El movimiento del tráfico en Irán, como en todos los lugares donde la religión impone su moral revelada sobre la razón cívica, se basa en el subolismo más estricto. Parece como si todos los mandamientos más o menos amorosos de sus fuentes encantadas se unificaran en uno cuando los creyentes están al volante: yo, mí, me, conmigo o primo io, secondo io e terzo il mio cane. El vehículo más grande es siempre el que tiene derecho de paso y por supuesto los peatones son el último eslabón de la cadena: jamás vi a un conductor de cualquier vehículo rodado iraní ceder el paso a un peatón en un paso cebra con el semáforo peatonal en verde. Así que la forma de cruzar una calle se convertía en una aventura cuyo éxito dependía de la mayor o menor posibilidad de asimilarse a la sombra de un nativo perfectamente entrenado y convertirlo en escudo humano, salvífico parapeto en caso de emergencia. Es esa ausencia de espíritu cívico en el tráfico, que se basa en el contrato social y no en el pegamento de la fe, de las cosas más desesperantes de sobrellevar en el país de los ayatolas.
Durante el viaje de Yazd a Shiraz nos tocó un conductor joven que se pasó el viaje haciendo diabluras: tonteando con el pasajero colega que se sentó a su lado a costa de un carnet de chica, posiblemente perdido, y del número de móvil que venía en él al que llamaron repetidas veces. Pero lo peor vino cuando aprovechando las largas rectas del desierto colocó hábilmente un periódico deportivo ajustado con las manos al volante y se puso a leerlo sin que nadie del pasaje le llamara la atención.
A todo aquel escalofriante alarde tuvimos la bendita suerte de poder asistir en primera fila por la cruel deferencia de los acomodadores de cedernos los asientos más delanteros a los tres guiris que viajábamos en el bus: nosotros y un neozelandés con el que acabamos trabando cháchara urgidos por la delirante sensación de encontrarnos en manos de un confiado desnucado seguidor de la máxima coránica del lo que está escrito sucederá y lo que no está escrito, pues no. Con todo conseguimos llegar sanos y salvos a Shiraz. No debía estar escrito a pesar del empeño de redacción y buena letra que en el libro del destino puso el simpático conductor.
El hotel Eram es el hotel más recomendado por las guías y en los foros de internet tanto por su situación céntrica como por su relación calidad-precio. Sobre todo si se consigue pagar en iraní. Efectivamente por primera vez nos encontrábamos con la duplicidad de precio, uno para nacionales y otro para extranjeros. En el mostrador se encontraba perfectamente a la vista, como es obligatorio, el listado de precios de las habitaciones en inglés y en iraní. La ventaja de conocer la grafía arábiga me permitió descubrir el asunto: el precio de la doble para los extranjeros era de 60 $ (50 €) en la pizarra en inglés. 482.000 riales (34 €) en farsi. Yo había leído que era frecuente y legal, así que tras algunas protestas consintieron en aplicarnos la tarifa nacional. Se defendieron especialmente de la acusación de política racista que les hice, aunque al final yo creo que pesó más la amenaza de irnos a otro.
El hotel es soberbio, moderno, confortable y cuenta con el impagable aliciente de contar en su staff con Hossein Soltani, un tipo genial que se gana un sobresueldo poniéndose él y su coche al servicio de los viajeros que lo contraten. Y en Shiraz es indispensable contar con alguien así, porque visitar Persépolis es prácticamente imposible hacerlo por libre. Así que eso hicimos junto con Anthony nuestro nuevo amigo neozelandés, compañero de viaje agradable y con una paciencia infinita para con mi infumable inglés. Hossein habla bien el inglés y está esforzándose realmente en aprender español, a la vista del incremento de viajeros ibéricos en los últimos años. Ofrece servicios de sólo chófer o de chófer y guía en las ruinas, pero tanto Anthony como nosotros preferimos sólo sus servicios como conductor, lo que cumplió con una suavidad desconocida en el país. Sin salirse casi nunca lógicamente de lo correcto Hossein nos contó montones de cosas sobre la ciudad y el país en general durante el trayecto de ida y vuelta e intercambiamos persa por castellano constantemente. A la vuelta le regalé uno de mis libros de conversación de español-persa.
La ruinas son espectaculares y comienzan a impresionar incluso antes de subir a la enorme plataforma donde se encontraba el palacio. Un impresionante muro perfectamente liso construido con unos enormes sillares te da la bienvenida y te conduce por una escalera a la explanada donde se suceden las maravillas arqueológicas. A estas alturas, después de haber visto tantas ruinas todavía me sigue impresionando emocional y estéticamente la contemplación in situ de piezas como los bajorelieves de la escalinata de la Apadana o los soberbios toros alados de la entrada al complejo. La vista del conjunto desde la tumba de Atajerjes II, excavada en la montaña, quita el aliento.
Leo así mismo desde lo alto de esa tumba la crónica de la fiesta que el último shah dio en aquellas ruinas en conmemoración de los 2.500 años de la fundación del imperio persa y trato de reconstruirla mentalmente. No sé si existen fotos, pero los textos hablan de una orgía de lujo y despilfarro no ya absolutamente indecente, sino ni siquiera imaginable para una mente de clase media. Yo no sé si el régimen de los ayatolas es peor para los iraníes que el del sha (la represión y el número de sus víctimas es muy similar), pero sólo por la responsabilidad de semejante acto de repugnante soberbia el destronado sátrapa se mereció ver su nombre arrastrado cien mil veces por el fango del odio y del desprecio de todos sus exsúbditos.
Una curiosidad añadida es la constatación de la incorregible vanidad humana patente en los graffitis que cubren las paredes de la entrada principal. Algunos de ellos son ya un monumento en sí mismos, como el de un corresponsal del New York Herald que merodeaba por Oriente Medio antes de ser comisionado para buscar en el corazón de África al explorador blanco por antonomasia y emitir una de las frases más famosas de la Historia: Mister Livingston, I supose.
La visita se completa con una parada para ver Naqsh-e Rajab tres preciosos bajorrelieves esculpidos en la roca, muy escondidos en un pequeño recodo y las tumbas de los emperadores, Naqsh-e Rustam, otro de esos míticos lugares que hemos visto cientos de veces en los libros de Historia o Arqueología y cuya visión en directo nos proporcionan mil sensaciones inefables: los mausoleos cruciformes excavados en la roca a gran altura de Darío I y II, Jerjes y Atajerjes I.
Los especialistas o muy colgados de las ruinas pueden visitar muchos otros lugares, que según se afirma, no pueden abarcarse en una semana. Nosotros preferimos, una vez visto lo principal, dedicarnos a la propia ciudad de Shiraz. La de las rosas, el vino y los poetas.
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