De las nueve personas que esperábamos en el cuerpo de campanas a que el motor de un montacargas arrancara a sonar de un momento a otro aquella fría mañana de marzo de 1971 tan sólo dos de ellas carecíamos de verdadera autoridad. Uno era el cámara del NODO. El otro yo mismo. La aparatosa estructura del artefacto elevador había tardado una semana entera en ser adosada a la pared norte de la torre y nadie parecía haber derrochado un ápice de dolor por ninguno de los agujeros que había sido necesario infligirle para asegurar la perfecta sujeción a su cuerpo. Una vez terminado el montaje se cerró el cajón con dos paneles de madera oscura en sus laterales de los que se colgaron por su parte interna sendos paños rojo siena bordados en grueso relieve con los escudos oficiales de España y de la ciudad de Córdoba. Para cerrar sus frentes se le instalaron dos puertas. Una interna, de fleje, metálica, que se abriría sólo por arriba y otra externa, corrediza, de grueso cristal blindado, que lo haría a nivel del suelo en la Puerta del Perdón y que permitiría a los exclusivos usuarios disfrutar de las vistas sobre la ciudad y la sierra mientras eran ascendidos. La base del cajón igualmente alfombrada de grueso paño rojo se nivelaba una vez arriba con el borde superior de la balaustrada a la que se había adosado una escalerilla forrada también del mismo material y que descendía hasta el piso del campanario. Desde allí rodeaba por ambos lados su cuerpo central hasta el escalón que daba acceso a la balaustrada sur de la que colgaba así mismo un paño más con el escudo imperial de la Victoria bordado en oro. El motor, completamente nuevo, lo había cedido un empresario de la construcción local que lo había adquirido ex profeso con el fin de rentabilizarlo doblemente: como señal de adhesión al Régimen en esta ocasión única y para usarlo posteriormente en sus propias obras para subir materiales. Pero no se le podía llamar montacargas, sino ascensor. Ante el descuido de un operario un inspector policial de los trabajos, oculto tras una máscara de manoletinas de espejo y bigotillo fino, lo había explicitado nítidamente en voz muy alta, para que todo el mundo lo comprendiese:
- El Caudillo no es una carga, que sea la última vez.
Porque el montacargas al que había que llamar ascensor estaba destinado a Él y sólo Él debía de estrenarlo. Las nueve personas que esperábamos allí arriba en el campanario de la torre de la Mezquita-Catedral de Córdoba habíamos tenido que subir andando por la estrecha y tortuosa escalera. El proceso de selección de los afortunados provocó una larga y cruenta lucha entre los aspirantes a quedar inmortalizados codeándose con el Generalísimo en aquellas alturas y en aquel momento histórico. El espacio era limitado y la seguridad de su Excelencia exigía el mínimo indispensable de asistentes. Incluso el alcalde de la ciudad había sido relegado A sus contenidas protestas ante el comité organizador protocolario se le argumentó que dado que Su Excelencia subiría con el Señor Obispo y con un escolta en el ascensor y contando con el otro que vigilaría arriba, su asistencia completaría el número de 13 personas en el lugar, cantidad a todas luces impensable por el proverbial respeto supersticioso que el Caudillo guardaba a ese número. Lo distinguí perfectamente allá abajo, en el Patio, rumiando su rencor entre las demás autoridades menores y la élite cultural oficial de la ciudad. Todos diminutos, perfectamente formados haciendo pasillo al camino principal, también alfombrado de rojo por el que Su Excelencia se acercaría a la Puerta de las Palmas tras bajar de la torre media hora más tarde.
