por los falangistas del que ya se llamaba Generalísimo Franco. Su madre permaneció oculta en la capital de la zona nacionalcatólica pero regresó al pueblo en cuanto se produjo su caída un año después dejándolo a cargo de su tía. Años más tarde supo que nada más llegar le comunicaron la muerte de su esposo, fue capturada por los falangistas que se habían adueñado del pueblo, rapada, obligada a tomar aceite de ricino para inducirle diarreas incontenibles y servir de risas a sus captores, y humillada y vejada de otras maneras más hasta extremos inconcebibles. Murió dos meses después en una cárcel de mujeres custodiada por monjas. Por eso esta mañana ha sufrido un terrible mazazo al comprobar que la vía principal del pueblo está rotulada como Avenida del Generalísimo Franco y el espacio abierto en el que desemboca como Plaza de José Antonio. Más aún le espeluznó el comprobar que los paisanos del pueblo llevaban a jugar a sus hijos a esa plaza que ostenta el nombre del individuo cuyos esbirros por él adiestrados asesinaron a sus padres, que redactó las bases programáticas y fue inspirador de la revolución fascista que desembocó en un genocidio minuciosamente organizado de defensores o sospechosos de defender la legalidad republicana. Más de medio millón de españoles. Y que el responsable máximo de ese genocidio, el segundo mayor de la historia europea del siglo XX, nombrara aún, en junio de 2013, la calle donde vecinos y turistas comen sardinas regadas con rubia cerveza o vinos de la tierra. Estamos, claro, en España. Y concretamente en Cantabria.
Para aliviar el estado de desolación en que ha caído Antonio, que siente que esos rótulos son la forma que tiene el fascismo maquillado actual de mantener vivo aquel escarmiento, de seguir riéndose de su padre en su desconocida fosa y de las terribles vejaciones que infligieron a su madre hasta su muerte, le organizo la pequeña venganza de reírnos de las cosas del pueblo. Ante un plato de sardinas y un verdejo en estado de gracia, que no tienen culpa de nada, le cuento por ejemplo que he leído que hace un par de años hubo un rifirafe en un pleno municipal porque los espabilaos del grupo municipal socialista solicitaron que se le pusiese el nombre del muchacho cantarín a una calle del pueblo y que al negarse los del PP los acusaron de no cumplir la Ley de Memoria Histórica. Tontos de remate los unos y fachas de colmillo retorcido los otros haciendo todos el más lamentable, e inquietante, de los ridículos. Lo que este pueblo, por otra parte, capaz de convivir en su callejero con semejantes atrocidades, se merece. Además le hablo del personaje histórico más importante nacido en el lugar, con calle, plaza y algún edificio oficial a su nombre: el Inquisidor Antonio del Corro que lo fue de Sevilla donde se hartó de quemar judaizantes y de perseguir protestantes, entre otros muchos al célebre Dr. Egidio. Con la fortuna de su familia y lo que probablemente rapiñó de las confiscaciones a los pobres judíos achicharrados se mandó hacer en la iglesia del pueblo, para saciar su inconmensurable vanidad, una supercapilla y un supersepulcro que le diseñó en barro el cordobés Hernán Ruiz "el Joven" y le esculpió en mármol de Génova el castellano Juan Bautista Vázquez "el Viejo". Que hiciera honor a la calidad e importancia de su persona, como dejó escrito el vanidoso en su testamento. Lo bueno es que le salió en la misma Sevilla un sobrino protestante del mismo nombre, que huyó de la Inquisición y se refugió en Inglaterra, donde consiguió fama universal. Hoy la Wikipedia tiene entrada propia para el hereje y una mierda para el cabrón del achicharrador. Son pequeñas venganzas que a veces el destino depara a los miserables.