domingo, 27 de enero de 2008

BENARÉS (VARANASI)

Es curioso que Varanasi, la capital espiritual de la India, no posea ningún monumento asombroso, en un país donde los monumentos suelen serlo sobremanera.. Me refiero a palacios, templos medievales, tumbas faraónicas o mezquitas deslumbrantes como existen en muchas otras ciudades del subcontinente. Pero Varanasi tiene el río, la gran corriente espiritual de la India en cuyas orillas puede asistirse diariamente a uno de los prodigios visuales más impactantes del mundo. A lo largo de más de 5 kmts. Se suceden los ghats, las escalinatas que llevan directamente de las mugrientas (la eterna mugre de la India, de la que hablaba Octavio Paz) calles a las putrefactas aguas del río. Todos los detritus de la ciudad van al río sagrado, los físicos y los espirituales ya que a él acuden a bañarse cada día cientos de miles de personas que buscan algún tipo de purificación. No voy a entrar a describir el espectáculo humano de las abluciones matutinas. Las hay a miles. A mí particularmente lo que más me fascina es el lienzo urbano que puede contemplarse recorriendo en una lenta barca los gats de una punta a otra. Desde de la fantasmagórica mezquita de Aurangzeb, mucho más impresionante como silueta contra el cielo cuajado de pájaros que vista de cerca, los dorados palacetes que se construían los rajás para cubrir sus peregrinaciones y que hoy se desmoronan lentamente, los cónicos templetes semihundidos, las aterrazadas casas particulares decoradas con dioses azules armados de tridentes, las rayadas fachadas de los gimnasios... Ese fue nuestro sacrificio cotidiano madrugador cada día de los cuatro que permanecimos en la ciudad. Recorrerla en barca de punta a punta y llenarnos los ojos con una de los más hermosos paisajes urbanos del mundo.




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Tras la alucinante fachada un dédalo de callejuelas empedradas de mierdas de vaca en las que éstas son las reinas absolutas junto con las motos que a toda velocidad y sin dejar de tocar el claxon acaparan todas las prioridades de paso. En las calles más cercanas al río se imponen las tiendas de parafernalia religiosa, que surten a los miles de peregrinos que a lo largo de todo el año recibe la ciudad. Las hiperkitsches estampas de las deidades del inacabable panteón indio cubren paredes enteras junto a las jarras de latón dorado que sirven para las abluciones rituales y los imprescindibles palitos de incienso.