Un escolta armado con un descomunal gualquitalqui cumplía su misión de vigilancia junto a la escalerilla del montacargas. El cámara del NODO se afanaba en los últimos ajustes del trípode que soportaba la enorme cámara cinematográfica que inmortalizaría el evento. Las verdaderas autoridades, formando un solo y compacto grupo, carcajeaban estentoreamente sus propias ocurrencias bajo las enormes campanas. Y yo luchaba denodadamente en mi propio rincón contra el nerviosismo que me iba atenazando progresivamente echando largas ojeadas al exterior unas veces y otras tratando de hacer sangre de humor con el estudio de las fachas y los arreos de sus uniformes militares caqui, blancos falangistas, rojos fajines unos y faldones de negros chaqués sobre grises pantalones de rayitas protocolarias otros. De sus cráneos planchados, calvas relucientes y voluminosas barrigas.
Pero la temida bola de fuego terminó por instalárseme en la boca del estómago y mi lengua por secarse hasta alcanzar la textura de la estopa, naturalmente descompensada por los líquidos corporales que se me escapaban por las manos que sudaban a chorros. Comprobé aliviado metiendo la mano en el bolsillo que el pañuelo estaba en su sitio para cuando fuera necesario secarla en el momento preciso del saludo protocolario, boqueé tratando de arrancarme algo de humedad del paladar y respiré profunda y rítmicamente para conjurar el inminente ataque de pánico. Más que la posibilidad de quedarme bloqueado cuando llegase la hora de cumplir con la misión por la que estaba allí me aterrorizaba el desbaratamiento del plan que había largamente amasado en la soledad de mi estudio. Mi amigo Flores, única persona a la que había puesto al corriente, casi consigue asustarme y convencerme de la insensatez de mi propósito. Pero al final fui yo el que lo acabé convenciendo a él de que merecía la pena correr el riesgo derivado del posible fracaso del plan ante la luminosa posibilidad de un triunfo. Al fin y al cabo todo este asunto había sido una locura desde el principio y sin embargo ahí estaba yo ahora mismo aguardando mostrar el fruto de mis titánicos esfuerzos a la voluntad que lo había consentido. Es verdad que los 17 millones de dólares que el rey saudí había puesto sobre la mesa de su Excelencia para el proyecto tras una visita al monumento en la que yo mismo le serví de guía y de providencial asesor, y su promesa de abastecernos con petróleo casi regalado durante décadas habían supuesto un imprescindible lubricante para convencerlo. Pero el trabajo base, la confección de una tupida red conspiratoria, la procura del ambiente propicio para ablandar su rocoso ánimo eran mérito exclusivo mío. Me había costado dos años recabar el apoyo de arquitectos con el suficiente prestigio, de historiadores del arte acreditados y sobre todo de las personas cercanas y con influencia en El Habitante de El Pardo. Y había sido decisiva la intervención del conde de la Bezoya que por influencias por mí manejadas consiguió deslizar suavemente en la oreja del Caudillo el huevo de mi proyecto y empollarlo con el calor de ilusión suficiente para conseguir su eclosión.
No menos arduo había sido el reto de neutralizar las poderosísimas presiones enemigas más cercanas. Las fuerzas contrarias, el poderoso Cabildo Catedralicio fundamentalmente habían luchado con uñas y dientes para hundirlo, amenazas de excomunión incluidas. Pero todas habían cesado fulminantemente con la orden de El Caudillo de llevarlo a cabo. A partir de ese momento la guerra se tornó sorda y la obediencia debida asecretó las presiones clericales para hacerme daño. Nunca dejaron de existir pero tuvieron que buscar retorcidos conductos ocultos para conseguirlo. Y algunos encontraron: llegaron a utilizar como munición el llanto desconsolado de mi beata madre. Pero en vano. Mi victoria estaba ahí abajo, bajo mi mirada en aquel preciso momento, en el enorme hueco que en el centro justo de la Mezquita daba fe por ausencia, flanqueado aún por las enormes grúas, de que ahí hubo durante cuatro siglos y hasta hace unas semanas una entera catedral católica que había sido cuidadosamente desmontada. Y eso no iba a ser todo. Su proyecto secreto que pensaba proponer al Caudillo hoy mismo por sorpresa, era pelar la torre, desenfundar el viejo alminar de Abderramán III y trasladar la estructura renacentista cristiana a hacer compañía a la catedral, que se estaba reconstruyendo minuciosamente unas manzanas más allá, en el solar trasero del palacio episcopal. Ello devolvería al entero monumento al prístino aspecto que tuvo cuando el rey castellano y sus huestes conquistaron la ciudad. Eso si los nervios no me gastaban una mala pasada.
