El lugar es fácil de encontrar si uno está en El Cairo. Sólo hay que colocarse a la entrada del Khan el Khalili, de manera que la Mezquita-Universidad de El Azhar quede a su derecha y la Mezquita–Mausoleo de Hussein a su izquierda y seguir la calle de El Azhar hacia el este, en dirección al monte Moqatam, hasta su desembocadura en la gran avenida de Saleh Salem. Seguidamente habrá de torcer a la izquierda un centenar de metros hasta el paso elevado que la cruza. Subir lentamente los escalones y descubrirlo poco a poco. Allí está, frente a ti. El arquetipo escénico de la ciudad oriental. Como una maqueta hollywoodiana de El Ladrón de Bagdad o de la Basora de cualquiera de los regresos de Simbad. El aire siempre polvoriento de El Cairo proporcionará el filtro adecuado que fragüe una textura más irreal, más mágica de la visión. Y si coincide con una llamada a la oración matutina o vespertina el efecto será mucho más... de cine. Sólo el ruido infernal del tráfico que discurre frenético bajo tus pies te hará recordar quién eres y dónde estás. Eso y el saber que lo que contemplas es el cementerio habitado más grande del mundo. Donde se hacinan en armoniosa vecindad más de 500.000 personas vivas y un número indeterminable de muertos de varios siglos. Líneas de autobuses recorren sus calles, comercios en las esquinas y bulliciosos cafetines, niños jugando, ropa tendida, entre los mausoleos de ricos y pobres, de sultanes y mendigos. Todo empezó con la llegada masiva de refugiados de la invasión israelí del Sinaí en el 67. Como no había dónde alojarlos, ellos mismos decidieron el lugar. Hoy es el barrio más populoso de la vieja capital egipcia y los turistas no lo visitan si no es llegando en taxi hasta la misma puerta de los mausoleos. Pero sus habitantes son tan pacíficos como los de cualquier urbanización de clase media de las afueras de cualquier ciudad de occidente. Sólo que infinitamente más pobres. Y más desesperanzados...
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