Un ternísimo Harazem siendo bautizado por un cura nazi
No todo el mundo puede decir lo mismo. Bueno, no todo el mundo que no haya nacido en Córdoba y que no haya sido cristianado en la parroquia de Santa Marina entre los años 50 y 80 del siglo pasado. Efectivamente, durante esos casi 30 años fue párroco titular de esa preciosa iglesia fernandina del siglo XIII situada en uno de los más castizos barrios de la ciudad un personaje novelesco y pintoresco dueño de una trayectoria vital a medio camino entre lo estrambótico y lo siniestro, entre lo esperpéntico y lo picaresco: Martín María de Arrizubieta Larrinaga. No fue un personaje que dejara indiferente a nadie que lo conociera. Por muchas razones que enumeraré más tarde. Pero lo que nadie podría haber sospechado ¿o sí? es que durante un tiempo de su vida hubiera ejercido de nazi redomado, el máximo responsable del aparato propagandístico nazionalsocialista en lengua española. En Berlín. Entre septiembre de 1944 y marzo de 1945. Redactor principal y editorialista de la revista Enlace en la que llegó a defender abiertamente la sustitución del régimen de Franco por otro directamente controlado por el partido nazionalsocialista alemán. La recompensa sería la independencia de Euskadi. Parece ser que todos esos datos han sido descubiertos hace muy poco por el historiador gallego Xosé M. Núñez Seixas, especialista en temas de fascismo y nazismo que los ha publicado en el número 51 de la revista Historia Social (2005) en un artículo titulado ¿Un nazismo colaboracionista español?: Martín de Arrizubieta, Wilhelm Faupel y los últimos de Berlín (1944-45).
Ahora podrán cerrarse algunos de los interrogantes que permanecían abiertos en la vida de ese portentoso impostor.
DON MARTÍN Y YO
Aunque yo fui bautizado por este cura en esa iglesia mi vida transcurrió en un barrio obrero de la periferia y no volví a tener contacto con él hasta mediados de los años 70, en que, a causa de unos estudios de demografía cordobesa del siglo XVII en los que andaba engolfado con mi compañero P. para la Facultad de Historia donde ambos estudiábamos, nos vimos en la necesidad de consultar prolijamente los archivos parroquiales de varias iglesias. Fue precisamente en la de Santa Marina donde encontramos mayores facilidades para desempeñar nuestra tarea y a ella nos acabamos dedicando por completo. Si el viejo cura no se interesó demasiado por nuestro trabajo sí que lo hizo directamente por nuestras ideas políticas. Una vez convencido de que éramos unos rojos de pro como él nos adoptó como confidentes de sus aventuras, desventuras y pensamiento político. Se confesó marxista, nacionalista vasco y revolucionario. La versión que nos dio de su vida era fascinante.
Vista de la puerta de la sacristía de Santa Marina.
Había nacido en Mundaca (Vizcaya) en 1909, en una familia de marinos mercantes. Nacionalista vasco de aliento aranista en su juventud, fue estudiante de teología y filosofía en la Universidad de Lovaina donde aprendió alemán y leyó a los filósofos germanos en su texto original y se hizo jesuita. Vuelto al País Vasco le sorprendió la guerra civil: se alistó en un batallón de gudaris y consiguió huir tras la victoria franquista a Francia donde finalmente fue hecho prisionero por los nazis.
De su estancia en un campo de concentración procedían la mayoría de las anécdotas que nos contó en los meses que estuvimos yendo a la parroquia. Nuestra tarea era contar los matrimonios, bautizos y defunciones anotados en los libros de registro a lo largo de todo el siglo XVII para confeccionar estadísticas. Al ritmo que nos imponían las interrupciones del cura supimos que tardaríamos el doble de lo que habíamos planeado. Pero lo escuchábamos con gusto, a veces fascinados, aunque de vez en cuando nos diera el barrunto de que le patinaban ya las neuronas más de la cuenta. A veces nos enviaba a alguno de nosotros a un colmado vecino a por un litro de vino, un cuarto de jamón y una bolsa de palillos. Soplaba con alegría y muy pronto se calentaba con el vino y multiplicaba las narraciones, reconstruyendo las conversaciones en alemán con los guardas del campo y con los otros prisioneros, ya que fue obligado a ejercer de intérprete por su dominio de las lenguas francesa y alemana.