No fueron el cultivo momentáneo del orgullo de mi triunfo ni el adobo de la esperanza del éxito de mi proyecto secreto los que consiguieron calmar mi desasosiego, sino la visión sorpresiva de los pelícanos. El cielo contenido en los arcos del campanario se tintó de repente de un ácido color violeta contra el que comenzó a avanzar, recortada nítidamente, una bandada de enormes pelícanos blancos. Movían moduladamente sus alas impulsando su extraño perfil de aves prehistóricas, avanzando con silenciosa lentitud por el aire congelado. Desaparecían por el lado izquierdo del campanario y volvían a aparecer por el derecho a los pocos segundos como piezas de un tiovivo o figuras de una lámpara mágica. La mansedumbre que imprimían a su vuelo me fue contagiando poco a poco el ánimo de manera que mi nerviosismo había desaparecido del todo cuando el gualquitalqui del escolta crepitó brevemente imponiendo un religioso silencio en los presentes. Una señal afirmativa de su cabeza seguido por el arranque del motor del ascensor provocó una reacción eléctrica en el grupo de autoridades que tomaron posiciones a lo largo de la pared derecha en riguroso orden jerárquico.
Los treinta segundos que tardó en subir el ascensor los pasé, absolutamente relajado, mirando los pelícanos. Sólo cuando por fin cesó el ronroneo del motor me acerqué al grupo, ocupando mi correspondiente último puesto.
La menuda cabeza de cernícalo de El Caudillo asomó tímidamente en cuanto el escolta recogió las puertas del ascensor. Sin moverla se le adivinaban los ojos tras las oscuras gafas barriendo el espacio de izquierda a derecha, como buscando algo o a alguien reconocible. Sólo cuando uno de los militares le dirigió desde abajo la palabra clave, Excelenciaaaa... fue saliendo del cajón con estudiada y muy torpe parsimonia. A pesar de su vistosa ancianidad nadie osó intentar ayudarle. Completamente vestido de blanco, con la pechera rebosante de gloriosa chatarra guerrera, su exiguo tamaño total contrastaba violentamente con el voluminoso vientre episcopal que le servía de fondo. Dio otro paso titubeante y comenzó a bajar lentamente los escalones para lanzarse de pronto a dar la mano a todos los presentes, como un autómata teledirigido. El señor Obispo le siguió descendiendo majestuosamente mientras se recogía la capa púrpura con una mano y mostraba ostensiblemente el anillo de la otra para que los enfilados lo fueran besando tras el saludo. Sus ojos despedían lanzas de fuego.
Cuando me tocó el turno el Excelentísimo Señor Ministro de Cultura me agarró del brazo y obligándome con un apretón a hacer una reverencia me presentó:
- Excelencia, el arquitecto Javier Monises, máximo responsable del proyecto, que explicará a su Excelencia los pormenores de las obras ya realizadas.
No conseguí ver sus ojos tras las gafas oscuras mientras me alargaba una mano fofa y fría que permaneció inerte al estrechársela pero me dio la impresión de que ni consiguió enterarse de lo que le habían dicho. Tenía los rasgos muy afilados y el labio inferior le colgaba tembloroso. Nadie hubiera pensado sólo contemplándolo el infinito poder que aquel ancianito desvalido acumulaba en esas temblorosas manos.
