De un plumazo, de un solo plumazo, este humilde redactor de blogs se dispone a cargarse las más acrisoladas y canónicas teorías que se han formulado acerca del origen del arte andaluz más genuino: el flamenco. Ricardo Molina, Anselmo G. Climent, Fernando Quiñones, Félix Grande y tantos otros flamencólogos de reconocido prestigio estaban equivocados. El azar y mi esfuerzo pesquisitorial se han asociado felizmente para coincidir en un sensacional descubrimiento que va a resquebrajar el granítico mundo de la flamencología. Ya sabéis, todas aquellas bonitas teorías sobre las puellae gaditanorum, los gitanos de Cachemira que se encuentran con los jirones de las músicas moriscas, las peregrinas influencias de los cantos sinagogales judíos..., en fin todo el corpus sacrus de la ortodoxia cantejondista gitanoandaluza, arrasado por los nuevos aires que desde hoy corren.
Durante mi último viaje a Maruecos, husmeando en un oscuro zaquizamí de cintas de cassette de Bab el Okla en Tetuán encontré una de ellas, polvorienta y descolorida, en el fondo de una desportillada caja atiborrada de cantos coránicos. Rutinariamente me interesé por ella. Contenía, según el viejo vendedor que atendía el local, interpretaciones de ciertas formas musicales arcaicas de una tribu árabo-bereber perdida en las inaccesibles estribaciones del Rif. Tras el ritual regateo la compré, me la llevé al hotel y en la modorra de la siesta la coloqué en mi viejo reproductor portátil. Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir nada más comenzar a escucharla las mil afinidades que con nuestro cante jondo andaluz presentaban los primeros compases introductorios del primer tema. Similitudes del aire oriental, recuerdo que pensé para tranquilizarme. Pero el corazón se me desbocó totalmente en el momento en que el cantante empezó a emitir melismas y gorgoritos y a hilar inquietantes frases musicales de entrañable cercanía emocional. ¡¡¡Aquello era, indudablemente, flamenco!!! Tras escuchar la cinta de un tirón con el alma en vilo regresé corriendo a la tienda y pedí al viejo vendedor que me hablara de aquel lugar donde se había grabado. El apergaminado semblante del viejo se ensombreció de repente y con los ojos arrasados de lágrimas me contó que aquel pueblo de donde procedían aquellas canciones había desaparecido tragado por las montañas tras el terremoto que hacía unos años había asolado las comarcas centrales del Rif. Allí murieron todos los habitantes llevándose al paraíso de Allah el secreto de aquella música. Me contó que él era nacido en un pueblo vecino e iba cuando joven todos los jueves por la noche a los cafetines de la calle principal donde los mejores intérpretes, acompañados con el sonanthi un instrumento parecido al laúd, pero que se tocaba con los dedos y no con púa como aquél, entre vasos de té, palmas y el humo del kiffi cantaban felah manku (canto campesino), las viejas canciones de sus antepasados cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. Las mismas, me contó sigiloso, que habían enseñado a una tribu de gitanos provinente de Egipto que había pasado por allí unos siglos antes camino de España.
Transido de emoción comprendí que me hallaba ante el dato clave que desvelaba por fin los más profundos arcanos del origen del flamenco, que tenía el privilegio de ser el primero en acariciar los más secretos capilares de la genuina raíz del cante jondo.
Así pues, puede asegurarse sin ninguna duda que EL FLAMENCO TIENE SU ORIGEN EN EL PUEBLO BEREBER, exactamende igual que el ADN de los vascos.
Me hallo estos días sumergido en una febril actividad teorizadora para elaborar y desarrollar el texto definitivo que acabe llevando la luz a todos los rincones oscuros del nuevo orden teórico del origen de nuestro cante nacional andaluz, pero he sacado unos jirones de tiempo para ofreceros a vosotros, mis fieles, aunque gaseosos, lectores, la primicia.
Os ofrezco en rigurosa exclusiva un tema de la cinta que he digitalizado para vosotros con mucho cariño. Se trata de unas fanghandiyyas que con el título de Maka, maka salshit, inna furubi ktakuesti asin (cada vez que considero que me tengo que morir), en lengua bereber rifeña interpreta por el malogrado Muhammed Kaghajund, Uald al Barquq (Niño de las ciruelas) acompañado al sonanthi por el también malogrado Rachid Ketegueshen, Snin Dhabía (El Orodentado).