La interpretación favorita de esa unanimidad futbolera entre los más lejanos rincones del planeta y los más cercanos y de ellos entre sí encuentra en la babosidad hermanadora su más logrado acierto. La cara amable de la globalización sería ese ecuménico encuentro espiritual de todos los pueblos y culturas en torno al esférico totem balompédico. Siempre será mejor que nos unan cosas que no que nos separen. Sobre todo si esas cosas son productos de consumo perfectamente elaborados y envueltos en los colores de los equipos-multinacionales multimillonarios de las principales ciudades ricas de occidente. Una sofisticada forma de colonialismo consumista a la vez que una estupefaciente distracción de los problemas reales y de sus causas que agobian a la mayoría de los habitantes de la miserable periferia de occidente. Ramón de España, en su imprescindible libro El odio, considera que toda sociedad se divide entre aquellos que aman el fútbol y aquellos que lo odian. Como estos últimos son una minoría, los primeros imponen la ley, convirtiendo lo que era, insisto, una inofensiva práctica deportiva en una pesadilla insoportable. Yo, como el mismo Ramón cuenta en su libro que le ocurrió a él, también sufrí de pequeño el apartheid moral en el que me sumieron mis contemporáneos infantes (y no infantes) ante mi resistencia numantina a considerar divertido un espectáculo tan asnal como el balompié. Aunque he de decir que muchas veces participé en polvorientos partidos infantiles como forma de juego necesaria, el fútbol como espectáculo en vivo o en la ubicua televisión siempre me pareció de un aburrimiento mortal. En vista de lo extravagante de mi gusto no tengo más remedio que reconocer que son los millones de aficionados los que tienen razón frente a mi estrafalaria y minoritaria pretensión de comprensión. Ni siquiera tengo derecho (no me lo permitiría mi ética dialógica, ni mi buen gusto) a utilizar el recurso fácil de considerar cargadas de buen gusto a las millones de moscas que en el mundo existen por su golosa afición a la mierda. No, no haré tal cosa. Ni siquiera por venganza. Porque eso es lo que siento desde mi más tierna infancia: deseos de venganza. Ya sé que es un sentimiento poco loable, pero la persistencia de mi sufrimiento me ciega la razón cuando pienso en la cantidad de bilis que mi cuerpo ha sido obligado a generar por culpa del deporte rey desde épocas excesivamente tempranas. A la sensación de raritidad (de rarito) a que me indujeron se suman las molestias puramente físicas a que fui sometido. En este país han cambiado muchas cosas. La mayoría para bien. Han cambiado muchos hábitos de consumo, el look general, los niveles de tolerancia, etc, pero hay una cosa que sigue mineralmente inalterable en su fondo y en su forma, en su desconcertante capacidad de subyugar a las sucesivas camadas de forofos de generación en generación a lo largo de varias décadas y de espeluznarme a mí y, tengo constancia, a algunos como yo, en su espantosa estulticia expresiva: El Carrusel Deportivo. (continuará)
2. Qué buenos estos comentarios, la verdad es que son muy necesarios, van a la contra de la mayoría, la riada futbolera, es decir, idiotizada. Recuerdo que en el colegio había una panda de malos estudiantes que se ilusionaban únicamente con una "liguilla" de fútbol, y yo era tan malo que me ponía, lo típico, de portero. Si te negabas, casi que iban a por tí. Recuerdo que escuchaba el famoso Carrusel Deportivo, en aquelas tardes grises de domingo. Ahora hay más glamour, pero como bien dices, sigue la misma murga de fondo.
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