Cuando llegó a mi altura el Señor Obispo ni me miró. Me ofreció displicente el anillo y mientras lo besaba sentí su mano izquierda acercarse a mi costado, deslizarse rápidamente bajo mi chaqueta, atrapar un pellizco de carne y retorcerla como se retuerce un interruptor de la luz. El agudísimo dolor me cortó de cuajo la respiración y apreté los dientes automáticamente por efecto de la quemazón de los lacrimales pugnando por estallar e inundar de lágrimas mi cara. Una vez pasado el obispo tras soltar mi dolorido costado pude ver por mis húmedas ranuras oculares la risa contenida del escolta trasero que se había percibido del ataque y que me invitaba a continuar tras el prelado cabrón.
La pequeña procesión se puso en movimiento bajo la atenta mirada de la enorme cámara de cine y en menos de diez pasos había alcanzado la balaustrada sur de la torre. De nuevo la palabra mágica Excelenciaaaa sirvió de resorte para que El Caudillo subiese el escalón, se aferrara a la enguatada barandilla y se asomase al exterior. Una cerrada salva de aplausos subió directamente desde el patio como una nube de vapor asciende cuando se baldea el suelo de una calle cualquier mediodía de verano. La mano del anciano se alzó automática y comenzó a agitarse con un espasmo multiplicado, eléctrico efecto más que evidente del Parkinson que padecía. Los pelícanos seguían su imperturbable recorrido en redondo contra el cielo violeta y oro.
El Ministro volvió a agarrarme del brazo que yo mantenía pegado al dolor del pellizco y me instó a subirme al escalón a la izquierda del Caudillo, mientras a su derecha quedaba el Obispo que ahora sí, me fulminaba con una mirada de acero. Así que me dirigí con mi mejor tono envolvente al Señor de las Españas:
- Excelencia, tengo el honor de poder explicar a su Excelencia el estado general de las obras de purificación de la Mezquita –temblé de placer sintiendo cómo esa expresión hendía como un alfanje sarraceno las carnes del Señor Obispo- que su Excelencia ha tenido la amabilidad y el acierto de propiciar y que devolverán su prístino aspecto a uno de los monumentos más singulares y hermosos del mundo. La sala de columnas más bella que jamás un humano hubiera concebido, como acertadamente dijera un célebre historiador del Arte...
- Al grano.... -me cortó dubitativo el Caudillo con una algodonosa vocecilla.
- Monises, Excelencia, Javier Monises.
- Pues al grano, Monises.
- Bien, Excelencia, la complejidad del desmontaje de la estructura catedralicia nos ha hecho efectuarlo teniendo en cuenta un delicado juego de equilibrios para que ni siquiera un sillar supusiera el más mínimo peligro para el perfecto sistema de compensación de fuerzas con que el genial Hernán Ruiz lo concibió. Desde las tejas que cubren la cúpula hasta...
Y así fui explicando a Su Excelencia los trabajos en que llevábamos empleados desde hacía seis meses para extraer piedra a piedra la monumental catedral católica del centro de la Mezquita donde había sido incrustada por desatinado empeño de un orgulloso cabildo catedralicio del siglo XVI.
Sin entrar en demasiados problemas técnicos traté de conducir la explicación a la reconstrucción y reintegro del aspecto original posterior y el deseo de contar de nuevo con Su Excelencia para la inauguración de ambas, Mezquita y Catedral ya perfectamente separadas como dos siamesas que hubieran pasado por el quirófano.
El Generalísimo no parecía atender lo más mínimo, más pendiente de seguir con la mirada el vuelo de los pelícanos que de mis palabras. Así que no me extrañó que me cortara con la mano, volviera la cabeza hacia el Obispo y le preguntara:
- Y, Su Ilustrísima, ¿el Santísimo Sacramento ha sido correctamente trasladado?
- Correctamente, Excelencia, con todos los honores y bajo palio.
