Una inmoralidad no procesada
Rafael Sánchez Ferlosio, en su sabrosísimo tratado de análisis económico de la modernidad Non olet (1) considera como la causa principal del portentoso triunfo del capitalismo actual la perversión de fondo que supuso la inversión de la índole de la relación entre los dos polos fundamentales de la actividad económica: el consumo y la producción. Siendo el consumo la función que demanda la satisfacción de las reales necesidades o carencias de cada ser humano y la producción el órgano que ha de proveer los medios para satisfacerlas, en un momento determinado de la Historia Económica que el propio Ferlosio data puntualmente a mediados de los años 20, tal relación fue meditadamente invertida de manera que la producción pasara de ser la servidora de las necesidades a ser la dueña del tiro de arrastre, a ser ella misma la que arrastrara al polo del consumo a crecer desenfrenadamente para alimentar sus propias necesidades de crecimiento y beneficio. La publicidad se inventó consecuentemente como un medio de obtención de la materia prima con la que nutrir la nueva correlación de las fuerzas productivas: los consumidores. Así, junto a las industrias creadoras de productos hubo que crear otras industrias productoras de consumidores de esos productos que alimentaran la insaciable maquinaria de obtención de beneficios del capitalismo avanzado y que con el tiempo han llegado a adquirir una importancia capital, casi superior a la de las propias industrias de productos a las que alimentan. Puede decirse que la publicidad nace de una perversión del sistema racional de interrelación social y económica entre los humanos. Se basa en la creación de una mentira, en la falsificación de necesidades o en la sustitución de unas por otras con el fin de crear una insatisfacción generalizada que induzca al consumo con el único fin de generar beneficios a unos seres humanos a costa de otros.
En el sistema de valores comúnmente aceptado por las sociedades capitalistas avanzadas este hecho no deja de ser sistemáticamente obviado, cuando no directamente presentado cínicamente como un factor de progreso y de beneficio social. La publicidad forma parte de nuestras vidas de una manera ya totalmente natural y su carácter de perversión se diluye permanentemente en todas y cada unas de las facetas que componen nuestra existencia de seres sociales e individuales. El hecho de que se nos traten de vender unos productos que pierden en el propio hecho de ser vendidos de esa manera su estricto carácter utilitario y pasen a convertirse en puros productos de consumo, cargados simbólicamente de otros valores ajenos a esa utilidad del producto en sí, forma parte ya de la civilización contemporánea. El hecho de que unos trabajadores sean remunerados por prestar sus cuerpos, sus palabras y sus dotes de actuación para convencernos de las excelencias de unos productos en los que ellos no tienen por qué creer es algo perfectamente aceptado por una mayoría absoluta y aplastante de los humanos que viven en sociedad. Al fin y al cabo sólo venden su fuerza de trabajo como empleados de la industria de fabricación de consumidores que tan imprescindible ha llegado a ser para el buen funcionamiento de la nueva economía. Producen consumidores como otros producen tornillos o aceite de oliva.
Pero hubo una línea de conducta en ese status quo de la actividad publicitaria que se mantuvo durante muchos años perfectamente nítida e intraspasada, respetada por un consenso ético y estético de una perfecta transparencia racional. Me refiero a la venta como reclamo publicitario del prestigio personal de los individuos que por diversos factores de sus biografías o merecimientos están en situación de hacerlo. El hecho de que personajes que han adquirido un prestigio, una respetabilidad o una popularidad, conscientes del poder de fascinación que en las masas provocan sus figuras, sean capaces de vender esos valores para promocionar la compra de productos de consumo, y convertirlos así en productos prestigiados simplemente por su recomendación gratuita o el falso testimonio de su bondad, colma los límites de toda decencia al romper las normas básicas racionales que sustentan la imprescindible fiabilidad de los contenidos comunicativos entre los seres humanos. No es ya sólo comunicación convencionalmente engañosa como la publicidad normal, sino convertida ya en puramente dolosa, una estafa que sólo puede justificarse, como frecuentemente se hace, mediante viscosas maniobras argumentales. Durante muchos años, desde la irrupción de la sociedad del espectáculo en la que vivimos y el capitalismo basado en la imparable producción de consumidores, los artistas y famosos habían mantenido unánimemente el tipo frente a las seductoras tentaciones de la industria publicitaria. Ningún actor o actriz del Hollywood clásico o deportista de élite habría jamás descendido a la ignominia de recomendar a sus admiradores el uso de cualquier jabón o perfume y no digamos ya alguna crema antihemorroides. El respeto al público y a sí mismos prevalecía sobre cualquier otra consideración más o menos económica.
Pero desde hace unos años la arribada, como maloliente marea negra, de una ética posmoderna y relativista, los potentísimos cantos de sirena de la industria publicitaria acompañados por las melodiosas notas del tintineo del oro, los poderosos arietes de los disparatados precios que han alcanzado los ofrecimientos por la pérdida de sus vergüenzas han acabado derribando todos los portones éticos y estéticos que mantenía a resguardo la virtud de los que pueden ofrecer prestigio vicario a cualquier producto de consumo por prosaico o inmerecido que sea. Y no se salva casi nadie. Puede que en otros lugares comenzaran antes, pero la imagen del Insigne Premio Nobel de Literatura Español, también conocido como El Soplón (y no precisamente por su inmoderación etílica), vendiendo hace unos años guías de carreteras por la televisión parece que fue el aterrador disparo de salida para este país de la carrera hacia la desvergüenza y el todovale por parte de la inmensa mayoría de nuestros famosos, sea cual sea la actividad a la que se dediquen. Y hay casos realmente delirantes, como el de ese artista de la cocina deconstruida, ese maestro supremo de la vanguardia gastronómica vendiendo en efigie unas adocenadas patatas fritas de bolsa desde los mostradores de todos los bares y tabernas del país. A todos aquellos que nunca podrán probar sus inefables creaciones. Con toda la cara.
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