Cuando acabó la II Guerra Mundial pasó clandestinamente a España para ir a ver a su madre en Mundaca, su pueblo natal, siendo capturado por la policía franquista y enjuiciado por un tribunal de guerra. El sumario, lo señalaba él con su propia mano, alcanzó un palmo de grueso. Condenado a muerte le fue conmutada la pena finalmente por su condición de sacerdote por la de exilio. Y allí estaba, exiliado desde el año 47 en aquella parroquia de Santa Marina, bregando entre beatas y falangistas. Ahora, 30 años después, no recuerdo nítidamente ninguna de aquellas anécdotas, pero sí que recuerdo la fascinación que me produjeron en el marco de la vieja sacristía, envueltos por el olor a humedad, a papel antiguo. Los ojos desencajados del viejo cura tras las gafas eternamente empañadas y las bolitas de saliva que se le escapaban cuando se exaltaba. El marxismo estaba más vivo que nunca, no se cansaba de decir, y lo que Andalucía necesitaba era un partido nacionalista radical, con su brazo armado si hacía falta. Odiaba a los señoritos del PSA (Partido Socialista Andaluz).
Nosotros le replicábamos poco y le contradecíamos menos aún a pesar de que calibrábamos perfectamente sus contradicciones. e incluso le descubrimos los textos de Samir Amín, el pensador marxista egipcio autor de la Teoría de la Dependencia, cuyas obras completas encargó a la librería vasca que lo surtía cada mes de savia revolucionaria y euskalduna. Su alegría fue mayúscula cuando descubrió que el pensamiento de Amín venía como anillo al dedo a sus paranoides delirios políticos. Era simpatizante de ETA y amigo de Alfonso Sastre, con quien se reunía cuando subía al País Vasco por vacaciones. Allí debió de rodearse de un círculo de gente que aparentemente lo admiraba y le reconocía su valía revolucionaria. Eso al menos cabía deducirse de sus comentarios.
Unos días antes de la ya histórica gran manifestación por la autonomía de Andalucía del 4 de diciembre de 1977, don Martín nos dio el dinero suficiente para que compráramos cuatro banderas blanquiverdes y nos pidió que las colocáramos en los cuatro barandales del campanario. Fueron las banderas más altas que se vieron en la ciudad aquel día. Después nos contó que había recibido llamadas amenazantes por aquel hecho, llamadas que él localizaba como provinentes del bloque de viviendas construidas en el lugar donde se alzó el palacio de los Condes de San Calixto, sede hasta los años 60 de Falange en que fue delictuosamente demolido. Se trata del conjunto situado en la Puerta del Rincón, junto al cine Isabel la Católica, entre la calle Adarve y el Callejón del Conde de Priego, que lleva a la plaza de Santa Marina. Según el cura aquellas viviendas se habían repartido entre los jerifaltes falangistas de la ciudad, lo que daba idea de la ideología de sus moradores.
También nos contó que en 1953 había sido obligado a decir una misa para Franco y su esposa que a la sazón se alojaban en el vecino palacio del Marqués de Viana y que éstos, amablemente, lo habían invitado a desayunar. También contaba cómo fue el descubridor de la famosa Anita la de la Peseta (Ana García de Cuenca) una especie de vidente-profeta-medium que hablaba con Dios y escribía a su dictado que sufrimos en esta ciudad por una larga temporada. Pero por sus comentarios dedujimos que el asunto se le había acabado escapando de las manos y por aquel entonces parecía guardarle ciertos rencores a la paranormal feligresa. La verdad es que nunca nos encajó mucho su participación en aquel pringoso asunto, pero pensamos que su larga travesía bajo el sol inclemente del franquismo por un desierto cultural como aquel barrio, viviendo justo enfrente al mamotreto a Manolete, debía haberle reblandecido las neuronas. Por otra parte escribía poemas muy místicos en vascuence que nos traducía y recitaba pomposamente con una voz engolada, mientras nosotros tratábamos de esquivar a duras penas el fuego graneado de sus perdigones salivares. La parte de mi familia que aún vivía en el barrio me contaba que la feligresía lo tenía considerado como un tipo raro y muy huraño.
