En la entrada de ayer se me escapó un imperdonable error. Dije que dentro de la Iglesia el divorcio se perdona con un simple formateo confesional. No he dormido en toda la noche pensando en esa tremenda barbaridad. La confesión, ese genial invento de control social por el acceso a ingentes cantidades de información privilegiada sobre el interior mental de los fieles y por su condición de espita aliviadora de la insoportable presión de las normas de conducta católicas, es simple pero tiene algunas pequeñas reglas. Una de ellas, base fundamental de la hipocresía consustancial al catolicismo, es lo del propósito de enmienda. Es curiosa la utilización de esa expresión en concreto y no de otra. Lógicamente lo que debería exigir es un verdadero compromiso de enmienda, pero el requisito se queda prudentemente en mero propósito, fiado a largo plazo y sin demasiada contundencia en la exigencia de cumplimiento. Pero desde luego todos los católicos saben que el perdón inmediato de los pecados sólo es posible si estos no son pecados continuos, es decir, que se están cometiendo por el acceso a un estado estable contrario a las normas obligatorias de la Santa Madre Iglesia. No es lo mismo echar un embuste, o incluso matar, perdonables por arrepentimiento sincero tras la comisión que vivir continua y contumazmente en pecado. Es el caso del divorcio. Un divorciado recasado por lo civil no tiene derecho a la comunión porque no puede ser absuelto, limpiado de pecado, ya que no puede enunciar ni siquiera el propósito de enmienda mínimamente exigido para su perdón. Inmediatamente después de salir del confesionario sigue estando tan en pecado mortal como cuando se arrodilló ante el confesor. Es una cuestión de pura lógica interna de las normas a las que se acogen voluntariamente los católicos desde que su religión no es obligatoria para todos. Para ser perdonado tendría que dirigirse inmediatamente después al juzgado y solicitar el divorcio de su actual pareja y tratar de convencer a la antigua, primero de que se divorcie si ha vuelto a casarse y luego de que volviese a casarse por lo civil de nuevo con él mismo, puesto que por las leyes divinas lo estuvieron siempre. El hecho es que inevitablemente, dada la cantidad de gente que sigue comulgando y la cantidad de gente que se ha divorciado y recasado y que se siguen considerando católicos, sólo puede significar que miles de personas están accediendo a un sacramento católico sacrílegamente o que están siendo absueltos, cosa difícil de creer, fraudulentamente por sacerdotes irresponsables. Lo más probable es que esa gente esté cometiendo un nuevo pecado a sumar a la nómina: el de soberbia, al autoarrogarse el poder de decidir por ellos mismos qué es y qué no es pecado, independientemente de la claridad meridiana con que lo haya fijado la Iglesia a la que deben obediencia y sumisión. Cuando yo era pequeño me amenazaban con la posibilidad de que la hostia se pusiese a sangrar al ir a recibirla si no estabas completamente limpio de pecado, un numerito que siempre me acojonó lo suficiente como para que cantara de plano siempre hasta el último pecadillo. Tal vez cabría exigirle al Dios todopoderoso un milagrito de ese calibre de vez en cuando para que sirviera de escarmiento.
Idols of Hypocrisy (Kris Kuksi)
Por eso me ha parecido de una hipocresía supina el que algunos laicos hayan alzado su voz contra el cura que negó la comunión recientemente a una divorciada en Córdoba a la que pescó in fraganti porque conocía su situación. Dado que lo de la hostia sangrante no funciona es la única manera de pillar a los sacrílegos infractores. Y al buen cura lo atacan ¡por cumplir con encomiable celo profesional con su trabajo! En concreto, varios artículos en la prensa local, entre los que descolla, el siempre descollable Joaquín Azaústre, el mayor excretador de irisados tropos al oeste del Pedroche. Tampoco podía faltar nuestra renacida, inefable y metomentodo alcaldesa, Rosa Aguilar. El problema de muchos laicos es que por mucho que hayan dejado de creer en paparruchas supersticiosas se hallan aún contaminados totalmente por la hipocresía católica. Y es normal porque la hipocresía es una de las señas de identidad del catolicismo desde que la Iglesia se vio obligado a crear el artificioso edificio de la Contrarreforma para defenderse encastillada y empostigada de los aires de libertad que trajo el humanismo renacentista y la Reforma Protestante con su exigencia de responsabilidad absoluta personal frente al ejercicio del mal. El barroco, en todas sus manifestaciones, responde a ese estado de hipocresía permanente. Un decorado hiperbólico, perfecto para cubrir la podredumbre moral administrada por la Iglesia. Así que incluso a los personas que han conseguido desengancharse de las cadenas de la obediencia vaticana les resulta sumamente difícil desprenderse de los vectores principales del comportamiento grupal de una sociedad atrapada en esa gelatinosa atmósfera durante cinco siglos.
