jueves, 23 de marzo de 2006

Mis entrañables berrinches

Conforme voy cumpliendo años voy descubriendo en mí tendencias y actitudes que normalmente se suelen asociar a las intemperancias de la edad, de la edad avanzada, claro está. Trato conscientemente de no convertirme en eso que se llama un viejo berrinchoso (aún estoy lejos de poder ser considerado lo primero, aunque no estoy muy seguro de que no merezca ya lo segundo), pero desde luego el mundo no pone nada de su parte para facilitármelo. El mundo y sobre todo sus componentes. Los humanos principalmente. Pero si la tendencia al berrinche está plenamente justificada cuando su causa recae en la inmoralidad y vesania generalizada de los gobernantes del mundo, en la indestructible estupidez interesada de las diversas marcas de sacerdotes, en la codicia sin medida de las empresas multinacionales, empieza a apuntar claramente a retorcidas variantes de la paranoia si los motivos se multiplican descendiendo vertiginosamente a los más variados eventos de la cotidianidad. Pero es entonces cuando mis sistemas de autodefensa psíquicos hacen saltar los resortes de las compuertas que permiten a mi cerebro armarse de razón, inundarse de agravios a la bondad y a la belleza. Y de razón cargado no percibe otra cosa que miles de individuos que desde sus pequeños pedestales de poder se dedican entusiásticamente a enmierdar aún más lo que enmierdado ya está por culpa de los más poderosos, sin perder ni un segundo de su existencia en considerar la posibilidad de contribuir a lo contrario, a hacer más habitable, justo y hermoso el entorno en que se mueven, ellos y sus contemporáneos y convecinos.

Pero el grano es el siguiente. Resulta que yo vivo en Córdoba, ciudad que como muchas otras con un importante pasado a sus espaldas conserva, aparte de los monumentos más vistosos, los museos y la historia escrita en los libros, una infinidad de detalles que evocan continuamente, de una manera delicada y deliciosa, a los que en ella vivieron anteriormente, aquellos otros hombres y mujeres que dejaron sus huellas y cuidaron de conservarlas para nosotros, para nuestro deleite y nuestra instrucción, para que los recordáramos y consintiéramos en hacerlas parte de nuestra vida como los ojos de nuestra madre, la voz de nuestros hermanos o la piel de nuestro primer amor.

A mí me gustan especialmente los rótulos antiguos de las calles. Todas las calles del casco antiguo de Córdoba conservan un azulejo rotulado con su nombre secular (a veces el original y a veces unas cuidadas copias), la mayoría de las veces distinto al actual, y siempre, siempre, mucho más hermoso. La manía de cambiar los antiguos y sonoros nombres de las calles por los de oscuros personajes de más que dudosos, y afortunadamente más que olvidados, méritos, es una de las poquísimas aportaciones negativas de la Ilustración a la Humanidad. Pero esa es otra historia. El caso, como iba diciendo es que me gustan los antiguos rótulos de las calles y los disfruto cada día cuando paso o paseo por ellas. Que me alegra de que los turistas los gocen también, como es fácil comprobar observándolos. En definitiva que me hacen sentirme bien, arropado constantemente por el recuerdo de su pasado y por la belleza de sus caracteres.

Por eso me siento estafado, abocado al estado permanente de berrinche y agarrotado cruelmente por las esposas de la impotencia cada vez que alguno de esos estúpidos seres que contribuyen al emporcamiento ético y estético del mundo a pequeña escala hacen una de las suyas y me escamotea sin razón alguna alguno de mis disfrutes preferidos.

En una de mis esquinas más concurridas existe uno de estos rótulos antiguos que nos informa de que esa calle respondía antaño al hermosísimo nombre de Calle de la Ceniza, hoy, por mor de antiguo desaguisado, de Fernando Colón. Durante siglos, el precioso rótulo cuarteado y de preciosas letras azulencas ha lucido en la esquina de dicha calle con Maese Luis no sólo sin molestar a nadie sino cumpliendo disciplinada y discretamente su misión de información y embellecimiento de la dicha esquina. Eso hasta que un perfecto funcionario municipal ha decidido colocarle delante una señal de tráfico que impide su visión. El caso es que la, probablemente, necesaria señal (mientras no se lleve a cabo la necesaria peatonalización del perímetro urbano protegido por la UNESCO), podría haberse colocado un poco más abajo o haber sido desplazada a la derecha o a la izquierda del rótulo. Pero no. Lo más marrano es colocarla justo delante. Para que no se vea. Para hacer las cosas mal y sobre todo para joderme a mí la existencia. Y yo me pregunto: ¿habrá sido fruto de un lamentable error? ¿cosa del operario paleta de la gorra amarilla al que le fue encomendada la delicada misión de hincar la jodida señal en la dura acera o responsabilidad directa del funcionario urbanista encargado de elegir el lugar exacto donde el bueno del paleta habría de colocarla. ¿Supervisó in situ la operación? ¿Posteriormente? ¿Por control remoto? ¿Se dio cuenta del desaguisado? ¿Disimuló? ¿Se alegró de haberme jodido a mí y a otra mucha gente de alma cultivada? En todo caso, seguro que en el Excelentísimo Ayuntamiento existe un despacho debidamente acondicionado donde un ser con todos sus herramientas de pensar en perfecto estado de revista puede reclamarse responsable directo del hecho. ¿Urbanista, técnico de tráfico, administrativo de plantilla, por promoción interna? O tal vez uno de esos cargos posmodernos tan de moda en la administración en los últimos años: Técnico Distribuidor de Mobiliario Urbano y Señalización Viaria, por ejemplo. Y me asalta la imperiosa necesidad de conocerlo, de reconocer unas líneas en su cara, de poder mirarlo a los ojos y ver qué seres abisales encuentro nadando en ellos.

El caso es que yo trato de imaginarlo como una persona normal, con su hipoteca, su señora, sus niños, su carné de identidad, su perrito lanudo del que recoge higiénicamente las cacas del acerado público, aficionado al salmorejo o a los caracoles con comino, lector tal vez de El Código da Vinci o seguidor de algún apijotado tenista catalán, veraneante en Fuengirola o en remota casita de campo rodeada de pinos... Pero sólo consigo verlo como el capullo que ha colocado la jodida señal de tráfico delante de mi rótulo favorito. El tipo que, producto directo del berrinche subsiguiente, me ha matado al menos 45.000 valiosos hepatocitos, ahogándolos en mi propia bilis. El pelado robagallinas cultural al que deberían degradar a limpiador de alcantarillas sin derecho a bocata de media mañana hasta el fin de sus días, el...., el..... (¡la pastilla, la pastilla....! ¡ aaah, gracias!)

¿Y sabéis que os digo?¡Que ojalá nos eliminen de la candidatura de Córdoba Capital Cultural del Hemisferio Norte por su culpa!

1 comentario:

  1. Que bueno que tenga esa capacidad.El común de la gente,solamente lee las instricciones que vienen de los ejnvases de Shampoo.

    ResponderEliminar