NAZARENO: Joseph Barbaccia
Se acerca la Gran Macabrada. Durante una semanita completa las ciudades españolas, muy principalmente las andaluzas, se verán invadidas un año más por la carcunda estética macabro-sanguinolenta de la Cofradías de la Semana Santa, la versión más gore del catolicismo. Esto desde luego sólo pasa en este país. Un país desarrollado en lo económico pero subdesarrollado en lo moral y en lo político. En el que se permite que una creencia religiosa haga un alarde descomunal de propaganda de irracionalidad y superstición utilizando las calles y los caudales de todos los ciudadanos. Una exhibición de estupidez que nos coloca realmente en nuestro sitio en el concierto de las naciones. El espectro de nuestro aciago siglo XVI que sigue agitando sus hediondos jirones contra la luz de la razón y la concordia. El protestantismo fue, entre otras muchas cosas, un intento de la racionalidad burguesa de enviar la religión al lugar que le correspondía en las nuevas formas de relación entre los humanos que comenzaba a apuntalar la incipiente democratización de la sociedad: a la esfera puramente privada. Un paso fundamental en el camino de la autonomía del hombre, de su lucha contra la superstición y de su emancipación del poder oscurantista de los hechiceros y los ventrílocuos de la divinidad. Contra esa lúcida pretensión, que se instaló en la nueva Europa de las Luces que se avecinaba, España se convirtió en el bastión amurallado más importante de defensa del orden teocrático y de las estructuras feudales de dominación y creó un aparato propagandístico brutal, la Contrarreforma, tan brutal como los métodos de convicción que se aplicaron a los resistentes y que fue gestionado por la Inquisición. Cristos sangrantes, llagas purulentas, lágrimas de madres doloridas, éxtasis de sospechosa índole, capirotes, penitencias dolorosas, pies encadenados... Este país se llenó de todo eso y de un fanatismo intransigente y supersticioso del que hoy todavía se nos impone el recuerdo que cada año y por una semana nos asalta indecentemente envuelto en apestosos inciensos y en idolatrías chorreantes de insultante lujo. No necesitan justificación. Ni se les pasa por la cabeza. Aunque los más razonables te responden agitando el espantajo justificativo del respeto a las creencias de los católicos y de los defensores de la tradición. En fin. Siempre con el respeto en la boca...
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