No sé si el elenco de la estatuaria urbana cordobesa es la más cipotuda del mundo, pero si no lo es anda cerca. Desde luego sí que es la que mayor cantidad de estatuas de curas —el cipotudo, junto con el militar, por antonomasia— tiene por habitante cuadrado, a la par con Ciudad del Vaticano.
Todas las esculturas de la ciudad, 60, excepto una, son obras de hombres, representan normalmente a citopudos señores y dos tercios de las que representan a mujeres lo hacen usando la más rancia de las conceptualidades, ensalzando precisamente la desigualdad estructural (la cipotudamente erotizada cuidadora de patios) o su papel de musa de artistas a que han sido secularmente sometidas (las aguaoras, símbolo inmarcesible de la belleza decorativa de “La Mujer Cordobesa” para cipotudos degustadores de cipotudos tópicos.
La única escultura de la ciudad salida de las manos de una mujer de que gozamos en la ciudad sirve de nítida muestra de lo que las Guerrilla Girls llevan denunciando desde mediados de los 80: que el mundo del arte es, tras el de los eclesiásticos, aquel campo social en el que, partiendo de premisas naturales igualitarias, se dan las actitudes más radicalmente machistas, en el que con mayor beligerancia se excluye a las mujeres. Sólo hay que computar el número de obras ejecutadas por ellas que se exhiben en los museos, no ya de arte antiguo en cuya ausencia podría argüirse la carencia de formación y creación por barreras legales históricas del sexo femenino, sino incluso en el de más rabiosa contemporaneidad, reflejo de una época en la que esas barreras han prácticamente desaparecido, para entender que las concepciones de creatividad artística vigentes se fundan en construcciones culturales arbitrarias que responden a intereses ideológicos muy concretos y que mediante el poder de los dominados medios de emisión de mensajes conforman un universo social sexista que condiciona inconscientemente la visión del mundo de la práctica totalidad de la población. En el caso de Córdoba sólo hay que asomarse a los espacios expositivos, el C3A y la Botí, esas cipotudas instituciones, especialmente.
Se trata de una pequeña obra perdida en el laberinto de callejuelas que se entrecruzan entre la plazuela del Amparo y la de la Alhóndiga que representa una alegoría del baño, una joven desnuda arrojándose sensualmente (para ella, no para el espectador) un aljófar de agua sobre la cabeza, justo en la puerta de los restos arqueológicos del hammam almohade encontrado en la calle de la Cara y que se halla en un lamentable estado de abandono. No sería de extrañar que su colocación respondiera a un ataque de remordimiento —o mejor de hipócrita justificación— de las autoridades (in)competentes que en años no han sido capaces de poner en valor un patrimonio histórico-arqueológico de primera magnitud como es ese baño. Sea como sea, luce su pequeña y serena realidad, como promesa de súbito encuentro, al paso del viajero o el local que disfrutan de la secreta —por discreta— belleza de esas callejas a dos pasos del río cada vez más infernal de Cardenal González. Su autora es Teresa Guerrero, lleva fecha de 2000 y grabado en el pedestal unos versos de Ibn Shuhayd —en árabe y en castellano— que enfocan nítidamente el recuerdo de un momento concreto fugazmente transcurrido en un hammam cordobés el siglo XI.