Plaza de Santa Marina. Frente al horrendo pisapapeles dedicado al fino matarife Manolete la iglesia homónima. A la izquierda al fondo, con dintel amarillo, la casa donde vivió el párroco.
Nos hablaba a veces de sus contactos con las escasas fuerzas progresistas de la ciudad y nos animaba continuamente a que no dilapidáramos nuestro ardor revolucionario en banalidades políticas. Pura acción, recomendaba vehemente. Aborrecía con toda su alma a los jóvenes cofrades que pululaban alrededor de los santos de su iglesia, porque consideraba un intolerable despilfarro de fuerza juvenil la malsana afición con la que llenaban sus vidas. La verdad es que nos lo pasamos muy bien con él y llegamos a tener la sensación de estar tocando mitología histórica izquierdista de primera calidad.
Cuando terminamos el trabajo perdimos el contacto con él. Nos enteramos casualmente de su jubilación y de su regreso a su pueblo natal Mundaca. Pero poco después P. se lo encontró en la calle Mayor de Santa Marina y le contó que había regresado, que no había encontrado su sitio en el País Vasco y que ahora vivía en una casa de vecinos del barrio cuidado por una antigua feligresa encariñada con él. Un día de 1988 encontré su esquela en el Diario Córdoba.
Hasta hace muy pocos años no tuve de nuevo noticias suyas. Leyendo la segunda parte de las muy piadosas memorias de Castilla del Pino La casa del olivo (Tusquets, 2004) encontré una referencia en ellas a don Martín. El psiquiatra hablaba de los años de plomo del franquismo y de la organización clandestina de las fuerzas progresistas de la ciudad. Aunque larga, la copio entera porque no tiene desperdicio:
Para informarme de pisos de alquiler fui a ver a Pilar Osuna Fernández de Bobadilla, de una familia linajuda de Écija, con casa en Córdoba, en el paseo de La Victoria. ........... La Osuna me recibió muy amable, le expliqué a lo que iba y que pensaba establecerme en Córdoba; me dijo que la acompañara a ver a las Sepúlveda Courtoys, dos hermanas que vivían con la madre en el inmenso caserón-palacio del Realejo, cerca de la iglesia de San Andrés (aún vive allí una de ellas, María Luisa). Estábamos charlando los cuatro cuando se presentó el cura de San Andrés, el coadjutor de la parroquia, y las Sepúlveda nos invitaron a merendar. El cura se llamaba don Martín de Arrizubieta, un cura vasco, que en seguida marginó a las tres mujeres y se dedicó a hablar conmigo de Nietzsche, del que citaba en alemán párrafos enteros. Era evidente que trataba de deslumbradas, y a mí de hacerme saber que no era un cura cualquiera. Don Martín era gordo, de estatura algo más que mediana, de barba cerrada y oscura, de pelo grasoso. De su sotana, que desprendía un olor a sudor rancio perceptible a unos dos metros, asomaba un cuello duro que habría sido blanco semanas antes, pero que ahora ofrecía una tonalidad grisácea y, en los bordes, netamente oscura. Las uñas, seriamente negras. Don Martín tenía una costumbre notable: con el índice y el pulgar de la mano derecha cogía una de las pastas de la bandejita, la acariciaba entre sus manos y a continuación se la zampaba; luego, miraba sus dedos manchados de grasa y, como solución, se acariciaba el pelo; de esta forma a su pelo, ya graso, le añadía la grasa de sus dedos, y a su vez la grasa de sus pelos se adhería a la de sus dedos (un intercambio infernal).
