Seguro que dentro de poco me reiré de mi propia impotencia actual, pero mientras tanto....
sábado, 12 de febrero de 2005
Control del blog
Seguro que dentro de poco me reiré de mi propia impotencia actual, pero mientras tanto....
jueves, 10 de febrero de 2005
El ruido musical
Me disponía a comentar la tira de este martes de Ian Gibson en El País Andalucía cuando descubro que el autor de un blog, EL PERRO CANSADO, que sigo a menudo ha tenido la misma idea. El artículo en cuestión se titula “Música de fondo” y trata de un tema que me es particularmente fastidioso: la música ambiente no deseada. Gibson se queja amargamente de cómo la única cafetería en la que podía leer el periódico y tomarse un café en un medio ambiente sonoro natural, es decir, sin que le asaltasen los oídos con un hilo musical o un programa radiofónico ha acabado sucumbiendo a semejante forma de fastidio, según su propietario por exigencias de la mayoría de la clientela.
Como yo sufro el mismo problema me he sentido entrañablemente representado por su lamento. Es curioso que nadie considere la música ambiente de los espacios públicos una forma de contaminación acústica. El hilo musical de los grandes almacenes, el repugnante pianillo de las salas de espera de los dentistas, la infame dosis de Kiss FM de los autobuses de línea y no digamos los chundachundas a toda pastilla que vomitan las ventanillas abiertas de los autos conducidos por esa suerte de descerebrados que han tomado nuestras calles, no son considerados por la mayoría de la gente como una intolerable agresión al derecho de las personas a escuchar la música que han elegido, sino un inofensivo mecanismo de distracción al que han acabado por acostumbrarse a base de entumecimientos mentales progresivos.
Pero lo cierto es que no deja de ser una forma de contaminación acústica, un hurto al derecho a vivir en un razonable silencio o al menos a elegir la música que cada cual decida consumir en cada momento. Es curioso que ahora todo el mundo grite y monte un pollo descomunal si descubre a un fumador en un lugar cerrado (y pronto incluso en los abiertos), aduciendo que contamina el aire que han de meter por sus narices hasta sus pulmones y muy poca gente proteste cuando se contamina el mismo aire que ha de entrar por sus oídos hasta su cerebro. Y desde luego, debe ser peligroso. A falta de estudios científicos de los que tanto abusan los médicos con el tema del tabaco, me pregunto qué cantidad de estúpidas cancioncillas puede una mente educada en el buen gusto musical soportar sin sufrir graves desarreglos.
En uno de los últimos lugares donde he estado destinado en mi centro de trabajo se colocaba una pequeña radio encendida frente al micrófono para que se escuchasen en todo el enorme espacio que cubría las horripilantes cancioncillas basura de la última hornada. Por supuesto me sentí agredido, tanto más cuanto que realmente, sin aquella espantosa fuente de tortura, el lugar gozaba de un silencio de lo más agradable. Pero como acababa de llegar no podía ponerme a exigir el respeto a mi intimidad sonora. Así que opté por comprar en una farmacia unos tapones de espuma que me coloqué en los oídos. Si no del todo, al menos mitigaban en parte los histéricos ritmillos de moda que inundaban constantemente el lugar. Fui preguntado, lógicamente, por mis compañeros por la causa de semejante proceder y al serles expuesta convenientemente noté cómo los que acababan sintiéndose agredidos eran precisamente ellos, en particular los responsables directos de la emisión musical. Lo consideraron una falta de tacto, una suerte de muestra de intolerancia por parte de una persona extravagante y asocial incapaz de contemporizar con sus semejantes. Así están las cosas.
No hace mucho leí la noticia de que un trabajador de un banco alemán había denunciado a su empresa por tortura psicológica aduciendo que a lo largo de su dilatada vida laboral se había visto obligado a escuchar 33.000 veces cierta versión de Yesterday que diariamente rotaba por el hilo musical del banco. Todo un valiente héroe de la causa, cansado de ser simplemente mártir. Por otra parte me espeluzna la idea de lo que tienen que sufrir los pobres dependientes de grandes almacenes, grandes superficies o simplemente comercios normales cuando llegan las navidades y los hilos musicales de sus lugares de trabajo comienzan a vomitar durante un mes y medio esas repugnantes formas de la escatología musical que son las interminables series de villancicos enlatados. Y aquí en el sur doblemente si se trata de los horripilantes aflamencados.