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El centro interior de la ciudad antigua es la encrucijada de Godowlia, un lugar permanentemente atascado por motorickshows, ciclorickshows, bicicletas, motos y miles de peatones, en una inverosímil cocción de caos y ruido, presidido por un podio de policía invariablemente ocupado por un bovino que rumía su karma a la sombra del quitasol. Colocarse en una de las cuatro esquinas (a ser posible un poco en alto) y contemplar durante un rato el espectáculo que se despliega continuamente, como una especie de película infinita, es una de esas experiencias impagables e irrepetibles que justifican cualquier viaje. Cuatro calles rectas y anchas se unen en este punto. En la que se dirige hacia el oeste se levanta la blanca mole de la muy deteriorada iglesia de Saint Thomas. La que se dirige al este recibe el nombre del ghat al que conduce, que no es otro que el principal, el corazón de la Varanasi del Ganges, el ghat Dasashawmedh. En la que conduce hacia el sur, a unos 50 mts a la izquierda se encuentra la librería Indica Book, que pertenece al español Álvaro Enterría. La calle, de unos dos kmts. corre paralela al Ganges hasta el último ghat, el Assi, del que recibe el nombre, Assi Road, y donde también existe otra sucursal de la misma librería. En otra entrada hablaré de nuestro breve encuentro con Álvaro, de la librería, de su imprescindible libro La India por dentro y de sus traducciones de cuentos indios. En la calle que corre hacia el norte, otros 50 mts a la derecha, a través de una portada de estilo neomogol y bien indicado en la puerta se accede a un patio, con un precioso templo de estilo dravídico y en unas condiciones de conservación que hablan tal vez de su reciente construcción, está instalado el Phulwari Restaurant & Sami Cafe. Dada la escasez de lugares tranquilos donde descansar unos minutos de la vorágine callejera, este pequeño remanso de paz supone un hallazgo de incalculable valor. Disfrutar a media mañana de una soda helada a la sombra de los árboles leyendo el Times of India o siguiendo los esfuerzos de los camareros armados de tirachinas cargados con una terrible munición de bolas de bronce por mantener a los monos a raya en las terrazas superiores, es un placer que sólo se disfruta intensamente si se viene del infierno. Por lo demás, la comida no está nada mal, la india por supuesto, porque la otra ni la probé, pizzas, spaguettis y comida árabe para israelíes (falafel, muttabal, hummus y pan de pita). Mucho mejor se come en alguno de los restaurantes vegetarianos de Dasashawmedh Road, sobre todo en el Keshari, en el que sirven unos gloriosos thalis por 1’50 €. De cerveza, por supuesto, ni hablar. En la zona antigua de la ciudad santa es más difícil tomarse una birra que encontrar un bareto en la Meca. Bueno, no tanto. Al final, nuestro afán por pecar en los lugares más santos localizó una magnífica excepción. El restaurante Dolphin en una terraza sobre el Ghat Manmandir, contiguo al Dasashawmedh. Un lugar hiperturístico, especializado en grupos organizados, pero con unas vistas magníficas. No menos magníficas eran las vistas del hotel donde paramos, el Alka (850 rupias la doble con A/C), desde cuya terraza y por la noche, el ghat de Dasashawmedh parecía engañosamente un puertecito italiano.



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En el Phulwari conocimos a unos chicos que andaban rodando una película. Un proyecto muy interesante en el que habían volcado mucha ilusión, y por lo que pude colegir de sus conversaciones, bastante sabiduría. Pensaban, cómo no, entrevistarse al día siguiente con Álvaro Enterría y mantuvimos una conversación muy interesante acerca del tema más polémico de su libro, las castas y, sobre todo de la influencia en la política del nacionalismo hindú. Les recomendé a Arundathi Roy, pero ya llevaban en su zurrón alguna cosa de la activista escritora. También cenamos otra noche con una chica que conocimos en el hotel y que acababa de llegar de haber estado 6 meses de cooperante en la Fundación Vicente Ferrer. A pesar de que su experiencia había sido positiva, criticó acremente algunos aspectos que encontró incoherentes en la organización . Dos veladas francamente fructíferas.


Justo enfrente del Phulwari tiene instalado su chiringuito de dentista un tipo increible. Será el protagonista de la próxima entrega de Benarés, que prometo será prontísimo.




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Cien metros más allá del ghat Mir, donde se sitúa el hotel Alka, se encuentra el ghat que más fascina y desata el morbo de los occidentales, el de las cremaciones, el Manikarnika. Y realmente es un lugar que imanta la mirada, con sus cerros de cenizas humeantes, los montones de platillas doradas con que recubren los cadáveres antes de quemarlos, de manera que parecen enormes chocolatinas, los apilamientos de troncos regulares, la invisible pero tenaz presencia de la carne hendida por las llamas... En las barcas cargadas de turistas se produce un enervamiento general que se contagia a los disparadores de las cámaras fotográficas, a pesar de que los guías les advierten que no está permitido fotografiar las cremaciones. Pero a los protagonistas, vivos o muertos no parece importarle. Como no parece importarles tampoco a los ciudadanos que se lavan el cuerpo, los dientes, que se enjabonan la cabeza, que rezan o que simplemente descansan en el río que las obscenas cámaras de los turistas que pasan por cientos en una barca tras otra violen su intimidad mil veces al día.




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