Dentro de unos días un organismo de ámbito mundial digno de toda sospecha de moverse frecuentemente por intereses ajenos a la estricta conservación del patrimonio que es su declarada finalidad de existir, asesorado por su no menos digna de lo mismo filial europea y nacional, se reunirá en Baréin para conceder el título de Patrimonio de la Humanidad al conjunto urbano-palatino de Medina Azahara de Córdoba. A pesar de la unanimidad en el jolgorio que ha concertado el anuncio entre el cordobesismo onanista, el gremio de la explotación hostelera, las autoridades autocomplacientes y una población que raramente ha visitado el monumento, como siempre, en una ciudad que tiene la discreción como verdadero escudo de armas, no han faltado voces insorribles que señalen ceñudamente que un conjunto arqueológico en cuyo perímetro las administraciones han permitido tan panchamente la construcción de 190 chalets ilegales en solo 8 años (1995-2003) lo único que debía esperar era la calificación de Patrimonio de la Barbaridad.
Así, entre los entusiastas del premio y los insorribles de la denuncia de los chaletes prácticamente nadie ha caído en lo que significa realmente ese premio para la política de conservación del patrimonio que ha imperado en los últimos decenios en esta ciudad: una verdadera cortina de humo que difumina, temporalmente —porque el tiempo y la memoria histórica acabarán abriendo sus fosas para que se conozca— el genocidio arqueológico que un ejército perfectamente organizado de políticos, técnicos, arqueólogos funcionarios, constructores y profesores universitarios ha perpetrado en esta ciudad. Con la inestimable ayuda de la comprada prensa local que dirigió las operaciones de distracción informativa para que lo que estaba siendo un horripilante crimen contra la cultura pareciese una necesidad ineludible del progreso.