Todos los átomos pesados de nuestro cuerpo son polvo de estrellas muertas.
Luis Álvarez Gaumé (Físico).
Durante un par de años de mi adolescencia tuve la suerte de gozar de la amistad de mi tío abuelo Ortiz. El tío Ortiz tenía su reino (republicano) en su azotea del barrio de Santa Marina y algo más tarde me emocioné encontrándolo también en la azotea de Epicuro de El árbol de la Ciencia de Baroja. Pero mi tío, al contrario que Iturrioz, no era un escéptico empedernido, sino un luchador. Vencido, pero luchador. Y autodidacta. Obligado a cuidar ganado en la sierra desde muy, muy pequeño, allí aprendió a leer con los papeles impresos que caían en sus manos y que le interpretaban almas caritativas con las que topaba. Ello le permitió ya en su juventud aprender mecánica y astronomía, dos de sus pasiones, en libros que compró en tiendas de lance. La mecánica le serviría para colocarse en la fábrica de aceites de Baldomero Moreno donde llegó a hacerse imprescindible y la astronomía, aparte de para explicarse los fenómenos que llevaba contemplando desde niño, para guiarse de noche en su larga huida por la sierra hasta el frente republicano escapando de los falangistas que al poco del golpe de estado fueron a su casa a buscarlo para convertirlo en abono de jaramagos como pudo alcanzar a escucharles decir antes de escapar por los pelos por un ventanuco trasero. Por anarquista. Su tercera pasión fue el esperanto, una lengua a la que concedía la posibilidad de fundamentar el entendimiento entre todos los humanos para la consecución de un mundo libre de injusticias, con la ayuda de las teorías anarquistas.
Tras el definitivo triunfo de la revolución fascista regresó y sólo se libró de ser fusilado por la intercesión del dueño de la fábrica, a la que volvió tras dos años de cárcel con alma de vencido y una clavícula desbaratada por efecto de las torturas. Muchos años después, a mediados de los 60, cuando yo contaba 10 años, me regaló mi primer libro propio, una edición de principios de siglo de Al polo austral en velocípedo de Salgari que aún conservo. Desde entonces me aceptó como discípulo y se empleó en el empeño de inocularme la pasión por la lucha por la igualdad y la justicia. En las noches de verano en la azotea, además de enseñarme a fumar, me explicaba los mecanismos que rigen el funcionamiento del mundo de la política y la economía con una claridad y un rigor que aún hoy, casi cuarenta años después, me siguen sirviendo de manual básico de entendimiento. Así mismo, la mecánica de los astros le permitió asegurarme de que no era necesario, ni deseable, que un ser superior rigiera los destinos del universo, y mucho menos que hubiera una sola posibilidad de que la agrupación de estrellas en constelaciones (y las conocía y amaba a todas) interviniera en el carácter y el destino de las personas. Lo que nunca consiguió, a pesar de sus denodados esfuerzos fue inocularme sus otras dos pasiones: la astronomía por sí misma y el esperanto. Ni yo conseguí nunca verle la gracia. Lo importante estaba para mí en la tierra y no en el firmamento. Pero él siempre insistía. Mirando el cielo nunca te aburrirás. No hay nada más fascinante que ver cómo cambia, que intentar conocer todas las cosas que hay en él, me decía. Porque si hay algo que siempre está contigo, que nunca te abandona, es el techo celeste. La forma de las nubes, sus agrupaciones, los colores del atardecer, el diferente titilar de las estrellas, las constelaciones... Ponía tal empeño que conseguía crearme zozobra y remordimiento la patencia de mi desinterés. Ahora se me ocurre a veces que sus enseñanzas políticas no fueron más que cebos para aficionarme a la contemplación del cielo. Por supuesto, nunca tuvo telescopio. Y no sé si lo necesitó. Lo suyo era la simple vista, el ver cómo se sucedían los días encima de su cabeza proporcionándole un espectáculo maravilloso. Murió cuando yo tenía 17 años.
