En cierto sentido, quienes no defienden claramente la tortura pero la aceptan como tema legítimo de debate son más peligrosos que los que la apoyan de forma explícita: el apoyo explícito sería un escándalo y, por tanto, se rechazaría, mientras que la mera inclusión de la tortura como asunto legítimo nos permite coquetear con la idea y conservar una conciencia pura: ¡Por supuesto que estoy contra la tortura, pero no hace daño a nadie que hablemos de ella! Esta legitimación de la tortura como tema de debate altera el trasfondo de las suposiciones y opciones ideológicas de manera mucho más drástica que su defensa descarada, porque transforma todo el campo de discusión, mientras que, sin ese cambio, la defensa abierta sigue siendo una opinión idiosincrásica.
La moralidad no es nunca una cuestión exclusiva de la conciencia individual; sólo puede florecer si se apoya sobre lo que Hegel llamaba el espíritu objetivo o la sustancia de las costumbres, la serie de normas no escritas que constituyen el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos dicen lo que es aceptable y lo que es inaceptable. Por ejemplo, una señal de progreso en nuestras sociedades es que no es necesario presentar argumentos contra la violación: todo el mundo tiene claro que la violación es algo malo, y todos sentimos que es excesivo incluso razonar en su contra. Si alguno pretendiera defender la legitimidad de la violación, sería triste que otro tuviera que argumentar en su contra; se descalificaría a sí mismo. Y lo mismo debería ocurrir con la tortura.
Por ese motivo, las mayores víctimas de la tortura reconocida públicamente somos todos nosotros, los ciudadanos a los que se nos informa. Aunque en nuestra mayoría sigamos oponiéndonos a ella, somos conscientes de que hemos perdido de forma irremediable una parte muy valiosa de nuestra identidad colectiva. Nos encontramos en medio de un proceso de corrupción moral: quienes están en el poder están tratando de romper una parte de nuestra columna vertebral ética, sofocar y deshacer lo que es seguramente el mayor triunfo de la civilización: el desarrollo de nuestra sensibilidad moral espontánea.
En ningún sitio se ve esto más claramente que en un detalle significativo de la publicación de las confesiones de Mohammed. Se nos ha contado que los agentes que torturaron se habían prestado a sufrir la tabla de agua y que sólo fueron capaces de aguantar de l0 a 15 segundos antes de estar dispuestos a confesar lo que fuera, mientras que tuvieron que admirar a Mohammed, muy a su pesar, porque aguantó dos minutos y medio, el tiempo más largo que recordaban. ¿Nos damos cuenta de que la última vez que se oyeron frases de este tipo en público fue a finales de la Edad Media, cuando la tortura era aún un espectáculo público, una forma honrosa de poner a prueba a un enemigo valioso capturado, que lograba ganarse la admiración de la muchedumbre si sabía soportar el dolor con dignidad?
martes, 27 de marzo de 2007
Zizek y la y tortura
Espeluznante por la ácida lucidez que rezuma el artículo de Slavoj Zizek de hoy en El País en el que reflexiona sobre la tortura tomando como base la confesión bajo torturas del detenido en Guantánamo Jalid Sheik Mohammed. Aparte de analizar el proceso de su autoinculpación como principal cerebro del atentado de las Torres Gemelas y si le aprietan un poco más hasta de la pervivencia de un dinosaurio fascista como Fraga en la política española, el filósofo esloveno centra su análisis en la pavorosa constatación de que la conciencia democrática occidental, el mayor tesoro con el que cuenta el mundo nacido del Siglo de las Luces, está siendo sistemáticamente mutilada por una panda de malnacidos hijosdeputa que con fines estrictamente soldados a su propia pervivencia en el Poder, están socavando sus más íntimas bases éticas, morales y filosóficas.
Ante una amenaza como la que representa el integrismo islámico, yo pienso que vale todo; y cuando digo todo, quiero decir todo lo que sea útil para acabar con ellos, incluida la tortura masiva, si es necesaria; cosa que los americanos no ha llegado ni mucho menos a hacer, ni se atreverán a hacer: eso es lo que hará que pierdan esta guerra. Guantánamo y Abú Ghraib no son más que dos bromas de mal gusto, comparado el tipo de tratamiento que están pidiendo a gritos los barbudos, así como sus justificadores, sus cómplices, sus exculpadores (Saddam sí sabía cómo tratarlos: derrocarlo fue algo mucho peor que un crimen: una estupidez).
ResponderEliminarLos que os mesáis los cabellos y cubrís vuestra cabeza de cenizas por la supuesta falta de respeto a los derechos humanos de esa asquerosa tropa me recordáis la anécdota de ese señor tan bien educado que murió despedazado por un tiburón. El caso es qu el pobre señor tenía un buen cuchillo que hábilmente administrado quizá le hubiera permitido repeler los ataques del bicho. Pero era un señor de unos modales exquisitos, y sabía que el pescado no debe ser tocado con el cuchillo.
Parece una historieta un poco absurda, pero confundir los buenos modales en la mesa con los medios para sobrevivir en una circunstancia de excepción no es algo muy distinto a confundir los usos civilizados entre los integrantes de una comunidad democrática con los medios para luchar contra un enemigo mortal y sin escrúpulos que ni siquiera nos concede el status de humanos propiamente dichos.
Me da la impresión de que corro verdadero peligro si algún día consigue usted el Poder, anónimo visitante. Dice usted:
ResponderEliminarGuantánamo y Abú Ghraib no son más que dos bromas de mal gusto, comparado el tipo de tratamiento que están pidiendo a gritos los barbudos, así como sus justificadores, sus cómplices, sus exculpadores
Me ha parecido que me incluía usted en la categoría de exculpadores, merecedor por tanto de una broma de buen gusto de las que usted en su delirio fascista imagina para ellos.
Lo malo de ustedes es que nunca tienen bastante. Es la gente como usted la que viene por otra gente en el poema de Bertolt Brecht:
Cuando los nazis vinieron por los comunistas / me quedé callado; / yo no era comunista. / Cuando encerraron a los socialdemócratas / permanecí en silencio; / yo no era socialdemócrata. / Cuando llegaron por los sindicalistas / no dije nada; / yo no era sindicalista. / Cuando vinieron por los judíos / No pronuncié palabra; / yo no era judío. / Cuando vinieron por mí / no quedaba nadie para decir algo.