lunes, 11 de abril de 2005

Vergüenza

Una tarde de junio del año 76 fui con el Nono a pillar hachís al Pink Panther . 1976. Qué barbaridad. Yo era por entonces un universitario bastante entusiasta al que aún no habían mordido los calcañares los perros de la perplejidad y andaba probando todos y cada uno de los paraísos artificiales de orden físico, químico o mental que se me ponían a tiro, que no eran muchos, ni baratos, ni claros y distintos, pero cuya obtención me ocupaba más tiempo que el que, insensato de mí, debería haber dedicado a aprobar las áridas asignaturas de la facultad. Los paraísos químicos se reducían estrictamente, por razones presupuestarias fundamentalmente, a los simpáticos canutitos de hachís que tanto nos hicieron reír y tanta lucidez ingeniosa nos proporcionaron en aquellos divertidos años. Los otros dos se resistían aún a ser colocados en su justo lugar y nos traían en un sinvivir de subidas de testosterona y fervor revolucionario. Y si estas últimas bullían abundantemente en la revuelta olla de las aulas universitarias de la época, el hachís había que conseguirlo fuera de las mismas.

Contra lo que pudiera parecer desde la perspectiva actual, este consumo del simpático estupefaciente no estaba demasiado extendido entre los universitarios por aquel entonces y más bien constituía una especie de comunión grupal de algunos elementos que nos considerábamos más en la onda y flirteábamos con las teorías disolventes de los valores establecidos mediante los ácidos alternativos de la contracultura y la marginalidad que se impartían desde las páginas catecumenales del Ajoblanco y El Viejo Topo.

Se daba casualmente la curiosa circunstancia de que en mi célula de agitación yo era el único originario de un barrio nítidamente popular y obrero y como seguía en contacto aún con muchos de mis amigos de la infancia, algunos de los cuales andaban por entonces en labores de trapiche a pequeña escala con la preciada especia estupefaciente, fui comisionado por ello a menudo por mis compañeros para conseguirla. Yo mercaba una bola de hachís de buena calidad, la llevaba a uno de los pisos compartidos de compañeros foráneos, la pulverizábamos con un molinillo eléctrico de café y la planchábamos mediante un sofisticado sistema en el que intervenía una plancha normal de planchar, unas bolsas de plástico de las de meter frutos secos, un papel de periódico humedecido, una botella vacía y unas dosis infinitas de deliciosa insensatez juvenil. Luego se repartían religiosamente las posturas en función del aporte económico de cada uno y todos tan contentos, aunque lo consumíamos preferentemente en comunidad, en una especie de misas concelebradas donde utopías y risas constituían las principales formas de liturgia.

Así que aquella tarde de junio, en plenos exámenes finales, allí estaba yo, con mi amigo el Nono en la barra del Pink Panther, bajo las fatigosas y casi inútiles aspas de un ventilador de techo, dos cubatas de ron en la mano y la voz de Manzanita lijándonos inmisericordemente los tímpanos. El calor era espantoso. Esperábamos a un camello que acababa de llegar del moro con el culo empetado de bolas del tamaño de un huevo de gallina. Esa misma mañana, según aseguraba el Nono. Al Nono le gustaba prestarme ese servicio, por amistad y porque cuanta más cantidad fuese a comprar más barata conseguía él su parte. Pero no entendía que yo quisiera acompañarlo y aunque accedía, de mala gana, me ponía la condición de que no abriera mucho la boca, por temor a que se me escapara algún mamoneo de palabras raras y me comportase justo lo contrario de lo que realmente era: un pringao estudiante de filosofía, con unas cantosas gafas de concha y una pinta de progre de manual inconfundible. Pero yo no iba a perderme por nada del mundo esas experiencias de buceo en los submundos literaturizados por nuestra febril imaginación.

