Muchos de los estudiosos del fenómeno de la tendencia secular a la autodestrucción del patrimonio histórico-artístico común que acreditadamente hemos demostrado los cordobeses a lo largo de los siglos nos hemos preguntado cuántas veces en la historia moderna de la ciudad paladines de templado valor y conciencia cívica se han enfrentado a las múltiples cabezas de la terrible Cordobestia, el monstruo policéfalo con el poder de reencarnación en cada generación de cordobeses en los poderosos más feroces y con más poder para destruir la parcela patrimonial común que tenían a tiro de sus piquetas para aumentar su patrimonio particular o simplemente por estupidez nihilista. Así, hemos construido una capilla adoratoria en la que, aparte de elevar a conveniente peana a santos como Romero Barros, su hijo Enrique Romero, Santos Gener y Ana María Vincent, adorábamos en su altar mayor a la suprema figura del Corregidor don Luis de la Cerda, figura mítica y acreedor indiscutible de una de calibre casi divino. Sus méritos, reconocidos incluso por quienes, aquejados por el temor a la condenación eterna, deberían ningunearlo, como demuestra el dato de que cuente incluso con calle en la trasera del objeto de su pecado, la que corre al sur del muro de la qibla (con perdón) son de sobra conocidos: su heróico enfrentamiento con los terribles poderes del cabildo catedralicio que amenazaba con destruir la parte central de la Mezquita de Córdoba para construir una catedral de corte moderno y olé en su centro. Como al final ocurrió. Porque estaba escrito en su destino que firma en esta capturada ciudad siempre y fatalmente la sarmentosa mano de la Cordobestia.
La historia es bien conocida y además le dediqué amplio reportaje hace tiempo. Dos titanes luchando armados de sus terribles poderes en la Torre de Orthanc/Mezquita: Gandalf/de la Cerda y Saruman/Obispo Manrique, uno con su espada de condenar a muerte, el otro con la de excomulgar. Uno defendiendo la integridad y los valores patrimoniales del fabuloso edificio histórico, bien público heredado por los cordobeses, el otro haciendo gala de dominio para destruirlo parcialmente para sus fines de representación del Poder Episcopal. O eso habíamos creído hasta ahora. Porque recientemente he encontrado un estudio, no sospechoso de contaminación clerical, que ha sembrado serias dudas en mi atribulado ánimo sobre los verdaderos motivos que llevaron al enorme corregidor a enfrentarse con la monstrua clericalla. Veamos lo que dice el investigador Antonio Urquízar Herrera, especialista en el Renacimiento cordobés, sobre el asunto:
Tradicionalmente se ha interpretado este asunto pretendiendo que la oposición municipal a las obras partía de una estimación arqueológica de la mezquita, refrendada posteriormente por un indocumentado arrepentimiento de Carlos V tras supuesta visita de 1527 al edificio (que ni está documentada ni la anécdota aparece recogida por ninguna fuente antes del siglo XVII). Pero es mucho más probable que la resistencia de los caballeros veinticuatro a la modificación del espacio se debiese al temor a perder los privilegios y los enterramientos que sus familias habían adquirido en él. En principio, la obra sólo afectó directamente a las sepulturas que se encontraban en el centro de la catedral, que hubieron de trasladarse. Aunque finalmente y como indicamos antes se produjo un cambio en la jerarquía espacial del edificio del que se beneficiaron especialmente los canónigos y racioneros que levantaron sus capillas funerarias en los muros de la nueva capilla mayor y en el levante de la catedral. Antonio Urquízar Herrera “El Renacimiento en la periferia”. Córdoba, Universidad de Córdoba, 2001. (Pag. 194)
Así, que lo que el profesor Urquízar viene a decirnos es que esa idea que llegamos amorosamente a acunar de que hubo una generación de paisanos que pelearon duro hasta jugarse el tipo y la condenación eterna por preservar el patrimonio común de la vesania de la Cordobestia, por impedir que el aspecto original del principal monumento y símbolo de la ciudad quedara gravemente mutilado, fue una quimera. Que como a la casi totalidad de los cordobeses de todas, absolutamente todas las épocas, esa preservación se la refanfinfló ampliamente. Que los verdaderos motivos por los que se levantaron heróicamente para impedir que los curas incrustaran un monstruoso escarabajo de jorobas y arbotantes rompiendo la prístina uniformidad de las naves de la Mezquita fue la preservación de sus propios privilegios que como casta nobiliaria gozaban en el reparto de pudrideros familiares. Los mismos que aún mantienen en perfecto estado de uso. Y de los que el cabildo municipal y el corregidor eran valedores, como representantes exclusivos de la nobleza de sangre que siempre gobernó la ciudad.
Desde luego en esta siudá no ganamos pa sustos...
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