Unos veinte días después don Martín se presentó en el hotel para solicitar mi ayuda. Un chico de diecisiete años, de una familia conocida, había cogido la pistola de su padre, militar de alta graduación ya retirado, y se había disparado un tiro en la sien en su propia casa. El obispo de Córdoba, fray Albino Menéndez de Reigada, dominico, se negó a que se le enterrase en sagrado y pretendía que lo llevaran a una especie de corraleta para suicidas, antiguos masones, ateos declarados, etcétera, del cementerio de San Rafael. Para la familia representaba una tragedia insuperable, añadida a la de su muerte. Don Martín me pidió que le redactase algún informe de donde se pudiera deducir que el suicidio derivaba de un trastorno mental; tal vez así convencería a fray Albino de que el muchacho no era responsable de su muerte. Yo accedí a su petición, siempre y cuando tuviera una entrevista con el padre que me proporcionase datos sobre los cuales sustentar mi diagnóstico retrospectivo y necesariamente ambiguo. Así se hizo, y el desgraciado muchacho fue finalmente enterrado en el panteón familiar.
Años después traté más asiduamente a don Martín. Nunca me pareció persona de fiar, más por su inconsistencia que porque fuera lo que llamaríamos crudamente un chivato (como alguna vez se dijo). Se declaró, si no rojo, sí antirrégimen, y nos hablaba de su estancia en un campo de concentración alemán: no era fácil creerle. Desde luego, parece que estaba en Córdoba en calidad de desterrado por sus actitudes separatistas. Era un hombre dominado por sus pasiones, intolerante e impulsivo. Una cosa le exasperaba hasta hacerle perder el control: el que alguna de la cohorte de sus feligresas dejara de serle incondicional. Cuando una de las asistentes a sus círculos de estudio -como se denominaba a una especie de seminarios que se celebraban en las sacristías y en los que se trataban temas teológicos para seglares- le confesó que consultaba conmigo, montó en cólera y, sin recato, empezó a descalificarme de modo tan apasionado que consiguió el efecto contrario al pretendido. Cuando con motivo del centenario del nacimiento de Freud (1956) di seis conferencias introductorias al psicoanálisis, escribió, sin firma, un artículo en el Boletín Episcopal denunciando las doctrinas perniciosas que alguien -no me nombraba pero no podía ser otro que yo- propagaba por la ciudad, alguien a quien comparaba con el sexólogo de la época, el doctor Hirschfeld. Siempre pensé que fue un error el que, como contaré en su momento, se le incorporase, unos cuatro años después, a nuestras reuniones más o menos conspiratorias, surgidas a partir de la publicación de una revista que se tituló Praxis. La policía nunca estuvo más al tanto de nuestras actividades, y no creo que se debiera a otra cosa que a su versatilidad y su incontenible charlatanería; bastaba que algún policía de la secreta y de su parroquia se llegara a verle para que, aunque sólo fuera por presumir, le hablase de nuestras reuniones. Al fin, prescindimos de él y no volvimos más por la casa parroquial, en donde alguna vez nos reuníamos. Cuando, en 1953, Franco vino a Córdoba y se hospedó, como mucho antes había hecho Alfonso XIII, en el palacio del marqués de Viana, don Martín era ya párroco de Santa Marina, el barrio del citado palacio. Se le avisó de que al día siguiente, a las nueve de la mañana, debía celebrar la misa en la capilla del palacio para el general y su mujer. Así lo hizo. Después de la misa y de impartirles la comunión, el matrimonio Franco le invitó a desayunar junto con algunos del séquito. Charlaron un rato, según nos contó, acerca de los años inmediatamente anteriores; al parecer, cada vez que don Martín decía «guerra civil», Franco, sin llamarle la atención de manera explícita, contestaba enfatizando la denominación de «alzamiento nacional». Enterados por la prensa local del citado desayuno, acudimos ansiosos a la semana siguiente a la casa parroquial para enteramos de los detalles. «Don Martín, ¿cómo fue el desayuno con el sapillo?», le pregunté impaciente. «Nada de sapo, ¡cuidado!», me respondió, y añadió: «Franco es una persona sincera, cortés, muy interesada por las cuestiones sociales que se le exponen... No, no, Franco es una persona educada y tolerante... Creo que estamos equivocados y que se le juzga a la ligera. Es una persona inteligente, una persona que escucha». Le pregunté en qué había consistido el desayuno. «Un croissant y una taza de chocolate», me contestó. «Pues no ha podido salirle a Franco más barata su conversión, don Martín», le añadí. (pgs.61-63)
Don Martín (de pie) en 1965 en una cena- homenaje que le tributaron sus feligreses. A su derecha el alcalde Guzmán Reina.
