martes, 16 de enero de 2007

Roma


Roma. Me la debía. Y me la regaló C. Una semana que me ha sabido a poco. Y eso que he sufrido una aceleración vertiginosa de la producción de ideas en mi cerebro fruto de las mil sensaciones contradictorias que me han asaltado en ella. Con deciros que algunos días casi alcanzo a apreciar el barroco, una de mis fobias artísticas favoritas... Y otros casi no logro soportar la opresión de la indignación en el hígado... La cabal comprensión de lo que fue el estado teocrático de los Papas durante la Edad Moderna a través del desmesurado derroche de sus construcciones. El fenomenal torbellino propagandístico de la Contrarreforma que convirtió la ciudad en un decorado, un descomunal espectáculo de arquitectura barroca pontificia al servicio de la contraofensiva ideológica del catolicismo frente a la herejía protestante. Un puñado de geniales artistas, de lo mejor que ha dado el genio humano, engrillados al servicio de las ideas que los teólogos absolutistas les imponían en las podridas cortes cardenalicias y de desmesurados Papas, más que representantes, suplantadores del poder del Dios Supremo, pero que les surtieron de medios y materiales en cantidad y riqueza infinitas. Es lo que queda. Fuentes menos evidentes, pero igualmente reales, nos hablan también de la tremenda miseria en que mantenía al pueblo llano el absolutismo teocrático del Vaticano.

Hay que ir a Roma para entenderlo. Sentir el peso de la monumentalidad, el lujo y el derroche sin freno de sus iglesias, la descomunalidad de las esculturas religiosas, el tremendo poder y la riqueza que alcanzó la empresa que se fundó sobre la narración de la vida de un hombre muy pobre, hijo de un carpintero que, alucinado por alguna de las sectas místico-guerreras de la Palestina ocupada por Roma, intentó reformar la religión judaica y dio lugar a otra cosa, al movimiento ideológico-religioso que más ha cambiado al mundo hasta nuestros días.

Y por otra parte el lento proceso de desmoronamiento de la racionalidad clásica del Imperio Romano, no sólo debido a su propia dinámica interna o a la amenaza exterior de los bárbaros, sino sobre todo, por la acción corrosiva que el topo del cristianismo llevó a cabo en sus entrañas. El mito martirial del Estado caprichoso y cruel y los cristianos perseguidos por su fe ya ha sido desmenuzado muchas veces. En cuanto pudo, el cristianismo suplantó al Estado Imperial y usó una crueldad e intolerancia contra sus súbditos que convirtieron a las persecuciones de Diocleciano en un juego de niños. Hablaré de ello en un futuro post sobre mi visita a las catacumbas. Y en otros que prometo colgar en breve.

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