Esta tarde al salir del trabajo me he encontrado con la sorpresa de que afuera se había desencadenado una formidable tormenta veraniega. Un cielo gris negruzco se abatía sobre la tierra lanzando ráfagas de una lluvia gruesa mientras formidables relámpagos incendiaban de una electricidad blanca la atmósfera antes de retumbar con un bramido de Polifemo loco. Por un momento me quedé parado fascinado por el espectáculo y admirado de que la temperatura, cercana a los 40 grados, no hubiera descendido. Mucha gente a mi alrededor parecía sentir lo mismo que yo. El olor a tierra mojada era tan penetrante que casi resultaba acre y amenazaba con contaminar los pulmones con su hedor de polvo húmedo. Ya digo que me soprendí fascinado súbitamente. Pero enseguida se me impuso la tremenda realidad de que tenía que terminar de salir y que, como todo el mundo sabe, había llegado hasta allí en moto. Mi vieja vespa me esperaba bajo su afortunado resguardo. Recordé de pronto que en su cajuela guardaba un impermeable sin usar que compré en Saigón en medio del primer aguacero que me asaltó al salir del mercado de Ben Thanh. Una gran pieza de plástico con imposibles broches que intentan adaptarlo al cuerpo. Al cuerpo vietnamita, claro, porque las mangas me cubrían sólo hasta los codos. Con todo me lo puse y arranqué bajo la lluvia que cerraba aún más un atardecer entre dos luces. El calor no había descendido un ápice y la sensación me provocó un traslado mental a la vez que físico, de esta Córdoba de boca de infierno juliano al trópico oriental que a veces he disfrutado. Me imaginé bajo el aguacero como uno más de los millones de asiáticos motorizados usuarios de esos impermeables perdidos en un fárrago de tráfico infernal frente al Corte Inglés camino de mi casa bajo un calor imposible y con la cara empapada del caldo tropical de los monzones.Ahora lo recuerdo para vosotros, improbables lectores, unas horas después, sentado en mi patio frente a este portátil, empapado, esta vez de sudor, suspirando por una brizna de brisa que mueva las hojas del viejo limonero, haciendo hora para echar el colchón en el suelo y tratar de dormir bajo las estrellas que comienzan apuntar entre los nubarrones. Disfruto mientras tanto de la compañía del Relaxin’ with the Miles Davis Quintet del que os regalo su primer tema, el deliciosamente optimista If I Were A Bell.
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