(del laberinto al treinta)


domingo, 21 de enero de 2007

Paseando por Roma de la mano del "Angulo"

Vista en el plano la calle no parece gran cosa. Uno la ve nacer en la Porta Pia y dirigirse rectamente en dirección noreste-sudoeste hasta su final en la Piazza del Quirinale, en el corazón de la ciudad monumental y así, en frío, sobre una mesa a cientos de kilómetros uno no acierta a verle nada especial.
Una vez con los pies en ella, se la descubre como una calle infestada de tráfico, de aceras no demasiado anchas y poco paseable. Pero hay que recorrer algunos de sus tramos sin excusa porque en ella se ubican algunos de los más importantes tesoros con que cuenta la ciudad. En mi caso, además, se suma una voluntad de rememoración, un buscado reencuentro con las enseñanzas de mi querido Angulo, el libro de texto de Historia del Arte del bachillerato que alcanzó el privilegio de ser conocido sólo por el apellido de su autor, Diego Angulo Iñíguez. En él bebí los primeros vinos del conocimientos de los tesoros artísticos del mundo y a él le debo el filtro analítico base de mis futuras aficiones estéticas.

En su primera parte la calle recibe el nombre de Vía XX de Settembre y la primera parada ha de hacerse ya en su segunda mitad, justo en su esquina con la Vía V.E. Orlando donde forma la Piazza di San Bernardo. En la iglesia de Santa María alla Victoria se encuentra la obra cumbre de la escultura berniniana, el Éxtasis de Santa Teresa, una excitante y vidriosa representación de placer físico y espiritual basada en las propias palabras de la santa cuando describe el metisaca en su cuerpo abierto de la punta de la flecha del amor divino que empuña, sonriente, un pícaro ángel-sátiro.

En la esquina siguiente se alza la iglesia de Santa Susanna, indispensable para seguir la evolución de la arquitectura barroca. Su fachada, de Carlo Maderno, autor también de la de San Pedro, supone un paso más en el proceso embrionario de la concepción barroca de los espacios con su acentuación de la volumetría de los elementos decorativos respecto a la que fue su modelo, Il Gesù de Della Porta, y que eclosionará un poco más adelante, en la misma calle, con los dos paradigmas antitéticos del barroco romano: San Carlo alle Quatro Fontane de Borromini y Sant’Andrea al Quirinale de Bernini, separadas por trescientos metros, para que los alumnos de don Diego Angulo pudiéramos comprobar sus enseñanzas en dos zancadas. La zonificación por planos del clasicismo, la impresión planimétrica, de la que hablaba Wölfflin, da paso ya plenamente a la búsqueda de la esencia del efecto, la sal de la apariencia, en la intensidad de la perspectiva honda (1). La pequeñez de ambas iglesias las convierte en verdaderos experimentos de laboratorio en el que los dos genios tratan de condensar sus concepciones del espacio en movimiento. Ambos conciben interiores ovales, pero con fines distintos. Borromini coloca el altar en el extremo del eje mayor, creando un juego de ondas con los elementos decorativos de los muros que provocan una sensación como de vértigo al sentirnos arrastrados por ellas hacia adelante. El altar de Bernini, por el contrario, se ubica en el extremo del eje menor del óvalo. Los huecos en los muros y la propia disposición del altar crean un efecto elástico, como si el espacio interior de la iglesia se volviera flexible. Al acercarnos desde la puerta al altar se sufre la extraña sensación de que los extremos laterales del eje mayor se estiran y nosotros somos llevados suavemente hacia adelante.

En las fachadas también se muestran claramente las diferencias de talante de los dos genios, ya que en ambos se siguen ritmicamente los motivos del interior. Mientras que en la de Sant’Andrea de Bernini, la rotundidad escenográfica, propagandística del propio templo, se hace patente en el porche oval que invade la calle sujetado por dos columnas exentas, en la de San Carlo de Borromini se repite el movimiento de los muros interiores, pero ahora longitudinalmente, en un juego de lineas cóncavas y convexas, sin que ninguno de los elementos destaque sobre los demás, produciendo una sobrecogedora sensación de inestabilidad, de crisis, de fugacidad incontrolable.

A partir de la esquina con la Vía delle Quattro Fontane, la XX de Settembre cambia de nombre por la de Vía del Quirinale, recorriendo su último tramo flanqueada por el romántico parque en cuyo centro surge imponente la estatua ecuestre del segundo rey de Italia, Umberto I y por los sobrios y altos muros del Palazzo del Quirinale, sede de la presidencia de la República, hasta derramarse en la luminosa Piazza del Quirinale con su espectacular fuente de los Dióscuros guardados por un obelisco. Bajando la escalera y torciendo por la primera a la derecha se alcanza en tres pinceladas la Fontana de Trevi. O mejor aún alcanzarla regresando hasta la esquina del Palazzo y bajando por la Vía dei Giardini, una silenciosa calle que no ha debido variar su aspecto en tres siglos y que nos empuja por sorpresa en su final a la monstruosa boca del túnel que atraviesa la colina del Qurinale.

Volviendo al lugar donde se juntan la Via delle Quatro Fontane y la Vía XX de Settembre justo en el lugar donde ésta última cambia su nombre, están desde el siglo XVI las cuatro fuentes que le dan nombre a la equina. Poco interesantes y muy descuidadas, son las centinelas sin embargo de uno de los puntos más mágicos de Roma, una especie de aleph que resume toda la ciudad en un sólo vistazo circular. Eso contando con que uno consiga mantenerse el suficiente tiempo en el centro de la calle sin que lo hagan papilla las decenas de coches por minuto que a toda velocidad la cruzan. Desde allí pueden verse tres obeliscos, los Dióscuros del Quirinale, la Porta Pía, y cuatro iglesias: muy cerca San Carlino y Sant’Andrea y escalando otras colinas Santa Trinidad dei Monti y, Vía delle Quattro Fontane abajo, la enorme popa de Santa María Maggiore dominando el Esquilino.



(1) Heinrich Wölfflin: Conceptos fundamentales de la Historia del Arte, Ed. Espasa, Col. Austral, Madrid, 1997 (1ª edición de 1924). (VOLVER)

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