sábado, 11 de junio de 2005

Fin del Congreso de Córdoba

Que sí, que ya lo sé, que me estoy poniendo muy pesado con el tema del Congreso, que acabaré aburriendo a la ya de por sí escasa clientela... pero... es mi condición... y mi tema favorito. Y ya es lo último. Se terminó. Por fin. No tendré que ir a trabajar soportando cada mañana que me asalten sirenas inesperadas de policías inesperados que priorizan el paso de los peces gordos que asisten al Congreso...

Lo más admirable en las disputadas conclusiones del Congreso de Antisemitismo y Otras Formas de Intolerancia de Córdoba ha sido que el alcance de un consenso entre las fuerzas participantes ha supuesto también en sí mismo un derroche de materialización del propio concepto que trata de fomentar: la tolerancia. Según leo en la prensa [(1) y (2)] que se ha hecho eco del evento, el Centro Simon Wiesenthal instó vehementemente a mantener separada la lucha contra el antisemitismo de las medidas contra otras formas de intolerancia. Tolerante y solidaria petición donde las haya. Por su parte, el asesor de la Comisión de Musulmanes Británicos, Abduljalil Sajid, pidió que se incluyera la lucha contra la islamofobia en el texto final. Otros grupos, sin especificar su deducible adscripción, han solicitado la inclusión de la lucha contra la discriminación de los cristianos en determinados países.

Tempus non fugit. Al final siempre son los ventrílocuos de la divinidad los que anudan los vientos de la vela. Los representantes religiosos que han pedido tolerancia en el Congreso de Córdoba son los mismos que nunca la aplican respecto a los laicos. Cuando cada una de ellos reclama tolerancia para su credo sólo se refieren a que se les tolere cuando son minoría religiosa en medio de sociedades de otra religión mayoritaria o cuando solicitan privilegios en sociedades que han conseguido secularizar sus estructuras. En el 90% de los casos las discriminaciones provienen de perspectivas religiosas, es decir que casi todas las formas de discriminación e intolerancia son generadas, y expandidas desde allí por todo el cuerpo social, en la víscera que genera los humores religiosos. Las religiones son naturalmente intolerantes entre sí porque la Verdad que venden, por su carácter de Absoluta, no es divisible ni compartible. Está comprobado que un pueblo se vuelve más tolerante cuanto más poso sagrado vaya perdiendo en su idiosincrasia. No conozco ni una sola sociedad no secularizada totalmente (en el fondo ninguna lo es) que mantenga esa misma tolerancia que exige para sí misma para con los que la miran con los ojos exclusivos de la razón. Ninguna estructura de poder que obligue a sus sociedades excesivamente sacralizadas a que mantengan una tolerancia activa respecto a los que no practican ninguna religión. Que consideren en igualdad de condiciones a quienes se han liberado, por propia voluntad y siguiendo la senda de su propio raciocinio, de las ataduras de la fe en entidades mágicas más o menos sofisticadas. Las sociedades musulmanas son el paradigma de lo que estoy diciendo, pero no las únicas.

¿Es que a nadie, ni siquiera a los representantes de las instancias más seculares, caso, por ejemplo de nuestro ministro Moratinos, se le ha ocurrido solicitar que los creyentes dejen de discriminar constantemente a los no creyentes, en su doble vertiente de agnósticos y ateos? Es que su misión diplomática le hace renunciar a la defensa de sus derechos personales como, según todos los indicios, no creyente. Y lo que es peor, a los derechos de buena parte de sus votantes que se consideran libres, como él, de obediencias trascendentes? El caso es que está social y políticamente aceptado que no es de rigor reivindicar semejantes cosas porque el victimismo sigue siendo patrimonio de los que necesitan ser dirigidos, de los que necesitan el cemento instintivo del olor del establo para sentirse vivos, para eludir sus responsabilidades como individuos sociales ante sus semejantes y ante ellos mismos. Eso después (y ahora, cuando pueden) de haber perseguido, durante siglos, sin tregua y con sañas aún más sofisticadas de las que han sido descritas en este Congreso, a los libres de pensamiento.

Pero las pruebas de esta discriminación, de esta persecución, son muchas, unas sibilinas y otras claras y distintas. El delegado musulmán podría haber exigido, por ejemplo, que en las hipersacralizadas sociedades musulmanas se aboliera la condena social y más comúnmente penal a los ateos y sobre todo a la apostasía, considerada en el 90% de los países musulmanes, delito. Los reivindicadores del derecho al velado de sus mujeres deberían extenderlo al desvelado mental de las mismas cuando ellas lo exigieran. No sólo los cristianos están perseguido en Arabia Saudí, aún más lo están los descreídos. Mucho más.

En las sociedades occidentales aparentemente secularizadas también existe una discriminación más matizada, pero no por ello menos efectiva. A alguien se le podría ocurrir exigir al gobierno de los EE.UU que hiciera una campaña, del mismo calibre que las que hace para luchar contra la discriminación de los negros, para convencer a los adocenados votantes de aquel gran país de que un ateo también podría llegar a ser un buen presidente. Y en esta España tan supuestamente laicizada me gustaría saber qué ocurriría si el príncipe o el rey salieran de un supuesto armario ideológico y declararan ser ateos y contrarios a que sus bodorrios y demás montajes propagandísticos los gestionara la Entidad Vaticana. O sea, por lo civil, como la Razón manda.

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