Ya he dicho cómo nos encontramos, en el gran espejo del Cecil, ante las puertas del salón de baile, una noche de Carnaval. Las primeras palabras que nos dijimos fueron pronunciadas, y es ya todo un símbolo, en el espejo. Justine estaba con un hombre parecido a una jibia, que esperaba mientras ella se miraba atentamente el rostro moreno. Me detuve a ajustar la corbata de lazo a la que aún no estaba habituado. Había en Justine una franqueza ávida tan natural que no hubiera podido confundírsela con el menor asomo de descaro, cuando sonrió y me dijo:- Nunca hay bastante luzSin reflexionar, le contesté:- Para las mujeres quizás: los hombres somos menos exigentes.Nos sonreímos y me adelanté a ella para entrar en el salón de baile, pronto a salir para siempre de su vida en el espejo, sin volver a pensar en lo sucedido.
(Lawrence Durrell "El Cuarteto de Alejandría: Justine" Edhasa, 1970)
He ido a Alejandría en busca de ese espejo. Ese espejo donde empezó todo. Es curioso que se trate de un hecho imaginario y que además ocurriera dentro de un reflejo. Un reflejo de un hecho imaginario. Menos concreto imposible. Y sin embargo yo lo he visto tantas veces como veces he abierto el libro por esa página exacta desde hace tanto tiempo. Anochecer de carnaval en una Alejandría de posguerra. Ante la puerta del salón de baile del Hotel Cecil, en el cristal del majestuoso espejo de marco dorado, se cruzan las miradas de Justine y Darley. Es la primera vez y en ese cruce irreal se cifra todo el misterio de la relación que ambos mantendrán con la delicada connivencia de Nessim, el marido de Justine. Una y otra vez. Ese es el espejo que yo he ido a buscar a Alejandría, a una ciudad que ya no es la de Justine, Darley, Nessim, Balthazar y Melissa. La Alejandría de Kavafis y de las historias de gentes sin patria. Una ciudad que fue muchas y que ahora es una presencia fósil, como fósil es su puerto, inundado de salitre, de donde han huido las gaviotas.Esperando la hora propicia, para propiciar la magia del encuentro, discurro por las calles por donde discurrió Durrell, por donde sonaron los pasos de sus personajes, en busca de algún vestigio de aquel aire, de las migajas de aquel festín. En la esquina de Nabi Daniel con la rue Fuad, justo donde estaba la barbería babilónica de Menemjian, el oráculo de la ciudad, hay una gran librería. Me alegro. Tal vez vendan en ella ejemplares de la novela en árabe o inglés. Alquilo una calesse para que me lleve rodeando el arco del puerto hasta el morro de Qaitbai. El conductor no para de intentar venderme de todo, pero le pido contundentemente que me deje en paz. Cansado de las especialidades árabes, me apetece comer pescado y lo hago frente al mar. Por la tarde visito la nueva Biblioteca. Una hermosísima construcción que no estoy muy seguro que necesitara la ciudad, tan pobre, pero que ahora brilla como una joya en su centro. Atardece sobre las palmeras polvorientas y de repente como un coro de ecos las voces de los muecines acuchillan el aire para recordarnos por enésima vez que Dios es Grande y que además es Único. Y que ahora vuelve a ser el Señor de esta ciudad.
No sé por qué siempre imaginé una puerta giratoria en el Cecil. Acerté. Un portero de librea verde me mira indolente mientras la empujo. El interior parece intacto, conservando todo el aire de época de los hoteles coloniales. Me demoro recorriendo el vestíbulo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco.... Hasta seis espejos enormes, de marcos dorados bordean las puertas, dos en cada extremo, del antiguo salón de baile, hoy comedor. Me siento confundido en una mesa y me obligo a decidir cuál de ellos es mi espejo. Pido una Stela. Me la sirve una camarera de ajustado uniforme azul, la falda demasiado corta para el país. No está fría, pero no protesto. La veo alejarse mientras habla en un árabe muy rápido con un compañero que parece requebrarla. La mesa es pequeña y redonda. Aparto el horrible menú de sandwiches de plástico y me miro en uno de los espejo con la cerveza, el libro abierto y una risa enorme estallando en mi rostro. Así tenía que ser y así ha sido. En este maravilloso juego de ilusorios reflejos, he sido víctima de uno de ellos, del más cruel de todos, el que te coloca justo enfrente de tu propia estupidez:
la culpa se dirige siempre hacia su complemento, el castigo, y sólo en él encuentra satisfacción.
Durante la vuelta a El Cairo guardo el precioso billete de tren ya para siempre marcando la página mientras veo pasar más y más palmeras polvorientas.
- Excelente escrito, me ha traído recuerdos de esa maravillosa novela, de sus personajes fascinantes, sobre todo Justine... Parece que ya conoces muy bien El Cairo..., este tipo de mensajes son los que más me gusta leer. Enhorabuena!lukas — 11-03-2005 12:19:41
Precioso texto, Manuel, no le sobra ni le falta coma y tiene esa concisión de que te hablaba, que hace que la palabra brille con el mismo fulgor que sólo tienen algunos espejos. No he conseguido encontrar el relato sobre la pelea de grillos, te agradecería que lo resucitaras también en estos días.
ResponderEliminarSalud
Manuel