DON MARTÍN Y EL HORROR
Pero hace unas semanas mi amigo P. me llamó por teléfono para comunicarme que Jon Juaristi acababa de ganar el premio Azorín con La Caza Salvaje, una novela basada en la vida de don Martín. Me dijo que él había encontrado en Internet hacía casi dos años un artículo de Jon Juaristi en el ABC en el que hablaba de cierto artículo publicado en la Revista de Historia Social donde su autor el profesor Xosé M. Núñez Seixas seguía la pista de la peripecia vital de don Martín y lo situaba en el Berlín de 1944 como conspicuo propagandista nazi. Después de reprochar a mi amigo el no haberme avisado entonces busqué y encontré el artículo de Juaristi, enmarcado en la polémica sobre la impostura de Enric Marco, el que fuera presidente de la Asociación de prisioneros de Mauthausen ocultando que nunca estuvo en ese campo de concentración.
Al principio no estuve de acuerdo con él en que por las declaraciones de Juaristi tras el fallo del premio pudiera colegirse que la vida del protagonista de la novela estuviera directamente basada en la de nuestro cura de Santa Marina, a pesar de que incluso había utilizado su nombre de pila, Martín. En El País del 02/03/2007 pudo leerse lo siguiente referente a la novela:
En la novela, Juaristi parte del mito de los cazadores infernales del bosque para relatar la vida de un cura vasco "pícaro, oportunista, sin convicciones y sin escrúpulos que decide que para sobrevivir" en el periodo comprendido entre la Guerra Civil Española y el nacimiento de ETA "tiene que mentir y traicionar".
Juaristi (Bilbao, 1951) ha explicado en rueda de prensa que se trata de una novela de ficción en la que el protagonista, Martín Abadía, "tiene un referente real" que ha existido y cuya influencia ha pesado en el nacionalismo vasco entre la entreguerra y los años de aparición de la banda terrorista. Ha rechazado desvelar la identidad que inspira a su personaje, pero ha confesado que éste "puede rastrearse a través de la memoria del siglo XX" y puede ser que quien lea la novela en el País Vasco, sobre todo de su generación y de la anterior, "lo reconozcan al instante".
Yo me incliné más porque esa identidad fuera la de Arzalluz, pero después de encontrar el siguiente resumen del argumento en La Casa del Libro me parece que la razón está con mi amigo:
Martín Abadía, un cura vasco nacionalista, disoluto y sin escrúpulos recorre el siglo xx en pos de un evasivo sueño totalitario. En medio de la violencia política y de los impulsos criminales que seapoderan de Europa, aprenderá a sobrevivir mediante la impostura y la traición. A lo largo de medio siglo –desde los primeros vagidos de la Segunda República hasta el golpe de estado del 23 de febrero de 1981–, las andanzas de Abadía por la España recién salida de la guerra civil, la Francia ocupada, la Alemania nazi, la Yugoslavia de Tito y el despertar de la oposición al régimen de Franco ilustran el destino de los nacionalismos en un mundo que retrocede a la condición selvática y en el que cobran realidad los más oscuros temores de la imaginación humana.
Como eso me demuestra que ya está publicada sólo me queda conseguirla y leerla.
En cuanto al trabajo del profesor Núñez Seixas, dada la rareza de la revista donde se publicó, solicité a una amiga que tiene contactos en la Universidad de Santiago que me consiguiera una copia. Me fotocopió el artículo y me lo acaba de enviar. En él se encuentran los datos suficientes para calibrar exactamente la personalidad del personaje y probablemente las bases argumentales de la novela de Juaristi.