La hipocresía católica lo impregna todo. Los mayores responsables son desde luego los propios católicos, que no dejan de aprovecharse de los avances sociales y morales que el laicismo, la ilustración y la democracia ha ido consiguiendo a costa de limar las dientes a la fiera teocrática a la que ellos mantienen con su fe o con el aprovechamiento de sus servicios folklóricos. Mientras ven impávidos cómo la Iglesia trata por todos los medios de arrebatarles a ellos también esas conquistas e imponernos a todos su moral de sacristía. Y los más comprometidos con las doctrinas sociales de la Iglesia cuando se sienten presionados para cumplir los preceptos no tienen otra salida que despotricar de la jerarquía a la que deben obediencia y sacan a relucir la falta de democracia de la Institución. Yo no sé si es que se vuelven idiotas por el consumo excesivo de estupefacientes sacramentales o realmente son conscientes de su hipocresía, porque pretender convertir un estado teocrático en un movimiento asambleario participa del mismo grado de cándida lerdez o delirio mórbido que la creencia ciega en el misterio ese de la Unicidad Sustancial del Padre, el Hijo y el Palomo Fecundador ese de marras. Pero, claro, de donde no hay no se puede sacar.
El problema principal que tiene la Jerarquía Teocrática Católica es que no tiene cojones de meter en cintura a esa caterva de hipócritas que forma su feligresía y necesita que sea el Estado el que asuma esa responsabilidad. Exactamente igual que hacían en la época de la Inquisición. Ellos juzgaban según las leyes eclesiásticas, pero quien se llenaba de la sangre de las torturas era la mano del Estado. Ayer lo explicó maravillosamente Juan Carlos Rodríguez Ibarra en la que es probablemente la más luminosa de sus intervenciones públicas. Ya podría tomar buena nota Zapatero y en lugar de irse de cena privada con el nuncio a mendigarle comprensión y moderación podría mandarlos a todos al infierno ese recién reabierto por el Jefe Supremo, ese antiguo soldado nazi de tan brillante carrera en el mundo de las dictaduras indiscutibles e indiscutidas.
The Throne of Lucifer (Kris Kuksi)
Porque el ejemplo puntual de la comunión negada a la divorciada es ampliable a las hipócritas críticas que están lanzando contra las jerarquías eclesiásticas los responsables de los partidos políticos que no se ven beneficiados por sus orientaciones en el voto de sus fieles. Según la más básica regla del juego democrático los curas tienen todo el derecho del mundo a exigir a los miembros que se dicen adscritos a su secta que cumplan las normas internas. Y por tanto tienen todo el derecho a exigir a sus fieles que voten a los partidos que ellos consideren que cumplen los requisitos básicos para ser bendecidos con su elección, los que prometen regular la vida pública conforme a las doctrinas vaticanas. Y eso los políticos socialistas y de IU (Rosa Aguilar, verbi gratia) que se dicen católicos deberían saberlo. La hipocresía de los socialistas y de Rosa Aguilar está en que si no reconocen ese derecho democrático no es porque realmente lo pongan en duda en sí mismo, sino porque se sienten estafados por la Iglesia Católica que no ha cumplido la parte que le corresponde, mantener la boquita cerrada, en el descarado soborno que supone la financiación de sus estructuras con dinero público. Por eso chillan cuando oyen a los curas cumplir con su obligación pastoral de exigir el voto para sí mismos a través del partido titular de su concesionario, un partido clerical y ultraderechista como han sido siempre los partidos de derechas en España cuando no han sido directamente fascistas y, por tanto únicos.
Así que lo que se impone directamente para poder jugar todos con la misma baraja es la eliminación radical de cualquier privilegio de cualquier tipo, pero principalmente económico, del que pueda beneficiarse la Iglesia Católica y las demás religiones. Al ser organismos privados, una especie de clubs para el consumo comunitario de productos religiosos, tienen que autofinanciarse. Una vez conseguido esto los partidos laicistas no tendrán ningún motivo para dudar de los derechos a la libre opinión de las autoridades religiosas y a cambio éstas tendrán que soportar cualquier crítica que el mundo laico e ilustrado haga acerca de sus creencias, como ideas perfectamente criticables que son, sin que se les pueda acusar a ninguno de los dos de falta de respeto, ya que lo que son únicamente portadores de derecho al respeto son las personas y nunca las ideas. Así los curas podrán libremente exigir a sus fieles que voten al PP y los laicos tendremos derecho a decirles que las creencias de los católicos no son más que una serie infinita de soplapolleces supersticiosas impropias de personas adultas del siglo XXI con sus herramientas de pensar perfectamente engrasadas y desde luego deben estar absoluta y radicalmente fuera de las materias impartidas en la escuela, tanto pública como privada.