Terminó ferragosto y con él la desertificación humana del interior del país. Ya en casa desde hace un mes, con todo renovado, pero agotado por los remates y el ordenamiento de todo un hogar desmontado. Estreno foto. Una de esas pequeños y deliciosos detalles que el observador curioso puede descubrir en esta ciudad. El antiguo rótulo de una calle cuyo nombre fue sustituido hace un siglo por otro de mármol con el de uno de esos espesos próceres-erudos locales: Ramírez de las Casas Deza. Como casi todas las del casco antiguo.
La resistencia popular ha sido numantina. En muchas de ellas sigue prevaleciendo verbalmente el antiguo nombre. Rodríguez Marín sigue siendo Esparterías para todo el mundo, Pedro López, la calle Carreteras, Gutiérrez de los Ríos, Almonas, San Fernando, la de La Feria...
Me viene a la cabeza una anécdota de mis años de estudiante a finales de los años 70. El Ayuntamiento de la ciudad decidió homenajear a un historiador inglés de farragoso nombre y de fama universal, Arnold Toynbee (1889-1975), cuya relación con la ciudad he olvidado: debió visitarla por algún motivo oficial o bien se desplazó para admirar la Mezquita o atraído por la fama de los boquerones del bar Mezquita, el salmorejo de El Pisto o el rabo de toro de El Caballo Rojo. El caso es que para inmortalizar esa tangente relación los cráneos privilegiados de esta ciudad (el espíritu sigue siendo el mismo, cuando no los mismos personajes) pensaron dedicarle una calle o plaza. Y no se les ocurrió otro lugar que la coqueta plaza de la Concha, a dos pasos de la Mezquita, junto a una de las más típicas, visitadas y fotografiadas callejuelas de la Judería: la calleja del Pañuelo. Así que bajo el azulejo del XIX con el antiguo nombre en preciosa caligrafía azul mandaron colocar horrenda lápida de mármol con la nueva rotulación: Plaza del Profesor Arnold Toynbee. Hoy los historiadores (profesionales, aficionados y frustrados) reciclados que otrora lo denigraran están prácticamente autorehabilitados y su condición de estudiantes de orientación marxista durante la Santa Transición, olvidada. Pero entonces Toynbee era para ellos el máximo representante de la historiografía “burguesa”, en las antípodas de los análisis marxistas de los historiadores de moda en aquellas heroicas facultades de Historia. Así que los que éramos estudiantes y no pocos PNN de la época nos sentimos agraviados por aquella afrenta por partida doble: por la de la estética de la ciudad y por la de la ética de nuestras convicciones. Un comando formado por los más aguerridos de mis compañeros de la facultad de Filosofía y Letras (aquel nido de rojos) decidieron pasar a la acción directa y durante varias semanas atacaron muy de madrugada (premeditación, alevosía y nocturnidad) la ominosa lápida con bolas de bronce lanzadas con la fuerza que les proporcionaba su fe en la perfectibilidad de la historia. La lápida acabó lógicamente destrozada y no recuerdo si llegó a ser restaurada una, dos o muchas veces. El caso es que al cabo de los años los responsables nomenclatoristas del Ayuntamiento decidieron muy razonablemente regresar la placita a su antiguo nombre y dedicar al viejo profesor una de las recientes avenidas que atraviesan los adocenados nuevos barrios de la ciudad.
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