Desde hace 15 días vivo dos horas diarias en casa de Tony Soprano. Como la televisión de mi casa, dada mi condición de insonrible irrecuperable, es un electrodoméstico prácticamente fosilizado, he tardado bastante en animarme a conseguir la que pasa por ser la mejor serie televisiva de todos los tiempos, y, según algún crítico cinematográfico, una de las mejores 10 películas de la historia del cine, a pesar de que dura 4.300 minutos y nunca se ha exhibido en la sala oscura. Las recomendaciones de Javier Marías y Maruja Torres me han convencido. Así que cada noche de doce a dos de la madrugada tumbado en el sofá a oscuras con mi portátil sobre la esquina de la mesa a tres cuartas de mis ojos me enchufo dos dosis seguidas (86 componen el total), me traslado a New Jersey y asisto completamente fascinado al despliegue de la vida y milagros de esa panda de hijosdeputa de la peor especie a los que no digo que se les acabe tomando cariño, pero sí que acabas considerándote avecindado, privilegiado observador de sus interioridades y exterioridades, por la cercanía con que te son mostrada las cotidianidades más nimias, las rutinas y manías de los últimos grandes representantes clásicos de la gran mafia italoamericana y de sus familias. Ello es obra sobre todo de unos guiones que rayan la perfección y de un director que es capaz de acercarte a los personajes tanto que casi puedes reconocer su olor corporal. Y desde luego de la parsimonia narrativa que permite una larga serie de capítulos.
Las comparaciones con hechos de la vida real, política y económica de nuestro entorno son muy fáciles. Y desde luego funcionan perfectamente a nivel metafórico como develadores de los mecanismos de actuaciones y situaciones que nos resultan incomprensibles a la mera luz de la razón democrática. La aún caliente sentencia de Los Albertos (¡qué nombre más total para un clan!) no es más que un botón de muestra.
Pero a mí la comparación que se me ha enquistado apunta sobre todo al funcionamiento de los partidos políticos y particularmente en su manera mafiosa de repartir el negocio de los votos entre las familias más poderosas. Efectivamente aunque no soy un experto, ni falta que me importa, en mecanismos electorales, alcanzo a saber lo suficiente como para distinguir la tendencia natural de todos los sistemas democráticos actuales. Y desde luego el panorama no apunta sino a la existencia de un enjuague permanente entre los partidos mayoritarios para conducir el juego político al bipartidismo más estricto o mantenerlo en los lugares donde ya está arraigado. Y la apariencia, y la esencia, es exactamente la misma que la de los clanes mafiosos que se reúnen para repartirse el pastel, sólo que los políticos no necesitan hacerlo en oscuros tugurios o en hoteles de lujo de Miami, sino en los propios parlamentos y con luz y taquígrafos. Y en ambos casos la omertà, la prohibición no escrita de cuestionar el sistema, es también el mismo. Para ello emiten normas de común acuerdo que impidan el acceso en igualdad de condiciones a los parlamentos de partidos o corrientes alternativas que puedan discutir o distorsionar su preeminencia. Estas normas suponen siempre una corrección de la esencia misma de la democracia que se basa en el sistema racional de una persona un voto mediante la adjudicación de una mayor representación a los partidos que más votos consigan a costa de parte de la representatividad que les correspondería a los que consigan menos. A este robo descarado de carácter mafioso se le llama sistema proporcional. Bueno, perdón, un punto moral por encima de los mafiosos es que mientras éstos no necesitan justificar ante nadie el reparto del territorio entre los clanes más poderosos, los políticos lo hacen apelando a la necesidad de garantizar la gobernabilidad de los gobiernos salidos de las urnas. Pero el caso es que en la práctica no todos los votos valen lo mismo, lo que significa una patada directa al hígado de la democracia, de la misma sustancia moral que la que administra la mafia al de la sociedad con sus métodos extorsionadores. Lo explicaba, aunque no tan metafóricamente, el otro día Jorge Urdánoz en un lúcido artículo en El País titulado El maquiavélico sistema electoral español:
¿Qué hacer? La decisión sobre el sistema electoral configura una situación en buena medida excepcional desde el punto de vista de la filosofía política. Nadie defiende, por ejemplo, que sean las empresas las que redacten las leyes anti-monopolio: esa labor ha de corresponder a instituciones que, situadas por encima de ellas, vayan más allá de sus intereses. Pero el sistema electoral lo deciden los partidos y, ¿qué hay por encima de ellos? "La ley y el Estado de Derecho", se dirá, pero es que la ley y por tanto el derecho son, empezando por la propia Constitución, creaciones suyas.
La captación del voto a partir de esa realidad distorsionadora de la voluntad de los ciudadanos que los políticos nos imponen participa de los mismos métodos que usan los mafiosos para recolectar sus impuestos: la extorsión, el chantaje. ¿Qué otra cosa es su apelación al VOTO ÚTIL, una vez que inutilizan el voto que nosotros libremente hemos decidido y que no les beneficia?
Almudena Grandes espetaba el otro día a los creadores zapateristas, apiñados alrededor de un presidente que representa a la auténtica derecha liberal, económica y social, civilizada y semilaica, pero derecha al fin, que anda tratando de ocupar el centro del pensamiento líquido del que habla Zygmunt Bauman, que lo que realmente estén solicitando es el voto útil contra IU, contra los restos del naufragio (magníficamente retratado recientemente por Vidal-Baneyto) de una izquierda que es la que necesita urgentemente de su apoyo, si es que realmente son lo que dicen ser, detentadores de anhelos de transformación del mundo en un lugar justo. Porque el peligro más urgente lo represente la autóctona (¡qué país, Dios mío!) bestia bicéfala ultraderechista clerical travestida de movimiento popular, que no acaba de desaparecer de una puta vez en este jodido país. Como lo expresaría exactamente el violento Soprano.
Ahora que ya está claro que la campaña electoral se va a polarizar en una sola dirección, porque la socialdemocracia se va al centro, el centro a la derecha y laderecha a la extrema derecha, yo creo que alguien tiene que ocupar la izquierda, dejar de hacer regalos con el dinero de todos y dedicarse a defender los espacios públicos, que aseguran el bienestar de los más débiles. Yo creo que nada es más útil. ¿Soy ingenua? No. Sé que mi voto vale la cuarta parte que un voto al PSOE o al PP, pero eso no tiene nada que ver con la ingenuidad. Eso es sólo injusto.
Pero lo primero es exigir el fin de la estafa. Que se nos devuelva nuestro derecho a que el voto que depositamos en la urna tenga EXACTAMENTE el mismo valor que los demás. Así, con esa exigencia termina su artículo Urdánoz:
Por eso, a pesar de que de ellos no se escuche ya últimamente ni el más leve susurro, resulta fundamental volver a hablar de principios. Cuando uno lee a los viejos defensores del ideal de la proporcionalidad descubre los valores que la nutren: a los electores les garantiza libertad; a los resultados, justicia. Y cuando uno vuelve a los clásicos de la democracia, recuerda que hay un valor que bajo ningún concepto puede claudicarse: la igualdad del voto. Son las élites de los grandes partidos las que han impedido que esos tres valores sean hoy y ahora una realidad entre nosotros. Llevar los principios al centro del debate y recordar lo que significa "inalienable" es el primer paso para evitar que puedan seguir haciéndolo.
ADDENDUM:
NUEVA APORTACIÓN del profesor Urdánoz al debate.