En 2009, en pleno centro de Murcia, las obras para la construcción de un enorme aparcamiento subterráneo en lo que fue la huerta de un convento, descubrieron unos restos arqueológicos correspondientes a un arrabal almohade de los siglos XII y XIII. Tras las preceptivas prospecciones el director general de Bellas Artes y Bienes Culturales y el jefe del servicio de Patrimonio Histórico de la Consejería de Cultura, un arqueólogo, decidieron “desmontar” los restos para que continuaran las obras del aparcamiento. Ante ello, se fundó una plataforma ciudadana con mucho apoyo para impedirlo que luchó con dos armas principales: la movilización ciudadana mediante manifestaciones e intentos de entorpecimiento de las labores de destrucción y la judicial. La más efectiva fue esta última. Un juez dictaminó que se trataba de patrimonio público cultural inenajenable y por tanto sujeto a la máxima protección. Los dos máximos responsables se libraron de ir a la cárcel porque crear determinadas jurisprudencias puede ser demasiado peligroso para el sistema. Tras diez años en los que la plataforma ha vigilado la correcta conservación de los restos e incluso ha denunciado al ayuntamiento por manifiesta desidia en sus obligaciones, vuelven los trabajos de excavación y puesta en valor del yacimiento.
Los murcianos no tienen Medinas Azaharas ni Mezquitas Patrimonios de la Humanidad de las que enorgullecerse. Su orgullo está en haber luchado por salvar su patrimonio y ponerlo en valor para, como ha dicho el actual alcalde, “DEVOLVER A LOS MURCIANOS SU HISTORIA E IDENTIDAD" y “ESTABLECER UN DIÁLOGO ENTRE LOS MURCIANOS DE LA MURCIA MEDIEVAL Y LOS DEL SIGLO XXI", algo que los cordobeses nunca tuvimos el coraje de hacer y dejamos sin movilización alguna (el apoyo a la Plataforma “Salvemos los arrabales” fue mayoritariamente foráneo) que se destruyeran medio millón de metros cuadrados de arrabales del siglo X, cuya conservación de sólo un par de hectáreas nos hubieran permitido exactamente eso que dice el alcalde murciano. Para más inri los responsables del crimen ni siquiera pasaron por banquillo alguno y muchos siguen recogiendo en sus sillones los frutos y a alguno y alguna los hemos visto estos días en Medina saltar como monos y monas de alegría al recibir un plátano, el plátano de recompensa que sus amos les arrojan cuando hacen las cosas a su gusto.
Córdoba ha ganado el reconocimiento que le tocaba políticamente y por orden de sumisión por el supuesto cuidado de los restos de los palacios de los poderosos de antaño, unos restos con los que para el ciudadano de a pie es difícil dialogar, como con todas las obras del poder, si no es desde la rendida admiración extática. En cambio le ha sido criminalmente sustraída la posibilidad de hacerlo dinámicamente con sus iguales de hace 1000 años, sentirse identificado con sus formas de vivir y de estar en esta ciudad actualmente desnortada, cuyos habitantes sumidos en una espesa estupefacción no terminan de saber quiénes son exactamente ni cómo explotar de manera racional y sostenible desde la cultura y el conocimiento el regalo infinito de su esplendoroso pasado. Y no usarlo únicamente para vender flamenquines y salmorejo.
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