CONTINUACIÓN DE LA PRIMERA PARTE
El tema de la Santa Semana y su desmedido crecimiento en los últimos años tiene que ver desde luego con el proceso de reencantamiento de la sociedad occidental heredera de la Ilustración emprendida por el talibanismo católico acaudillado con ardor colérico desde los 80 por el Impresentable Organista de Cracovia (en feliz definición del maestro Ferlosio), el difunto Woytila, pero también constituiría un buen tema de estudio para cualquier antropólogo de la modernidad. Efectivamente la celebración de la Semana Santa en Córdoba, como en los demás lugares donde se halla arraigada tan siniestra tradición, estaba en vías prácticamente de extinción en la bisagra de los 70 a los 80. La gente se largaba en masa de las ciudades para irse a la playa y desde luego no existía el turismo de inciensa y cera. Los que se quedaban tampoco es que acudieran en masa a las procesiones, salvo las fieles beatas del Rescatado o los Dolores. Eso sí, a los jóvenes nos servía de excusa para llegar más tarde a casa y ligar como descosidos. El número de cofradías había permanecido fijo prácticamente desde el siglo XIX con algún ligero crecimiento al calor de la obligada ferocidad piadosa impuesta por el régimen nacionalcatólico de esencia fascista-clerical. Los costaleros eran reclutados entre los faeneros profesionales a los que las cofradías pagaban por sacada de paso. Un tío mío lo fue. Si mis fuentes no se equivocan, allá por los finales de los 60 debió haber una especie de rebelión o amenaza de huelga solicitando un aumento de sueldo que se saldó a la larga con el cambio de sistema de tracción de muchos de los pasos siendo sustituidos los insaciables faeneros por unas funcionales ruedas a prueba de reivindicaciones laborales. Fue así como los jerarcas cofrades diseñaron una estrategia de captación de jóvenes que revitalizaran la decaída tradición, estrategia que no funcionó al principio por la efervescencia antifascista que ocupó las mentes de buena parte de la juventud en los últimos años del franquismo y primeros de la Transición. Y la Iglesia y sus franquicias formaban parte en el apartado objetivo de esa lucha.
Muestra de cómo se celebraba la Semana Santa en la posguerra. Mi abuelo y sus colegas se largaban los siete santos días a un cortijo donde daban cuenta de varias arrobas de vino, organizaban sus propias procesiones etílicas y se libraban del asfixiante ambiente fascista-clerical de la ciudad. MI abuelo es el crucificado.
Fue a partir de la ascensión del relativismo de índole socialdemócrata entronizado como filosofía política por el PSOE cuando con la reivindicación de las tradiciones populares supuestamente secuestradas por el fascismo y ahora devueltas a su legítimo dueño, el pueblo, por los salvadores de la rosa y el puño, cuando toda la caspa del franquismo se vuelve a regurgitar, esta vez teñida con los colorines de la movida o con los de la antropología seudoprogresista. La copla, las sevillanas, las romerías y por supuesto la Semana Santa sufren un inconmensurable empujón desde las instancias del poder socialista bajo el pretexto de su raíz popular, justo cuando esas manifestaciones comenzaban a morir de muerte natural por su propia inadaptación a las condiciones socioculturales del país que renacía de las cenizas del abismo moral en que la había sumido la dictadura. Todavía recuerdo en los primeros 80 la imagen de muchos intelectuales progresistas de trenca y barba desaliñada defendiendo la ritología cofrade como propia de la idiosincrasia mediterránea, enlazándola con los cultos cíclicos estacionales y con la simbología del mandala, el árbol de la vida y cien zarandajas más recién leídas en los libros-flipe de Mircea Eliade justo en el momento en que precisamente comienzan a descontextualizarse cayendo, como todas las demás manifestaciones antiguas o modernas, en las garras del mercado y de la sociedad del espectáculo retratada años atrás por Guy Debord.