La música es un don de la cultura. Un regalo que la humanidad se ha hecho a sí misma para ayudarse a sobrellevar las angustias de la existencia. Un bálsamo para el dolor y una fuente inagotable de alegría. Pero esta forma estúpida de organización social que nos hemos dado la ha acabado convirtiendo en un ruido constante, en un runrun sin sentido que invade la práctica totalidad de nuestra vida consciente y probablemente inconsciente. Música sin alma, fabricada en serie por industriales sin alma y dedicada a gentes a quienes se trata de arrebatar el alma, la capacidad de sentir, disfrutar y pensar la música, para ser llenada por un monótono y continuo fluir de cancioncillas estúpidas, de musiquillas pegadizas, de ritmos sincopados que impidan la circulación de las ideas entre las neuronas.
Milan Kundera, en su novela La ignorancia, lo describe con meridiana claridad: Schönberg era consciente de la existencia de esa bacteria. Ya en 1930 escribía: “La radio es un enemigo, un despiadado enemigo que avanza irresistiblemente y contra el que toda resistencia es vana”; la radio “sin sentido alguno de la medida, nos atiborra de música, sin preguntarse si queremos escucharla, si tenemos la posibilidad de percibirla”, de tal manera que la música pasa a ser un simple ruido, un ruido entre ruidos. La radio fue el pequeño arroyo en el que todo empezó. Llegaron después otros medios técnicos para reproducir, multiplicar, aumentar el sonido, y el arroyo se convirtió en un inmenso río. Si antaño se escuchaba música por amor a la música, hoy aúlla constantemente por todas partes sin preguntarse si queremos escucharla, aúlla por altavoces en los coches, en los restaurantes, en los ascensores, en las calles, en las salas de espera, en los gimnasios, en las orejas taponadas por los walkmans; música reescrita, reinstrumentada, acortada, desgajada, fragmentos de rock, de jazz, de ópera, flujo en que todo se entremezcla sin que se sepa quién es el compositor (la música convertida en ruido es anónima), sin que se distinga en principio del fin (la música convertida en ruido no sabe de formas): el agua sucia de la música en la que muere la música.
domingo, 6 de febrero de 2005
Tregua musical
Mamíferos en las junglas más impenetrables, reyes adolescentes momificados en los más inhóspitos desiertos, partituras de rara belleza en los polvorientos estantes de viejas bibliotecas nobiliarias. Descubrimientos.
Hace unos días me prestaron un CD de la colección de música clásica que acaba de vender El País que no pude conseguir en su momento porque coincidió con un viaje al extranjero que hice por esas fechas. Se trata de Las Sonatas del Rosario de Franz Ignaz Biber (1644 - 1704). Me sorprendió no haber oído hablar nunca de él. Considero mi cultura musical medianamente aceptable y no esperaba encontrar una laguna importante en ella. Grabé el disco y leí el libro que lo acompaña. Las primeras palabras son de alivio para aquellos que como yo se sintieron sorprendidos por este desconocimiento. Advertía que ese hecho era normal dado que su descubrimiento era muy reciente y que aún no había llegado a círculos no excesivamente avisados. Hablaba de la historia del hallazgo del manuscrito de las Sonatas y de las endiabladas técnicas de scordatura que utilizaba para arrancar a los violines unas sonoridades insospechadas. La scordatura consiste en cambiar la afinación de una o más cuerdas del instrumento, haciendo posible producir ciertos sonidos imposibles de conseguir con un instrumento afinado en forma convencional. Biber llega a alterar el orden de las propias cuerdas, cruzándolas en la puente del violín. Lástima que no fotocopiara el libro, porque muchos detalles de los leídos en la ocasión no me vendrán ahora a la cabeza. Pero fue al oírlas por primera cuando me di cuenta de que estaba ante una obra impresionante y no sólo ante una hermosa obra del barroco. Sólo el comienzo te sobrecoge por el desgarro de las tonalidades, a pesar de que se trata de la pieza que describe La Anunciación, por el derroche imaginativo de sus escalas, que nos transportan directamente en el tiempo hacia adelante casi un siglo y medio, al corazón del Romanticismo. En algunos momentos parece estar sonando el mejor Beethoven violinístico. Pero es en la última pieza, el solo de violín del Ángel de la Guarda, donde esta familiaridad se hace más sorprendente, donde realmente asistimos a una verdadera epifanía del vanguardismo de Biber, con una concepción que rompe genialmente las costuras de la tradición barroca en la que se inserta. Todo ello perfectamente ensamblado en las formas más rigurosas de la ortodoxia formal de la época. Porque no dejamos en ningún momento de saber que lo que escuchamos es Barroco puro y a veces incluso puro Renacimiento. Entusiasmado me pongo a la tarea de buscar en la red noticias sobre él y me encuentro una escasez apabullante de textos, aunque eso sí, todos ellos coinciden en que la apreciación del músico austriaco tiene todo el futuro que realmente se merece. En una de ellos, Goldberg, el portal de la música antigua, encuentro lo siguiente firmado por Diego Fischerman:
La catedral de Salzburgo fue construida por primera vez por el obispo Virgilio, cuando el lugar aún era una fortaleza romana y se llamaba Juvavum. En 1167 fue incendiada, junto a gran parte de la ciudad, por los seguidores del emperador Federico Barbarroja, y reconstruida diez años después por el arzobispo Conrad III de Wittelsbach. Otro incendio, el 11 de diciembre de 1598, volvió a destruir varias de sus secciones. El 25 de septiembre de 1628 fue consagrada la nueva catedral, con un festival (tal vez el primero de Salzburgo) que fue recordado durante décadas. Según un cronista anónimo, “en todos los altares había todo tipo de músicas, con los instrumentos, los órganos, cantando en forma tan alegre y graciosa que era difícil creer que, incluso en el mismo cielo, pudiera existir algo más bello o más dichoso”.