Núñez Seixas cuenta que durante la guerra el cura se alistó como capellán en un regimiento de gudaris hasta que fue capturado por las fuerzas tradicionalistas navarras de Franco. En lugar de fusilarlo, los requetés lo convierten en su capellán hasta que logra escaparse en 1938 a Francia. Durante la II Guerra Mundial se alista en la XI Regimiento de la Legión Extranjera hasta que es capturado por los alemanes en 1940. Después de pasar por varios campos de concentración ciertos amigos jesuitas con ascendencia entre los nazis lo ponen en contacto con Wilhelm Faupel, militar prusiano de carrera que había sido en los años 20 asesor militar de varios gobiernos argentinos y peruanos. En Sudamérica aprendió español y una vez en Alemania y en contacto con el Partido Nazi se convirtió en el principal propagador de su ideología entre los hispanohablantes. Primer Embajador de Hitler en la España nacionalista (1936) sus desencuentros con la Falange, a la que acusaba de clerical y escasamente revolucionaria fascista le llevaron a ser relevado por exigencias del propio Franco y una vez en Alemania a fomentar su refundación en un partido auténticamente nazi, racista y revolucionario. Rescató una revista, Enlace, que utilizó como principal órgano de propaganda de sus ideas y colocó al frente de ella al cura que le habían recomendado. Martín de Arrizubieta cumplió a la perfección las expectativas de su nuevo jefe. Comenzó dirigiendo sus artículos a los soldados de la División Azul que aún andaban por Berlín y a los 10.000 trabajadores españoles que se calcula que había en Alemania por entonces y fue radicalizando su discurso hasta el punto de que en los últimos tiempos alarmó seriamente a la embajada española en Berlín, con su reclamación directa de la sustitución de Franco por un régimen auténticamente nazi, la implantación de políticas selectivas racistas y la independencia de Euskadi.
Núñez Seixas analiza en su artículo (pgs. 35 a 42), que adjunto íntegro, varios editoriales redactados por Arrizubieta para tratar de fijar su pensamiento y la base ideológica que trataba de imprimir al movimiento. Un confuso y delirante colage confeccionado con retales de obrerismo fascista, racismo antisemita focalizado en los defensores del comunismo y el liberalismo, esencialismo español de raíz vasquista y lo que es más increíble, con un anticatolicismo furibundo, que incluso le ganó los agrios reproches en forma de cartas de algunos lectores. El núcleo duro era una fusión de socialismo revolucionario y nacionalismo fanático para un proyecto de superación de la cesura de las dos Españas. La razón de estado basado en la raza por encima de cualquier otra consideración y por supuesto, por encima de cualquier moral religiosa. Todo ello enmarcado en el Nuevo Orden Europeo que propugnaba el Partido Nazionalisocialista alemán. Un verdadero gazpacho fruto de una mente realmente paranoica.
Tras la caída de Berlín nuestro cura, superviviente nato, escapa a Italia y ejerce diversos trabajos hasta que en 1946 intenta reengancharse en el movimiento nacionalista vasco en el exilio presentando un memorial justificatorio de todos sus actos de Berlín a un dirigente que halló en Roma, y para solicitarle un aval de exiliado para huir a México, pero parece que el PNV no le creyó del todo y se desentendió de él.
A fines de 1947 ya lo encontramos en España donde un tío suyo dominico lo recomienda al obispo de Córdoba a la sazón el también dominico Fray Albino Menéndez-Raigada. Dios los cría y ellos se juntan. El tal Fray Albino fue uno de los mayores fascistas convencidos y convencedores que dio la Iglesia Católica a la causa del franquismo (1). De esta época parece ser el consejo de guerra al que siempre aludió. No se sabe si los cargos fueron por separatista, o por conspirador nazi. De hecho el propio Don Martín nos contó a P. y a mí que el Consejo de Guerra se celebró en el Alcázar de los Reyes Cristianos y que se le exigió firmar el conforme sin tener acceso a los cargos. El caso es que fue amnistiado y a principios de los años 50 ya era párroco de Santa Marina.