Y volviéndose a mí de nuevo El Caudillo me preguntó displicente:
- ¿Y existe algún peligro de que la Mezquita, una vez desmontada del todo la catedral se venga abajo como me ha indicado hace un momento su Ilustrísima?
- Imposible Excelencia. Se conservarán los potentes pilares renacentistas hasta que se reconstruyan las naves destruidas. Ni un imprevisible temblor de tierra podría dañarla. Al menos no más de lo que lo haría si no se hubiera hecho la obra.
- Bien, algo más que añadir...? –me preguntó volviendo ligeramente su cetrero perfil más hacia mí.
- Monises, Excelencia, arquitecto Monises. Pues si me permite Su Excelencia me gustaría comentar a su Excelencia la conveniencia de culminar la obra con la restitución a su estado original del alminar original del gran Califa Abderramán III, en cuya plataforma superior nos encontramos en este momento.
Una ardiente bocanada de cólera procedente del vozarrón del Obispo me alcanzó el rostro atravesando incluso el cráneo de El Caudillo:
- Monises, no estamos aquí para eso, ni es el momento ni a su Excelencia le interesan tus delirios destructivos. Ruego a Su Excelencia que le mande callar.
Pero Su Excelencia acababa de recibir una dosis de intriga suficiente como para necesitar despejarla.
- Déjelo que hable, deje Su Ilustrísima que me cuente.
Su temblorosa vocecilla se volvió más firme y adquirió un tono más seguro, entusiástico casi:
- A ver, ¿usted cree que eso sería posible? ¿Sacar el alminar moro? ¿Porque supongo que se tratará de un alminar moro como los que yo conocí en Tetuán...
- Mucho más hermoso que ninguno de los que Su Excelencia pudo nunca conocer. Y además fue el primero, Excelencia. Este alminar forrado por la torre en la que estamos fue el primero completamente cuadrado del Islam, el que sirvió de modelo para todos los demás que hoy se pueden encontrar en el norte de África. Podríamos considerarlo el padre de todos los alminares africanos. Sólo se trata de desmontar cuidadosamente los sillares que lo envuelven e ir descubriendo y restaurando la estructura original hasta dejarla completamente a la vista, libre, purificada de añadidos posteriores.
Con el rabillo del ojo veía al Obispo retorcerse y retorcer la capa, mostrando visibles gestos coléricos y ensayando imposibles marchas con cajas destempladas. Pero allí se quedaría hasta que yo terminara.
- Que se haga. Pero como se caiga la torre lo mando fusilar.
No me dio tiempo a sonreír ante la macabra ocurrencia de Su Excelencia porque el estruendo lo ocupó todo. Un estruendo ronco y bronco que llenó por dos minutos el espacio y el tiempo, la imaginación y la realidad. Del hueco central vacío de la Mezquita vimos salir una monstruosa nube de polvo que se elevaba hacia el cielo, pero que no impedía aún la visión de los tejados del templo quebrarse y hundirse consecutivamente siguiendo la carrefilera de las naves como si de un ejército de fichas de dominó se tratase.
El cielo se puso blanco y los pelícanos desaparecieron. Y sobre el mortal silencio que se hizo después sobre la ruina se alzó de pronto la voz del Generalísimo que con el tono exacto de los discursos de los documentales del NODO gritaba señalándome:
- Que-me-lo-lo-fu-siiii-len. Ma-ñaaa-na-al-a-ma-ne-ceeeer lo-quieee-ro fu-si-laaaado.
Los dos escoltas se acercaron como un rayo, transfigurados en soldados con morrión de plumas y casacas de trincheras y me atenazaron los brazos para llevarme hacia las escaleras. Así, conducido a la rastra, muerto de terror, pude ver aún la diminuta enfurecida, gesticulante figura de El Caudillo enmarcada por un voluminoso vientre episcopal agitado rítmicamente por unas carcajadas que dejaban entrever las podridas muelas de adicto a las delicias de obrador monjil de su Ilustrísima.
