Llevaba 50 años recibiendo majestuosamente a los que entraban en la ciudad por el Puente Nuevo desde hacía 50 años. Era feo, pero formaba parte del paisaje de la ciudad. Iba a escribir indisoluble mecánicamente, pero justo la realidad me ha avisado de la incongruencia. Llevan dos días demoliéndolo y en dos más se habrá disuelto definitivamente su silueta en el aire de este terrible agosto y ya sólo existirá en la memoria de las gentes y en las fotos. El edificio del Hotel Meliá, a quien muchos cordobeses de más de 30 años seguíamos llamando el Palace (Er Palah), su primitivo nombre, va a desaparecer. Yo nunca estuve en él. Jamás pisé su vestíbulo, ni me bañé en su piscina ni asistí a ninguna celebración BBC (Boda, Bautismo o Comunión). Nadie de mi familia ni de mis amistades lo hubiera usado para ello. Por eso no tengo ninguna reclamación sentimental que hacer. Durante mucho tiempo fue, además, un lugar prohibido para mí, chico de Cañero, un lugar exclusivo para ricos, como el Círculo de la Amistad o el Aeroclub. O al menos para los que percibíamos como ricos desde la modestísima situación económica de mi entorno. En mis tiempos de estudiante de Filosofía, totalmente imbuido en las teorías disolventes que explicaban nítidamente el origen de la lucha de clases y daban instrucciones precisas para acabar con ella, lo percibí como un lugar perverso, donde los causantes de los males de la clase obrera tomaban cócteles, brindaban por sus negocios, casaban a sus hijas y remojaban sus ventrudos cuerpos en su lujosa piscina. Era una visión muy simplista, desde luego, pero nunca conseguí eliminar del todo de mi imaginario esa patente. Luego, con los años he pasado a casi olvidarme de él, a rodearlo diariamente camino de mi casa sin sentirlo, sin notar su anodina presencia en mi ánimo, ni en mi visión. Tal vez porque nunca llegué a saber que la Diosa Carnal, la Ava Gardner de tantos de mis sueños durmió una noche en él. Un columnista lo recordaba ayer, rijosamente, en la prensa local. No sé qué edificio pondrán en su lugar, después de haber luchado desde mi modestísima posición contra la edificación de la famosa Torre Prasa, un descomunal semirascacielos que los más echaospalante de esta ciudad querían ver como el edificio emblemático-simbólico de la modernidad hacia la que caminamos. Que se jodan. Ya discutimos bastante en su momento. Pero espero que me guste, que cuando tenga que rodearlo cada día me llene de lineas bellas los sentidos y me reconcilie un poco con el encenagado mundo del ladrillo y el cemento.
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