En la catedral, imaginada por el arzobispo Markus Sittikus von Hohenems y el arquitecto Santino Solari, cabía varias veces la población total de la ciudad y en esa desmesura, donde Salzburgo era imaginada como un imperio cuando no era más que una aldea enriquecida por el comercio con la sal de sus minas, se dibujaba el mismo gesto que en la imponente polifonía espacial de Heirich Ignaz Franz Biber, el músico que diseñó la banda sonora perfecta para ese exceso. Allí se encarnaba uno de los retratos posibles del Barroco: el de las contradicciones y las faltas de medida; el de la búsqueda simultánea de la teatralidad y los afectos por un lado y, por el otro, de los sistemas capaces de contenerlos. El retrato de una época en la que, al mismo tiempo que se sentaban las bases de la explicación racional y positivista del mundo, comenzaba el largo proceso que desembocaría en la lectura del arte como la expresión de dramas personales únicos y de la biografía del artista como la primera (y tal vez la más importante) de sus obras.
En otro texto, de la edición digital del Diario Montañés, Ana Rodríguez de la Robla, después de fusilar inmisericordemente en la primera parte de su artículo el texto anterior continúa con bastante acierto:
Nada en la vida de Biber nos habla de su audacia musical, nada justifica el hecho de que sea considerado sin discusión uno de los violinistas más extraordinarios del XVII, por no decir el más. Una biografía sin sobresaltos, con una adquisición de consideración dentro del entorno musical escalonadamente progresiva pero sin grandes picos; una suma discreta de éxitos; un matrimonio convencional. Una de sus vivencias más notables y deseadas debió de ser su promoción a caballero en 1690, petición que había elevado ante el emperador Leopoldo I en dos ocasiones, y que le otorgó el nombre por el que hoy es conocido: von Biber. En aquellos tiempos, bien distantes en espíritu de los actuales, se concedían títulos nobiliarios por méritos musicales, pictóricos o literarios; desgraciadamente, las causas de la promoción social en la actualidad resultan bastante más vergonzantes.
El caso es que los 'Misterios del Rosario' de Biber, pese a ser una obra de filiación evidentemente católica, pueden degustarse incluso, dada su peculiar concepción musical, con total independencia de su intencionalidad o significado religiosos, apelando simplemente a una estricta perspectiva cultural. No debe dejarse de lado que el Rosario es, evidentemente por su etimología, un jardín o conjunto de rosas (en su significación religiosa, cada Ave María recitado implica una rosa de ese jardín, que se corta para ofrecerla a la Virgen); y la rosa es con probabilidad la flor más significativa de la civilización occidental, como la literatura atestigua bien sobradamente. Pero además los 'Misterios del Rosario', aun en su temática, no presentan, como antes sugería, una clara semejanza con las formas tradicionales de la música litúrgica. Quizá la «scordatura» característica del quehacer biberiano (esa forma de poder interpretar lo ininterpretable con el violín), junto a la sucesión de preludios, zarabandas, gigas o gavotas, dotan de espectacular y atemporal osadía la deslumbrante obra religiosa del compositor bohemio.
Escuchar los 'Misterios del Rosario' de Biber constituye la oportunidad de oro de encontrarse al fin con uno de los ausentes de las programaciones musicales habituales, y al tiempo deleitarse con una de las grandes composiciones de todos los tiempos. Una oportunidad realmente única, proporcionada por la mera coincidencia de una fecha, como ocurre con el paso de un cometa o de una estrella fugaz. Hasta dentro, de nuevo, de cien años.