Cuando desperté el Caudillo ya no estaba allí.
Chapeau. Igual tendrías que cambiar tu pertinaz crítica por tu vertiente narrativa y echarnos a todos al paro. O mejor, simultanea las dos y aquí ya no hay quien trabaje.
ResponderEliminarFeliz año y un abrazo
No me desageres, amigo Eladio, que en esta ciudad hay mu buenas plumas. Las críticas no las puedo obviar porque están inscritas en mi ADN atrabiliario, aunque no creas que no trato de quitarme...
ResponderEliminarMe fundo en el mismo abrazo y te deseo también feliz año, o al menos con que sea mejor que el pasado...
No tengo palabras...Gran Visir Harazem.
ResponderEliminarCerdos ya tiene bastantes su novelucha, pero echo en falta el jamón.
Saludos desde Trévelez.
Vaya, buen comienzo para una novela. Animo, el 2011 la espera así es que vamos a por ella.
ResponderEliminarFelicidades para tí y el resto de los "leyentes". (a ver si me lo acepta la academia).
¡Leche!
ResponderEliminarManuel me sumo a los tres comentarios anteriores. Fíjate si me he introducido en la narrativa que me he preguntado ¿si yo he vivido allí debajo, bastantes años, cuándo montaron un ascensor en la torre? Hasta que me di cuenta.
Reitero lo de Eladio, aunque sea poco a poco, como las desintoxicaciones. Volveré a subir a la torre, unas cuantas veces más con Monises, para desmenuzar algunas frases, para digerirlas del todo. Mike ha dado también en el clavo, y trataré de empujarte en la misma dirección, sería un punto.
Una cuestión, la fecha de marzo del 71. Fernández Conde entrega la cuchara en enero del 1970. El 3 de julio del 1971 se traslada a Córdoba Cirarda, y toma posesión el 4 de diciembre de ese mismo año. Si las fechas son correctas, que no lo sé -pues hace falta estar registrado en la página de la diócesis para comprobarlo, y yo no lo estoy-, en marzo de 1971 la sede estaba vacante. Cambia la fecha antes de que entregue la cuchara Cirarda, y fue el disgusto lo que aceleró su partida, o ponla en diciembre y déjale el marrón a Fdez. Conde.
Enhorabuena y que se vaya preparando el facha aprovechado de Vargas Llosa para soltar el testigo.
No tengo palabras...
ResponderEliminarVaya panda de leyentes –te lo acepto yo si no lo hace la Academia, Blueberry, desageraos que me ha tocado en suerte. Yo creo que me distingo nítidamente de un escritor como un aficionado juntaletras que redacta bien y se expresa correctamente. Y, amigo Paco, Vargas Llosa me parece una mala persona, un tipo con mala entraña que sabiendo calla y debiendo callar ensucia la razón de la justicia con su miserable discurso, pero en este caso, y no se han dado muchos, el Nobel se ha merecido a alguien. Y hablo sólo de literatura.
ResponderEliminarEn cuanto a lo de las fechas, has descubierto mi truco. Lo que relato es una pesadilla. Verídica, como los chistes de Paco Gandía, y había un obispo de pesadilla, sin rostro conocido. Puse la fecha que puse por dos razones.
Una precisamente para no ponerle cara a ninguno de los obispos de esta ciudad, ni a don Manuel que me daba cachetitos en la cara siendo yo pequeño en el patio del obispado y a quien fui a ver tieso en su catafalco en unos días como estos, ni al necesario en aquel momento por “progre”, Cirarda que puso de los nervios a la carcunda caspofacha local.
El otro motivo tiene que ver con el hecho también verídico que propició esa pesadilla y que estoy en tren de relatar también. Espero no tardar demasiado en ofrecerlo.
Y por supuesto gracias a todos. Y Marta, ¡será por palabras...!
Impacientes esperamos la continuación, el desenlace, o la explicación (mejor la continuación). Pero, por favor, no te cures de la crítica.
