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No me gustan los nuevos catamaranes que cruzan el estrecho. Sobre todo en la travesía Algeciras-Tánger. Supongo que para quien tenga prisa serán una bendición, pero como yo nunca la tengo cuando lo hago, prefiero los viejos ferrys, los que tardan más del doble en cubrir la travesía, pero que permiten disfrutar con calma desde su cubierta de las milenarias vistas de las costas enfrentadas. Me gusta cruzar por en medio de las dos viejas columnas, el Djebel Musa y el Djebel Tarik, y seguir las líneas de ambas costas acodado en una barandilla, con tiempo suficiente para tejer ensoñaciones preñadas de mitos y heridas abiertas en las que se cruzan sin buscarlo desde el Hércules furioso que separa mundos hasta el dolor de los pobres que tratan de acercarlos dejándose la vida en las pateras. Las más recurrentes dibujan unas velas fenicias buscando islotes desde donde enseñar numismática a los apaches íberos de ambas orillas, pero también los cascarones donde pasaron las primeras tropas de mareados bereberes para cambiar el sentido de la historia de España. Eso nos hizo llegar a Tánger con el suficiente retraso como para decidir pasar la noche en ella en lugar de continuar hasta Tetuán como habíamos previsto. Al contrario de otras veces, no veníamos en nuestro coche, sino que habíamos decidido viajar por el país usando los propios medios marroquíes: tren, autobús y taxi colectivo. Nuestro hotel favorito en Tánger , el Villa de France, hacía tiempo que se deshacía en ruinas. En cierta ocasión conseguimos que nos reservaran la habitación 35, desde cuya ventana Matisse pintó la vista de la iglesia de Saint Andrews. Sólo soy un modesto consumidor de mitología. Modesto en un sentido voluntarioso, porque practico para mis desordenadas apentencias una saludable morigeración racionalista. Pero Tánger es probablemente la ciudad con mayor oferta de consumo de mitos contemporáneos a precios más asequibles. Dejando a un lado el Minzah, que tampoco es demasiado caro para los estándares europeos, se puede disfrutar de hoteles con categoría por la mitad de precio que en España y además, practicar la mitofagia. Los más significativos son el Continental, con unas soberbias vistas al puerto y al Estrecho por la situación de su fachada principal y que aparece en El Cielo Protector de Bertolucci y el Rembrandt, justo en el lugar donde el Boulevard Pasteur se convierte en la Avenida de Mohammed V. En él vivió un año Tennesse Williams. Por eso lo elegí en esta ocasión y desde luego, la evocación no me supuso un gran esfuerzo: el hotel sigue siendo el mismo, en todos los aspectos y no siempre agradables. La jornada se completó con una visita a la librería Les Colonnes y una cena en el coqueto restaurante Agadir de la rue du Prince Heritier. Delicioso, aunque escaso, el tagine de cordero con limón confitado. Gerrouane tinto. Té y pastelillos tradicionales.
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