El tipo llegó y saludó secamente. Con un sordo gruñido al Nono y a mí con un displicente tanteo examinador. Llevaba una camiseta azul con la leyenda de la Columbia University y tenía el aspecto propio de su mismo personaje, al que sumaba el detalle patibulario de un ojo deformado por una antigua cicatriz, lo que le obligaba a mantenerlo en un entrecierre continuo. Me recordó inmediatamente al Seisdedos, el malvado personaje de una novela de Ramón J. Sender que me entusiasmó de adolescente, que tenía un ojo de tiburón y otro de persona, según decía, y al hablar guiñaba uno de ellos, según su estado de ánimo. (1)Tras un breve preámbulo en el que el camello comentó los pormenores de su viaje al moro, se llevó a cabo el trapiche sin incidencias. El intercambio de los huevos por los billetes se hizo bajo la barra con un innecesario ritual de cautela. El camello ordenó al camarero otros tres cacharros de lo mismo y sacó entonces media bola del bolsillo. Mientras hablaba esquinadamente de picoletos, aduanas, julais, pringaos, etc., la mordió, arrancó una china respetable, la masajeó ligeramente con los dedos y la lanzó sobre el mostrador. La china llegó rodando justo hasta donde mi mano sujetaba el vaso. Por un momento pensé que el Nono cogería la china y la trabajaría él mismo. Pero el Nono no hizo ningún gesto. Estaba claro quién tendría que trabajar. Mi pericia liando canutos no era por entonces ni sombra de lo que llegaría a ser un tiempo después y sentí cómo el pánico me invadía y se instalaba en la boca de mi estómago en forma de bola de plomo candente. La posibilidad de no ser capaz de liarlo como un profesional delante de semejante público amenazó con paralizarme. Pero en seguida traté de controlar mis pulsos y concentrarme en la faena. Tragué saliva y me dispuse a llevarla a acabo lo más concienzudamente posible. El sudor me corría cuello abajo y sentía las manos completamente húmedas. Me las sequé en el pantalón. Saqué un papel, rompí la punta de un Fortuna, desmenucé el resto sobre la mano, coloqué la china encima y le arrimé la larga llama del mechero. El camello hablaba y hablaba sin echar más cuentas de mí. Hecha la mezcla conseguí traspasarla de la mano al papel con un certero movimiento de muñeca y liarlo con precisión y cierta gracia. Se me aflojó entonces un poco la presión en la boca del estómago y noté un merecido alivio en los músculos faciales. Fue sólo un segundo después cuando ocurrió la catástrofe. Agarrando con la punta de los dedos el extremo el canuto ya liado lo sacudí un par de veces a la altura de mi cara para apretar adecuadamente su contenido. El canuto reventó en el aire y una lluvia dorada se disparó hacia adelante. Yo me quedé muerto con papelito blanco y roto entre los dedos mientras mis ojos se clavaban en la leyenda de la Columbia University del pecho del camello toda cubierta de hebras de tabaco impregnadas de hachís. Sé que alcé la vista hasta su cara porque vi su ojo de tiburón que me miraba. Y además sentí la maldición muda del Nono trepanándome la calavera. La vergüenza, la lacha, con sus más crudas uñas desgarrándome las entrañas. ¿Qué hacer? ¿Pedir que se abra el suelo y me trague la tierra en ese mismo instante, que unos demonios alados me agarren de los brazos y me saquen de allí aunque sea para conducirme al mismo infierno. Que me fulmine un infarto auténtico con llamada de ambulancia incluida que difumine esta imperdonable torpeza...? Me quedé sin habla. La boca como de cemento. Rojo como la grana y con la piel tirante, a punto de estallar. El tipo hizo entonces un gesto raro y cambió el ojo de mirarme. Su ojo de persona adquirió de pronto un brillo burlón. Se sacudió las hebras de la camiseta, volvió a sacar la media bola, la volvió a morder, masajeó la china y volvió a lanzármela sobre el mostrador. Luego llamó al camarero.

- Anda Curro, ponnos más yelos en los cacharros que con este calor no duran ná.

Para concentrarme de nuevo me puse a pensar en la estólida cara de batracio del catedrático de Historia Contemporánea con quien tendría que enfrentarme a la mañana siguiente en terrible examen oral.

Manzanita mientras tanto insistía con la lija de su voz acompañándonos la vida: Liberateeeeeeeeeee, no timporteeeeee la geenteeeeeeee...




(1) Epitalamio del prieto Trinidad, uno de los títulos de novela más hermosos que conozco, en la horripilante, aunque entrañable, edición de la Biblioteca General SALVAT (1972), que tanto hizo por nosotros, los lectores pobres, en los años del oprobio y la oscuridad. Una inquietante galería de siniestros personajes sin ley ni moral se paseaban por ella dueños absolutos de una isla-penal caribeña tras el asesinato, en victorioso y sangriento motín, del carcelero jefe en su noche de bodas. (VOLVER)













Comentarios
Si te interesa Sender (dejáme tirarme el farde de decir que fue pariente lejano mío), te recomiendo La "aventura equinoccial de Lope de Aguirre" y sobre todo, "Imán".

Sender es quizá el más importante novelista español del siglo XX, y habría que reivindicarlo más a menudo.
Joaquim — 12-04-2005 09:45:45

Bueno, he de decirte, querido Joaquim, que siempre fui un entusiasta de los libros de tu lejano pariente y que creo que he leído muchos de los suyos (todos es casi imposible). Y coincido contigo en considerarlo un narrador de fuste, dueño de unos recursos novelísticos admirables, de lo mejor que ha dado el siglo XX. La emoción que consiguió exprimirme el “Requiem”, la deliciosa tensión en que me mantuvo el “Epitalamio”, el poder de evocación de esa maravilla que es “Imán”, la maravillosa ironía de “La tesis de Nancy”, son hitos en mi carrera de lector impenitente, que recuerdo como especialmente felices.

Gracias de todos modos.

Un saludo

harazem — 14-04-2005 00:58:31

Ay!, qué bueno, Manuel, cómo me he reído con tu historia...

Por cierto, esos librillos de SAlvat los traen mucho al Rastro al que voy los domingos. Un saludo!
lukas — 15-04-2005 17:49:39

Te prometo que este es el último mensaje que te dejo, pero no me resisto a que conozcas algo que te dejará más que sorprendido. En tu texto -magnífico, tú lo sabes- he descubierto a uno de mis mejores amigos de la infancia: el camello. Murió ya hace algunos años. Algún día te contaré una historia sorprendente sobre él.
Cayo Anneo Paco — 09-01-2006 20:24:58

1 comentario:

  1. Anónimo9:08 p. m.

    Como me ha gustado el desarrollo de tu texto, ya en su momento tuve la oportunidad -yo que empece fumando matalauva, pero que no pasé del negro canario, el bisonte y algún rubio americano-, de ir con un amigo, bastante "emporrado" por cierto, a la compra del material a la barriada de las Moreras, y viví toda la protocolaria parafernalia consentida, porque para mí esa gente eran confidentes de la policía. Todo sucedió como en una película de espias de Tony Leblanc. Mi amigo (hoy ya no lo es)decía ¡Esto es vida! ¡Hemos venido a comprar vida!
    Enhorabuena por permitirme recordar una época lejana, cuatro años después de tener que marcar el caquí (68/69) en Lepanto, cuyo Jefe del Regimiento fue luego años después un golpista el 23F. Años que siempre recuerdo por el mayo francés (campamento en el Cerro Muriano), y subida (¿?) de los yankis a la Luna (verano del 69). Un abrazo Manuel.
    Paco

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