ResponderEliminarLuego Manuel: "Está todo atado y bien atado..."
ResponderEliminarEspero con impaciencia el "propició".
Un abrazo.
Bueno, palabras hay tantas, pero hay que saber juntarlas. Después de leerte, pues casi que prefiero expresarme con música:
ResponderEliminarLissa Faker para Harazem
Lo que le digo a Paco siempre que te leo, que nos estamos perdiendo un gran novelista, lo tuyo no es normal.
ResponderEliminarQue el nuevo año te de mucha energía, para seguir elucubrando notas nuevas, para deleite de los que te seguimos.
Un chorro de energía positiva,para ti.
Muchas gracias, Conchi, por tu ánimo y el chorro de energía, pero sigo pensando que desageráis. En cuanto a lo de seguir, seguiré, claro.
ResponderEliminarY Marta muchas gracias también por tan sensual dedicatoria, ya sabes de mi afición por esas músicas y esas sensualidades.
Lo de "redactar bien" y "expresarse correctamente", pero no ser escritor, lo tengo yo muy dicho de mí mismo, en mi caso con razón; de manera que algo sé de lo que hablo. Quizás sea yo también un leyente despistado pero, sinceramente, me ha parecido un magnífico relato. No te lo digo sin cierto titubeo, dada nuestra escasa y más bien poco cordial relación; no sé cómo te va a sentar. Pero como, aunque suelo disfrutar mucho de cómo dices las cosas -no siempre, ya supondrás, de las cosas que dices- nunca he encontrado hueco para decírtelo, precisamente por temor de parecerte inoportuno e impertinente; y como, además, me ha hecho gracia que digas de ti mismo lo que tanto digo yo de mí, aprovecho que este post entra más tangencialmente en el campo de nuestras discrepancias para asomar un momentín y repetirlo: me ha parecido una historia cojonuda, cojonudamente contada. No creía que tuvieras también aptitudes narrativas.
ResponderEliminarSi tus "discrepantes" opinan así de elegantemente de ti, debes de pensar que los demás que te queremos bastante, no exageramos.
ResponderEliminarUn abrazo
Cordialidad viene, como bien sabes, Vanbrough, de cordis (= del corazón), y define la relación no familiar entre corazones que laten juntos, o sea que tienen afinidad afectiva porque siente el mundo de igual manera. Lo cual, como nos hemos demostrado en algunos casos, no nos ocurre a nosotros, agravado además por mi natural atrabiliario, mi enfermiza belicosidad y mi escasa paciencia, contrarias a su vez a las que tú muestras en reverso continuamente. Pero eso no quita, como has demostrado que pueda unirnos un reconocimiento intelectual, que yo aprecio normalmente más.
ResponderEliminarTampoco yo dejo constancia en tu casa cuando entro de las veces que me asombra tu capacidad razonadora y explicativa, aunque no esté, como tú conmigo, muchas veces nada de acuerdo con el fondo. Por lo que te agradezco doblemente la sinceridad.
En cuanto a lo de escribir bien, más cercano al pulso de un verdadero escritor, deberían nuestros amigos a los que gusta nuestro estilo visitar (también, no sea que nos dejen por él) a nuestro común amigo Miroslav, cuyos relatos que cada vez están más cerca de la auténtica textura literaria.
Gracias por tu respuesta, Manuel. Me tranquiliza saber que no te ha molestado mi intromisión y que, efectivamente, es posible y mutuo entre nosotros eso que bien llamas reconocimiento intelectual. Seguiremos discrepando, pues, y con virulencia cuando se tercie, pero me gusta saber que no por ello tendremos que perdernos la estima ni el respeto.
ResponderEliminarMiroslav, efectivamente, tiene una capacidad de narrador muy superior a la nuestra. Pero te aseguro que mi aprecio por tu relato es sincero. Quizás deberías explorar más ese camino...