Con grande dolor de corazón he de contar cómo, maestro, a quien tantas ideas, clarificaciones (que no clarifinaciones) le debo, me acaba de pegar una puñalada trapera en todo el mismo centro de mi admiración. Y si no fuera porque los muchos años de beber en su fuente de sabiduría, ecuanimidad y bonhomía me dictan lo contrario sospecharía que por una vez ha actuado con verdadera mala fe. No en propinarme tal puñalada, sino en la que ha propinado previamente a la propia entraña de la justicia.
Tras el impecable minianálisis de la Transición, en el que deja traslucir la oportunidad de llamarla también Transacción o más exactamente Chantajización, se deja caer en su artículo de ayer en El País (¿El final de la cordura?), con una desabrida descalificación de los intentos de fijación de una tipificación exacta de la naturaleza de los crímenes cometidos por el franquismo y por supuesto la clarificación del alcance de los mismos que ha emprendido el juez Garzón. Y utiliza, desde mi humilde punto de vista, un arma de la que siempre le sentí como enemigo: la ceremonia de la confusión. Porque al contrario de lo que afirma con esa ironía tan suya que tanto le admiro pero que en esta ocasión me recuerda a la de mi profesor de FEN del Instituto, no se trata de pedir responsabilidades penales a los responsables (en sus tumbas) o sus herederos físicos (en sus propiedades), sino de fijar la naturaleza exacta del oprobioso régimen sufrido por este país a la luz de las legislaciones aplicables. Por pura higiene social.
No sé si, admirado maestro, comparte las miserables palabras del cada vez más obispado presidente de Gobierno acerca de que al franquismo ya lo ha juzgado la Historia. Zapatero sabe, y usted, maestro, también, que eso no es cierto. Que sin esos necesario pasos clarificantes (no clarifinantes, no me sea malo..., don Fernando) es imposible por ejemplo que a los autores de los libros de Historia que se estudian en los colegios de este país se le puedan exigir unos mínimos criterios de objetividad a la hora de abordar el tema del aplastamiento de la República Española y de los métodos utilizados para ello por las fuerzas reaccionarias desencadenantes de uno de los más horribles regímenes de la Europa occidental del siglo XX. Es como si en Alemania, si me permite la torpe y manida comparación, don Fernando, se hubiera impedido llegar hasta el fin en el conocimiento de la naturaleza y los crímenes del nazismo para evitar molestar a los nazis vivos o para no reavivar heridas nacionales, lógicamente no curadas. La propia razón democrática y justiciera reclaman que se neutralicen definitivamente las no por torpes menos peligrosas justificaciones que proporcionan las versiones interesadas y oficiales provinentes del propio franquismo de que los dos bandos tuvieron motivaciones éticas idénticas para luchar. El peligro de que acaben gozando de la misma credibilidad en los manuales de Historia que las objetivas debidas a los estudios más contrastados y serios fruto de investigaciones tanto académicas como judiciales es lo suficientemente grave como para alinearse positivamente con los intentos del juez Garzón para lograr una tipificación objetiva de la naturaleza de lo ocurrido en los aciagos días finales de la II República Española. Y desde luego la labor de desmontar las falacias educacionales de la Iglesia Católica en la que usted, querido maestro, siempre se empleó con tanta maña como razón, se toparían con muchos menos obstáculos que si se aclara el papel jugado por la misma y sus doctrinas en aquella terrible masacre.
Y es ahí donde me hubiera gustado verle debatir, don Fernando, en lo que yo considero la piedra angular sobre la que descansa, menos en su propio caso quiero pensar, la defensa de un supuestamente necesario corrimiento de velos en el conocimiento exacto y la tipificación nominal del franquismo: el papel jugado por la Iglesia Católica en el planeamiento, consecución y justificación de sus crímenes. Es precisamente la evidencia palmaria de esa responsabilidad la que hace que se venga sintiendo como genéricamente peligrosa esa clarificación, esa determinación de su exacta naturaleza. Muertos los genocidas originales y amnistiados sus epígonos esa clarificación se habría hecho una labor lógica si no pesara esa complicidad de la siniestra canalla clerical, cuyo peligro usted mismo convoca en su artículo, con los crímenes fascistas. No se trata, como dice usted don Fernando de desenterrar con los muertos de las cunetas la guerra civil (no es digno de usted, sino de los sapos de la COPE, ese argumento), ni de que una sentencia judicial dictamine que Franco fue un cabrón con almorranas, ni de discriminar entre los colaboradores del régimen a los que se mantuvieron fieles a los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional hasta el final y a los reconvertidos en rojos a la violeta cuando pintaron pardas, sino de evitar que se acabe instalando como normal la equiparación moral entre los criminales y las víctimas, que se pueda seguir justificando la permanencia en los rótulos de nuestras calles de asesinos en serie, que desalmados como el alcalde de Almería sigan meándose en la memoria de los fusilados colocando putas cruces bendecidas por pestilentes obispos sobre sus huesos, que el silencio cómplice de la falsa izquierda acabe diluyendo la verdad de tanto horror en la olla de la posmodernidad plastificadora. Nada más y nada menos que de eso. Porque aunque usted y yo lo tengamos claro, don Fernando, las nuevas generaciones pueden ser fácilmente engañadas por las falaces versiones de los portavoces de los clérigos.
¿Que pensaría si pudiera vivir lo suficiente como para ver que en los colegios de su Euskadi natal se acaba instalando en los textos de los libros de Historia, muchos años después del final de ETA, la versión de que la en la lucha de liberación nacional se hizo necesario (y justo) acosar, matar y expulsar a todos los individuos que no la aplaudieran?
Y A VER SI EL MUNDO ME DA UNA TREGUA Y ENCUENTRO TIEMPO PARA CONTAR A MIS AMIGOS MIS PERIPECIAS IRANÍES...