domingo, 13 de julio de 2008

MI DESCUBRIMIENTO DEL CINE

Como contaba ayer, el cine Osio de mi barrio fue, junto con los de verano, el lugar donde de pequeño y adolescente más disfruté del cine. A mí, como niño normal del barrio, a pesar de mis tempranas inclinaciones literarias, las que más me gustaban eran las pelis de tiros y las de romanos. Yo ya andaba con 12 años leyendo, además de poesía rimada española, a Zola y a Dumas y estaba a punto de colgarme con Baroja. Y a pesar de que ya andaba también enganchado con las añoradas Novelas de la tele no consideraba que la imagen pudiera contener también literatura, que una película pudiera compararse en capacidad descriptiva a los minuciosos relatos de pasiones y aventuras impresos en el papel de los libros. Que sólo tenía que cambiar el chip y descubrir un nuevo código de lenguaje.



Y ese descubrimiento lo hice una tarde en que me confundí con una película. La cartelera que llevaba colgada varios días en el exterior del cine Osio presentaba a un tipo con sombrero vaquero en un paisaje desértico, imagen suficiente para llevarme a comprar la entrada con mis escasísimos ahorros y disponerme a disfrutar de una desconocida película del Oeste. El título también contribuía a seducirme: Gigante. Me acomodé como siempre ansioso porque se apagaran las luces y comenzaran las aventuras de aquellos tipos del lejano Oeste duros y valientes. Pero no había hecho más que empezar cuando la decepción hizo presa en mi ánimo preadolescente con la aparición del primer coche, un coche antiguo, de principios del siglo XX, pero un coche, lo que para mí significaba que no se trataba de una película del Oeste pura, que se introducía un elemento extraño y rompedor en la estructura clásica del western, que no admitía más vehículos que los caballos, las carretas y el tren de vapor.



Perdido parte del interés original continué casi por rutina el hilo de la película hasta que me descubrí de pronto fascinado y absolutamente volcado en la textura de la historia que me estaban contando. Me encontré de pronto disfrutando de las mismas sutilezas descriptivas que me fascinaban cuando me enganchaba tardes enteras con un libro en la mano, pero con un lenguaje nuevo. Lo que en los libros se esculpía con las palabras, eligiendo las más precisas, en el cine podía esculpirse con las imagenes, con la selección minuciosa de los trozos de realidad retratados fotográficamente.



Y me metí en la vida de aquellos personajes atrapados por sus propias biografías en medio de la infinitud de aquel desierto. Y entendí que el cine podía hablar en metáforas visuales de los entresijos del poder y de cómo se puede tener todo y carecer a la vez de lo único que se quiere realmente. Exactamente igual que en los libros. Y se me pasó el tiempo volando. Tan volando que no me había dado cuenta de que la película era de metraje doble y que duraba tres horas y media. Cuando salí era noche cerrada y el pánico se adueñó de mí. En mi casa estarían asustados desacostumbrados a que no diera señales de vida en tanto tiempo. Mi padre me pegó una bronca de la hostia y me mandó a la cama sin cenar. Mi madre acabó llevándome, llorando, al cuarto un bocadillo. Me sentí mal, pero a la vez recuerdo lo feliz que fui tratando de retrasar el sueño, el momento en que se fundiera en negro el río de sensaciones que me había dejado la película.

La volví a ver hace unos años en video. Y ayer la volví a ver ya en versión subtitulada en el ordenador. Y la volví a disfrutar otra vez, con admiración, pero sobre todo con gratitud y cariño.

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