(del laberinto al treinta)


sábado, 15 de enero de 2005

¿Un amigo cura?

Dudas sobre la posibilidad de llegar a tener un amigo cura.


A veces se me plantea la cuestión de si podría llegar a mantener cierto grado de amistad con un cura. En principio me digo a mí mismo que no me interesa. Que habiendo tanta gente en el mundo con quien poder compartir mis gustos y mis apetencias no tengo necesidad de buscármela entre los miembros de esa profesión. Pero es que además no estoy muy seguro de si sería capaz de separar el significado profundo de su quehacer en el mundo del necesario nivel de bonhomía que tengo que exigir a las personas a las que doy mi amistad y de las que espero recibir la suya. Porque siento que hay como una especie de desgarro moral entre ellos y yo. El hecho de ser funcionarios de una Empresa-Estado como la Iglesia Católica los convierte en cómplices voluntarios de la maldad intrínseca que considero consustancial a la misma. Pero es que además en la actualidad se suma a esa maldad la circunstancia coyuntural de que la persona que rige sus destinos es una verdadera mala persona. Wojtyla es un mal tipo. Colérico y rencoroso. Insolidario y reaccionario. Hay muchas pruebas. Pero para mí hay una definitiva. Nunca podré borrar su presencia de mi mente. Cuando visitó Nicaragua en 1983, al bajar del avión y saludar a los miembros del gobierno sandinista obligó con un gesto perentorio al ministro de Cultura, Ernesto Cardenal, sacerdote y magnífico poeta a que se arrodillara ante él . Después y ante los ojos de medio mundo que pudieron verlo en sus televisores engarrotó su dedo índice sobre la cabeza del ministro y lo amonestó coléricamente con una furia incontrolada. Todo porque consideraba que colaboraba con un gobierno marxista. Después, en la misa campal a la que asistió la tercera parte de la población total del país se dedicó a atacar despiadadamente a la Revolución, hasta el punto que obligó a la gente, que en principio había ido entregada a su persona, a abuchearle. La contrapartida es que jamás atacó a ninguna de las dictaduras sangrientas que visitó. En Chile y Argentina incluso dio la comunión a los desalmados militares sin reprocharles lo más mínimo las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, los asesinatos, las desapariciones y las torturas en que se empleaban con miserable fervor. Pero la nominación de Fernando Saenz Lacalle como arzobispo de San Salvador fue más lacerante aún, pues se trataba de la sede del mártir monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado por la extrema derecha militar, mientras que el nuevo obispo, un español, además de que pertenecía al Opus era el capellán de las Fuerzas Armadas salvadoreñas.

La única teología realmente digna de respeto es la de la liberación y contra ella dedicó el polaco toda su artillería represiva. Hasta que prácticamente consiguió su extinción. Ahora, debido a ello, se tiene que enfrentar a la competencia en toda Sudamérica de las iglesias protestantes, que le sustraen diariamente miles de clientes. Pero lo primero era acabar con el cáncer de los curas progresistas. Lo dicho, un mal tipo. Como estado soberano que es, el Vaticano tiene el impecable honor de ser el único estado, junto con alguna satrapía del Golfo y una vez desmantelado el gobierno talibán afgano, que mantiene un sistema legal de apartheid respecto a la mitad femenina de la humanidad (de la que dice defender sus valores universales), tanto en sus fronteras como en el reclutamiento de su funcionariado externo. Una especie de burka, simbólico en lo ideológico, pero real en lo que atañe a los derechos de las personas, aunque éstas sean mujeres. Eso por no hablar de otros atentados contra las más elementales normas de salud pública: la represión legalizada de la saludable satisfacción de las más básicas necesidades afectivo-sexuales de su funcionariado y la prohibición del uso del preservativo para combatir el sida, prohibición con especial incidencia mortífera en el Tercer Mundo. Estas flagrantes violaciones primarias de la Declaración de los Derechos Humanos deberían ser utilizadas para denunciar en la ONU la verdadera índole de ese estado. La deberían utilizar por ejemplo los políticos de este país que sufren la incorregible tendencia a la injerencia impertinente de este estado extranjero (del que incluso pagan los sueldos de sus funcionarios) cada vez que intentan legislar para extender las más razonables libertades o para corregir discriminaciones de determinados segmentos sociales, fruto casi siempre del celo represor de esa Iglesia cuando tenía el poder de sugerir la política para imponer sus criterios (los drogadictos a la hoguera, las mujeres a la cocina, los maricas a la cárcel, los rojos al paredón). Por más que trato de buscar la razón de esa inhibición no se me ocurre otra que su miedo a la reacción de parte del electorado cuya lucidez sólo pasa por el filtro de la fe ciega que les impone la ideología supersticiosa vaticana y que los hace comulgar con las ruedas de molino que trituran cualquier intento del ser humano por aceptarse como ser libre, sin necesidad de instancias míticas que le proporcionen fatuos fundamentos y por supuesto sin necesidad de sus insufribles ventrílocuos. Pero yo creo que va siendo hora de que lo hagan, aunque sólo sea por el agravio comparativo de que unos países sufran las merecidas amonestaciones de la ONU y otros no.

Los curas son responsables. Mantienen con su actividad ese estado de cosas. Y por lo tanto no tienen excusa. Es una profesión vergonzosa que mantiene sin fin sus privilegios machistas y que propala infundios criminales sobre salud pública.

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