Por eso me he vuelto a emocionar tanto con un precioso y preciso libro que acabo de releer y que me ha trasladado de nuevo a aquellos días felices de cielos estrellados y charlas demoradas junto a mi tío en la azotea de Santa Marina, como ya me ocurriera en la primera lectura. A ras de cielo de David Galadí-Enríquez. Lo que el pobre Ortiz no consiguió hace tantos años lo ha vuelto a intentar este cordobés de la diáspora con mejor suerte. A Galadí, astrofísico de la Estación de Calar Alto (Almería), lo conocí hace un poco más de un año, el día en que asistí a una conferencia que impartía, a la que me llevó un amigo y cuyo tema me hacía temer lo peor. No recuerdo el título exacto, pero hacía referencia, inquietante y sospechosamente dado mi incurable escepticismo, a la posibilidad de existencia de vida extraterrestre en el universo. Me dispuse a escuchar en estado de prevengan pero he de decir que a los pocos minutos de comenzada la charla me sorprendí deslumbrado por su claridad expositiva y su impecable línea argumental. Partiendo de los presupuestos de la revolución copernicana, que por primera vez sacó al hombre del centro del universo, siguiendo por la evolución progresiva de los conocimientos científicos de la modernidad y llegando hasta las últimos descubrimientos en el campo de la astrofísica, trazó la idea de la asunción de la cada vez mayor conciencia de nuestra extrema insignificancia en el enormidad del universo. Es esta misma conciencia la que nos conduce a la posibilidad de deducir que no sólo el mismo proceso que llevó al surgimiento de la vida (no de la vida inteligente, que esa es otra cuestión) en determinadas condiciones en un planeta perdido de una galaxia no menos insignificante, pudo haber ocurrido en otro de los miles de millones de planetas que ya se sabe que existen, aunque no hayan sido computarizados, sino que lo acientífico sería asegurar categóricamente que no haya ocurrido.
Discutiendo el tema con mi amigo a la salida me comentó que el conferenciante tenía publicado un libro divulgativo de astronomía que merecía la pena leerse. Y como yo soy fiel a mis amigos y además había salido gratamente sorprendido de la charla de su autor, le hice caso y lo compré. Una inversión impepinablemente rentable: pasé dos tardes deliciosas preso de la fascinación, atrapado en la trepidante aventura del desvelamiento de las causas de decenas de fenómenos naturales, de la mano firme del autor de la que se presentaba en su subtítulo como una guía de observación astronómica para conocer el firmamento. A simple vista. Sin necesidad de usar telescopios, catalejos, ni prismáticos. Todos los fenómenos que los hombres pudieron contemplar desde siempre a simple vista explicados rigurosamente a la luz de los conocimientos actuales y en un lenguaje asequible, aunque sin concesiones al faciloneo populachero. El por qué del color del cielo, diurno y nocturno, el de los planetas y estrellas, las causas de la titilación de éstas últimas, las mareas, los efectos lunares... Todo con un absoluto rigor y una amenidad pasmosa. Una incitación irresistible a detener nuestro paso, sentarnos y disfrutar de prácticamente lo único que podemos obtener gratis en nuestra vida y de cuya hermosura, tal vez por eso mismo, no somos casi nunca conscientes. Una fascinante explicación de por qué vemos la luna más grande cuando aparece en el horizonte que cuando luce en el centro de la bóveda celeste me llevó al borde del derretimiento. Podría apuntárosla aquí, pero el que quiera peces que se moje el culo. En el libro está.
Pero es que además en A ras de cielo, Galadí toca mi fibra profundamente escéptica azotando inmisericordemente, usando como látigo un hilarante sarcasmo, a los ufólogos y demás fenómenos humanos de la estupidez contemporánea, así como a los astrólogos y sus delirantes convicciones de que la posición de las estrellas o una determinada fase de la luna en la fecha del nacimiento de cualquier humano determina el que llegue a devenir en un ser bondadoso o un hijoputa con los ojos malos. Desde luego debería ser de obligada lectura para todos aquellos que estén dispuestos a resolver posibles dudas en sus convicciones simplemente heredadas y asumidas sin aparato crítico.
Pero si a mí me ha encantado y me ha hecho comenzar a mirar mucho más hacia arriba, a mi tío le hubiera gustado saberlo y sobre todo le hubiera resultado tremendamente útil su lectura. Además hubiera hecho unas magníficas migas con él autor, porque acabo de descubrir que Galadí aparte de un reconocido astrofísico y un magnífico divulgador es también un ¡¡¡experto esperantista!!! Lo acabo de saber por la red. Hay que ver lo que los astros nos tienen reservado...
Un detalle inquietante del libro es que esté editado por Almuzara... ¡lagarto! ¡lagarto!
Ya estabas tardando en publicar este artículo en tu blog, ejjeje.
ResponderEliminarYo tb tengo unas cuantas estrellas controladas dsd q era pequeña. Me las mostraba mi abuela, pero claro, dentro de los límites de la observación directa y sin nociones científicas. Así pues tomaré nota del libro de David para regalármelo, pues aunq no entienda de nada soy aficionada a todo y los astros, especialmente, me fascinan.
saludos para ti y tu C >;0]
Encantadora y sorprendente narración/exposición, Manuel. Ya iba siendo hora que miraras "parriba", que ya tenemos una edad, pero más vale tarde que nunca jejeje.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muy bien, Haza, con dos/tres salvedades:
ResponderEliminar1) El recién y tempranamente malogrado Casavella afirmaba que había que reservar un departamento particular del infierno para los que comienzan con una cita, pero...
