Segundo de dos artículos que mi amigo Acisclo Lupiáñez ha confeccionado para el homenaje que La Colleja está rindiendo al insigne humanista católico cordobés, cronista de Felipe II y pionero de la arqueología moderna, Ambrosio de Morales. Antes de comenzar su lectura recomiendo visitar el artículo anterior en el que Lupiáñez cuenta el suceso por el que el gran Morales alcanzó también la fama... una fama un poco más... dolorosa.
DÓNDE ESTÁ LA RELIQUIA DE AMBROSIO DE MORALES
Acisclo Lupiáñez
En febrero de 1978 mi amigo Manuel Harazem y yo conocimos en la sacristía de la iglesia de Santa Marina de Aguas Santas de Córdoba a don Rafael Soriano Resines, erudito local, autodidacta y empleado municipal jubilado, que recorría las parroquias cordobesas rebuscando en los archivos parroquiales datos curiosos de la historia de la ciudad. Coincidimos en aquel oscuro vientre parroquial en varias ocasiones más y a pesar de ser de natural reservado acabó haciéndonos blanco de sus confidencias y de algunos de sus descubrimientos tal vez porque por entonces ya era muy mayor e intuía que no le quedaba mucha vida por delante, como así ocurrió, pues nos enteramos de su muerte sólo dos años después, pero también por la indisimulada alegría que le producía el ver a unos chicos tan jóvenes compartiendo con él tan ratonescas aficiones. Tras conocer casualmente la noticia de su muerte (no tuvo ni esquela, ni tan siquiera necrológica en la prensa local) intentamos ponernos en contacto con su familia para acceder a sus papeles, pero una vecina nos informó de que sólo tenía un familiar directo, una sobrina de la que sólo sabía que vivía en una ciudad del norte, no recordaba si Burgos o Soria, y que había puesto todos sus libros y documentos en manos de un chamarilero, chamarilero que por supuesto ella tampoco conocía.
Así, que la posibilidad de contrastar documentalmente los descubrimientos de que nos hizo confidencia don Rafael se desvanecieron. Pero recordamos perfectamente algunos de ellos y sobre todo el que concierne al contenido de este artículo: el paradero de algunas partes corporales del cronista de Felipe II Ambrosio de Morales.
Un frío día de invierno, después de haber conseguido desembarazarnos con una falsa urgencia de una de las interminables falsas batallitas de campo de concentración que don Martín, el párroco criptonazi que se hacía pasar por entonces por rojo, nos endilgaba, acabamos en la taberna de Santa Marina don Rafael y los dos pollos investigadores compartiendo medios de fino y tertulia con la máscara mortuoria de Manolete. Con voz muy baja y un tono de secretismo extremo nos hizo partícipes de un invencible afán que lo corroía cifrado en la esperanza de un hallazgo al que dedicaba una incansable búsqueda desde hacía 50 años. No sólo visitaba las parroquias históricas cordobesas tras los secretos durmientes de los archivos, sino que tenía en mente el hallazgo de un santo grial que sabía guardado celosamente en alguna de ellas.
Todo empezó, nos dijo, un día en que se encontró por casualidad entre un lote de viejos libros que había adquirido en la ya desaparecida librería anticuaria de Diario de Córdoba un manuscrito del siglo XIX en el que se narraba la operación de exhumación de los restos de Ambrosio de Morales en 1844 y su traslado desde el ruinoso Convento de los Santos Mártires donde reposaba desde su muerte en 1591 hasta la Colegiata de San Hipólito donde se le había proporcionado nueva ubicación, ante el temor cierto de derrumbamiento del viejo edificio ribereño. En el manuscrito se relataba pormenorizadamente todo el proceso y todas las personas involucradas, frailes, curas, políticos, judicatura y Comisión de Monumentos. De esta última formaba parte en calidad de Vocal Secretario el eminente erudito don Francisco de Borja Pavón de cuyo puño y letra había deducido don Rafael claramente estar escrito el texto encontrado, aunque careciera de firma alguna. En él el farmacéutico y polígrafo cordobés, especialista en necrológicas, relataba cómo al abrir el catafalco donde se encontraban los restos del Ilustre Morales se halló entre ellos un cofrecillo de madera dotado de unos herrumbrosos goznes de hierro en bastante buen estado de conservación. Tras sacar con sumo cuidado uno a uno los ilustres huesos y antes de ser introducidos en un ataúd de plomo que habría de sellarse posteriormente, se procedió a abrir el cofrecillo en el que se halló un folio manuscrito enrollado y atado con una cinta que se deshizo al tocarla sobre un extraño objeto muy arrugado de color parduzco y textura apergaminada. Tras la lectura del texto se supo que aquel objeto correspondía a las virilidades completas de Morales que en su juventud, en pleno arrebato de locura en su lucha contra las tentaciones de la carne, se había cortado de cuajo, al completo. El texto estaba redactado con una temblorosa caligrafía y firmado por el Padre Secundino de Santa Justa prior del convento de Los Jerónimos de Valparaíso donde había ocurrido muchos años antes aquel desgraciado suceso y fechado el mismo día del sepelio. Narraba el fraile cómo siendo él mismo de los mismos años y vecino de celda de Morales había acudido a los gritos que aquel diera tras cometer su locura justo un rato después de que él mismo pasara para gozar de su compañía en ella y cómo rescató de entre la sangre y la parafernalia sanadora que montaron los demás frailes para tapar la hemorragia y salvarle la vida, con grande amor y veneración y con los ojos arrasados en lágrimas, aquella desgajada parte causante de las tentaciones de su joven vecino. Cómo las lavó cuidadosamente, las enterró en varios puñados de sal que consiguió en la cocina y las mantuvo en custodia durante toda su vida bajo las tablas de las celdas que fue ocupando hasta la actual correspondiente al prior. Y cómo enterado de la muerte de su antiguo hermano de hábito y estrecho amigo y entonces ya sabio reconocido por toda la España bajó a la ciudad y solicitó permiso al Obispo para introducir la parte que faltaba a su cuerpo sin vida en su lugar de descanso eterno para que nada le faltara cuando compareciera ante el Señor. Lo que le fue concedido.