Como contaba Castilla participó tangencialmente en las reuniones conspiratorias de oposición antifranquista clandestina en la ciudad y en los últimos años de su vida, los que yo le conocí, volvió de nuevo al nacionalismo esencialista de raíz aranista sumándose ahora a una genérica identificación con las aspiraciones de de la clase trabajadora vasca (Núñes Seixas, pg. 46) en el que ya incluía directamente su apoyo sin fisuras a ETA. Yo creo que P. y yo fuimos en parte responsables del último encharcamiento mental del anciano cura cuando lo pusimos en contacto con las obras de Samir Amin. De su entusiasmo por el pensamiento del profesor egipcio y su comprobación de que encajaba a la perfección en su credo nacionalista nos dio sobradas muestras en aquel tiempo.
A pesar de que tanto Juaristi como Núñez Seixas nos lo presentan como un caso clarísimo de impostura cambiante y continuada y de que merecería uno de los capítulos de La Historia Universal de la Infamia de Borges, junto con El atroz redentor Lazarus Morell o el El impostor inverosímil Tom Castro, yo miro su trayectoria y trato de condensar su ideología y no veo contradicciones. A mí me da la impresión de que siempre mantuvo un corpus ideológico de gran coherencia, aunque a veces unos aspectos u otros tuviera que disfrazarlos por cuestiones de mera estrategia de supervivencia: una fusión, perfectamente actualizada en el albertzalismo vasco actual, entre el totalitarismo y el nacionalismo racista de Sabino Arana. Una superación de la blandenguería peneuvista de raíz burguesa. No me extrañaría nada que su pensamiento hubiera influido directamente en las bases ideológicas de Herri Batasuna.
De todas formas que un tipo como él, que padecía de una soberbia apabullante, con su trayectoria de conspicuo conspirador a sus espaldas y de unas inquietudes intelectuales tan estrafalarias acabara de párroco en una perdida parroquia cordobesa en un medio social popular aplastado por la tremenda losa de la ramplonería del franquismo de posguerra, rodeado de beatas y aguardentosos falangistas y tratando de chupar rueda entre los desconfiados intelectuales progresistas cordobeses debió suponer un castigo perfectamente acorde a sus pasadas maldades. Tal vez, como creo que ha dicho de él alguna vez Juaristi, estuviera loco. Pero seguro que fue un tipo muy peligroso al que el piadoso destino nunca puso el suficiente poder en sus manos que le permitiera llevar a la práctica su nefasta ideología.
Una broma final del destino burlón: el cura vasco, que practicó un pundonor cultista exagerado y que fue en vida un maniático de la ortografía, tanto en vascuence como en castellano, ha de sufrir para toda la eternidad la tremenda afrenta de una falta de ortografía que un marmolista justiciero grabó en su lápida.
TEXTO ÍNTEGRO DEL ARTÍCULO DE NÚÑEZ SEIXAS:
SEGUNDA PARTE: LA CAZA SALVAJE DE JUARISTI
(1) Fue autor del repugnante Catecismo Patriótico Español, que fue de estudio obligatorio en las escuelas, uno de los más feroces libros justificadores de la masacre de la guerra civil, pleno de todas la peligrosas estupideces acerca del destino superior de España y su catolicismo totalitario y ensalzador sin escrúpulos de los más crueles criminales de guerra responsables de la misma. En Córdoba acabó siendo considerado un hombre bueno, benefactor de los pobres cordobeses tras su conversión en promotor de viviendas sociales durante los duros años 50 (Cañero y Campo de la Verdad y la que lleva su nombre, Fray Albino). Cuenta además con una avenida a su nombre (dedicada a él bajo el mandato de Rosa Aguilar) y con una estatua en la plaza de la barriada de Cañero. Una vergüenza más nunca denunciada que ensucia las paredes y las plazas de esta rara ciudad. (VOLVER)