2) yo lo hago a menudo y me gusta; aún así.
3) la cita "somos polvo de estrellas" del astrofísimo Carl Sagan que a su vez la tomó del físico ruso Gamow es tan poética como científicamente exacta y, creo, más pertinente que la refrita posterior con la que incias el post.
Respetuosa y afablemente.
Pues sí, Lansky, parece que Sagan fue el primero en colocar el ceniciento dicho cristiano en su exacto sitio. Pero es que Álvarez Gaumé es familia de mi pareja y nos hizo mucha ilusión hace muchos años leerle esa frase en una entrevista que le hicieron en El País. Así que se trata de un asunto estrictamente de besuqueo entre primos.
ResponderEliminarTambién le escuché al autor del libro que comento, David Galadí, en una entrevista en Canal Sur que sabemos que cada átomo de carbono o de calcio que tenemos en los huesos procede de explosiones estelares, del interior de las estrellas.
Una causa más para mirar al cielo, a las estrellas, es por simple agradecimiento, después de saber que papá y mamá (Adán y Eva) no es que estén en el cielo, sino que son el cielo.
En cuanto a lo de la cita remítase al primer apartado.
El ceniciento mantra cristiano que dice: polvo eres y en polvo te convertirás
ResponderEliminarManuel, hermosa tu entrada de hoy. Tengo un recado para ti, cuando puedas escríbeme, por favor.
ResponderEliminarUn saludo
Bonito post, cargado de astronomía y amistad. Mi comentario viene a cuento de la misteriosa teoría de tu libro sobre el tamaño de la luna… Resulta que yo tuve una discusión con un amigo mío sobre el asunto, ya que ambos habíamos leído distintas soluciones al problema: mantenía él que vemos la luna más grande por un efecto psicológico: al tener el observador un objeto (la luna) cerca de un punto de referencia (el horizonte) la percepción daba al espectador un tamaño mayor que si se carecía de dicha referencia (cuando la luna se encuentra en el cenit). Por mi lado yo opinaba que el efecto era óptico, como resultado de la acción de la atmósfera sobre la luz que llegaba a la tierra, pues efectivamente, al estar la luna cerca del horizonte su luz atravesaba la atmósfera tangencialmente, mientras que en el cenit, la atravesaba perpendicularmente (el mismo efecto que se observa cuando miras un objeto dentro del agua, en el que la luz al atravesar un espacio más denso que el aire, deforma su magnitud). Ello nos motivó a realizar el siguiente experimento: Tomamos dos fotos desde el mismo lugar, una cuando la luna estaba a ras del horizonte y otra cuando ésta se encontraba en su cenit. De tal manera que podríamos deducir comparando ambas fotografías si el efecto era psicológico (la máquina no lo apreciaría) o si era óptico (en este caso sí se reflejaría la diferencia de tamaño). Y aquí termina la historia de cómo dos amigos hicieron un poco de investigación científica. Como se puede apreciar, astronomía y amistad vuelven a estar unidas en mi relato.
ResponderEliminarLo siento, Inés, pero no sé quién eres y por lo tanto difícilmente podré escribirte. Así que hazlo tú a mi correo, que está en la barra de navegación de este blog. Gracias.
ResponderEliminarBueno, Chrysagon, la explicación que da Galadí en su libro a ese fenómeno está más cerca de la de tu amigo que de la tuya, aunque tampoco es exacta. Efectivamente la causa es psicológica y fisiológica a la vez. Tiene que ver con un mecanismo adaptativo de una animal de sabana mediante el cual los objetos que están en el horizonte se agrandarán para prevenir peligros y los que se encuentran en líneas perpendiculares a él, de donde no puede venir ningún peligro, no. Bueno, la explicación es extramadamente prolija en el libro y se completa con otros fenómenos parecidos y con experimentos muy curiosos.
ResponderEliminarEntonces pudieran ser verdad la explicación de tu libro y la de mi amigo. En nuestro experimento fotográfico desde luego, quedó clara la invalidez de la mía, pues según resultó de la comparación entre ambas fotos, pudimos comprobar que no había ninguna diferencia entre ambas lunas: el tamaño de la luna cercana al horizonte es exactamente igual en tamaño al de la luna en su cenit.
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