Borja Pavón desgranaba la discusión que se desató ante el descubrimiento entre civiles y eclesiásticos, éstos últimos contrarios a considerar parte de los restos el contenido del cofrecillo y partidarios de que quedara excluido del nuevo féretro, frente al conjunto de los laicos que consideraban de justicia su inclusión. Según don Rafael, Pavón no daba cuenta de los diversos argumentos pero sí de que al final ganaron los tonsurados y de que se decidió enviar el cofrecillo a la frontera iglesia parroquial de San Nicolás de la Axerquía para que allí se guardase mientras se decidía su destino. Se detallaba también el acuerdo unánime de que tal hallazgo y su destino no constaran en el Acta (1) oficial que se levantó dando cuenta del acto y que redactó y firmó el propio Francisco de Borja Pavón. Con esta noticia daba fin al manuscrito. (2)
Y es ahí donde comenzaba la ardorosa búsqueda de la reliquia don Rafael, partiendo del hecho de que unos años después la parroquia de San Nicolás de la Axerquía fue desalojada y todos sus enseres conducidos a la de San Francisco antes de que ocurriera su derrumbe. ¿Quedó en San Francisco o peregrinó por otras parroquias? ¿Sería secuestrada por algún particular y conservada en su casa como reliquia intelectual? Don Rafael no pudo conseguir, a pesar de sus denodados esfuerzos, encontrar su santo grial particular, pero quién nos dice que cualquiera de nosotros cualquier día no damos con la preciada reliquia del muy católico Ambrosio de Morales y que podría ser rescatada y venerada en la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, en la calle donde naciera y que aún lleva su nombre.
Como me imagino que ninguno de nosotros puede hacerse una idea de qué aspecto tendrá un estuche fálico momificado en salazón de casi 500 años de antigüedad (el de las momias egipcias jamás nos lo muestran) propongo varias modelos de objetos similares que pudieran servir de referencia.
Ciruelas pasas, orejones e higos secos
(1) Documento original custodiado en la Biblioteca Provincial de Córdoba y que puede hallarse bajo el título: Certificación de Don Francisco de Borja Pavón, vocal Secretario de la Comisión Provincial de Monumentos Históricos y Artísticos de Córdoba, sobre el Acta de exhumación de los restos mortales de Ambrorio de Morales del sepulcro que ocupaban en el convento dominico de los Santos Mártires del Río, en la ciudad de Córdoba, su posterior colocación en una urna y su traslado a la Colegiata de San Hipólito, el 8 de noviembre de 1844 [Manuscrito].
(2) No fue este el único meneo que se le dio al paquete residual y ya definitivamente incompleto de Ambrosio de Morales. 25 años después de su traslado a la nueva tumba de la Colegiata de San Hipólito, en 1867, una brillante idea del Gobierno de Madrid fraguada en 1837, en línea con las ideas que suelen tener los gobiernos de un país tan absurdo y necrópata como éste en todos los tiempos y circunstancias, consistente en la creación, siempre copiando tarde y mal lo que la más racional Francia hacía, de un Panteón de Españoles Ilustres, volvió a hacer viajar a los pobres restos ambrosianos de un lado para otro. Y con ellos los de varias decenas de Españoles Ilustres más, Juan de Mena, Garcilaso de la Vega el Inca y Gonzalo Fernández de Córdoba, alias El Gran Capitán por lo que respecta a nuestro paisanaje, pero también Quevedo, Calderón de la Barca, Ventura Rodriguez y muchos más. El lugar elegido fue el templo de San Francisco el Grande de Madrid y para su inauguración se organizó un soberbio zafarrancho de combate consistente en una comitiva de cinco kilómetros, en la que desfilaron las carrozas fúnebres acompañadas por bandas de música, unidades del Ejército y de la Guardia Civil, estudiantes, religiosos, políticos e intelectuales se dispararon cien cañonazos y como detalle iluminativo al entrar los restos en la basílica se encendieron tres grandes lámparas. Los restos fueron depositados en una capilla y años después devueltos a sus lugares de origen, con lo que se cerró por un tiempo la idea de crear un panteón nacional. Así que los sufridos restos de nuestro emasculado para toda la eternidad (si La Colleja no lo remedia) Ambrosio de Morales que habían sido despedidos en la flamante estación de ferrocarril de Córdoba años antes con todos los honores de cubrimiento de bandera de seda, presenten armas, banda de música y discurso de don Francisco de Borja Pavón en el que flotaron en el éter de la gloria sus vibrantes palabras: con emocion profunda, no ajena si se quiere á un dulce sentimiento, pero impregnada en gloriosa complacencia, regresaron a Córdoba para aguardar unos años más en un rincón de la Colegiata su definitiva residencia en el pisito cercano al altar mayor que le fue definitivamente destinado y en el que aún espera, completamente desatributado, el Juicio Final.
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