Las cofradías vuelven a nutrirse de gente joven que se agrupan en cuadrillas como una tribu urbana más, la mayoría totalmente alejados de la esencia católica fanática base del movimiento cofrade, pero sometidos a una disciplina y a unas redes de apostolado y catequesis importantes. La alienación llegó al punto de que los actuales costaleros no sólo no cobran por cargar los pasos sino que incluso han de pagar por ello. Si cualquiera tiene la curiosidad de leer en las guías de procesiones de la propia Asociación de Hermandades y Cofradías las fechas de fundación de gran número de ellas, descubrirá cuántas de ellas fueron fundadas en los años 80 y los 90 cuando la líbido cofrade alcanzó un espectacular aumento. La complacencia de las autoridades nominalmente de izquierdas, el populismo folclórico que se instaló en los negociados de cultura de ayuntamientos y Junta, con el caso cordobés absolutamente delirante de un ayuntamiento (el posterior a Anguita) de IU con el culo absolutamente entregado a las exigencias del mundo cofrade, permitiendo que la metástasis procesional se adueñara de más calles y más tiempo, hicieron que lo que se suponía que era una tradición oscurantista en vías de extinción se convirtiera en el más acendrado de nuestros hechos diferenciales y se vendiera como el paradigma de las esencias espirituales del alma andaluza. El espectacular aumento del turismo étnico que comenzó a llenar los bolsillos de los hosteleros supusieron el broche de oro del bonito paquete de hoy forma esta tradición antiilustrada, oscurantista y supersticiosa.
¿Cuál es el problema de base de las relaciones entre los consumidores de idolatría en la vía pública y los racionalistas? Pues que los racionalistas somos percibidos inconscientemente por aquellos a través de las categorías que expusiera Freud respecto a la formación simbólica de la personalidad del niño: en términos de la dialéctica presencia-ausencia. La presencia de la fe en sus planteamientos y su ausencia en la de los racionalistas juegan en su imaginario el papel de la presencia/ausencia de la madre en la primera infancia y de la presencia/ausencia de evidencia (de pene) en la segunda. Efectivamente la ausencia de fe en los ateos, que supone más que una ausencia, una carencia, y desde luego un vacío irrellenable, coloca a los creyentes desde su propio punto de vista en una situación de superioridad moral, ya que la moral emana de la ley divina o como mucho de la naturaleza humana, creada por Dios. La racionalista concepción de la moral como un acuerdo entre los propios humanos a lo largo de la historia y por lo tanto perfectamente revisable a la luz de los cambios sociales y políticos de los colectivos es percibido por los creyentes como un sinsentido carente de la base fundamental que le proporciona su origen trascendente.
Pero es que además esa misma carencia coloca a los racionalistas en una especie de limbo del derecho al respeto a las ideas que tanto reclaman para sí los creyentes cuando son puestas en duda las suyas. El truco está en que establecen dos categorías de ideas: las religiosas (creencias) y las laicas (opiniones). Ambos mantienen opiniones, pero sólo los creyentes tienen creencias, que según su sistema taxonómico merecen más respeto que las otras, precisamente porque no se pueden sustentar con herramientas racionales como las demás ideas. Si los no-creyentes carecen de creencias religiosas no tienen por qué sentirse ofendidos por las suyas cuando ellos crean oportuno manifestarlas externamente. Sólo les queda respetar y ser tolerantes, con lo que colocan en un plano superior esas creencias religiosas sobre las meras opiniones que ambos comparten, invalidando de paso el derecho de los no creyentes a sentirse ofendidos por esas manifestaciones que chocan frontalmente con sus ideas (opiniones racionales) acerca del funcionamiento del mundo y de la índole deseable de las normas de convivencia entre los humanos. Es mucho más ofensivo para un creyente que se le afirmen una sola vez que Dios no existe, que para un no creyente las apabullantes muestras de su existencia que los creyentes se ven con derecho a proclamar permanentemente en todo el espacio público.