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A Teherán se llega siempre de madrugada. No sé la causa, ni puedo imaginármela. Eso, que en circunstancias normales no tendría más importancia que el sufrimiento de un acusado arrastre de sueño al día siguiente, para unos seguidores escrupulosos como nosotros del Manual del Perfecto Turista Artesano, cuya primera norma exige no llevar nunca hotel contratado previamente, puede llegar a resultar bastante arriesgado. La tendencia natural de los hoteleros a agruparse gremialmente por zonas en todas las ciudades del mundo facilita la mitigación de ese riesgo, pero no lo elimina del todo. Y nosotros habíamos elegido fiándonos de la guía (Lonely Planet, edición de 2008) y de las informaciones de internet, una zona en la que se agrupaban al menos cuatro hoteles de la misma categoría (media). Y para empezar el NADERI. De todos era el más barato y el que salía peor parado por las recomendaciones de los viajeros que se delataban al final como tiquismiquis, pero todo lo leído hacía recomendable su elección. Sobre todo por su condición de histórico, un hotel de principios del siglo XX que parecía conservar todo su encanto intacto (junto con el mobiliario y equipamientos). De entrada en el mostrador del taxi prepago del aeropuerto (140.000 riales = 10 € por 35 kmts.) tuvieron que mirar la dirección, pero si hubiésemos conocido entonces el alto nivel de incompetencia de demasiados taxistas iraníes que pudimos constatar posteriormente no nos hubiera extrañado tanto. Una vez (supuestamente) comunicada por la chica del mostrador la dirección del hotel a nuestro taxista salimos del aeropuerto por una autopista. Media hora después pasábamos por delante de una enorme mezquita iluminada delirantemente con multitud de colores chillones. Imam Khomeini, nos aclaró el taxista. La horterísima y carísima tumba que aún se estaba construyendo para guardar sus restos. Estuve tentado de haberme llevado un ejemplar de los Versos Satánicos de Salman Rushdie para abandonarlo disimuladamente en un rincón lo más cercano posible al lugar donde se pudre el viejo. Pero al final ni siquiera fuimos a verla. Sólo la contemplamos de pasada a la llegada y a la vuelta del aeropuerto. Ambas veces de madrugada. Y ni foto le hice a su silueta de portada de feria de pueblo .
Por fin, a las 4 de la mañana, tras haber atravesado cientos de avenidas y calles completamente desiertas de una ciudad escasamente iluminada sin demasiado éxito el taxista se detuvo en un lugar indeterminado del laberinto urbano taheraní, se volvió hacia mí y me preguntó directamente por la adresss del jodido hotel. Paciencia, Manuel. Fue informarle que el hotel (según había leído en la guía) se hallaba en la Khiabune Yumhuri Eslami (Avenida de la República Islámica), cerca del cruce con la Ferdousi (dedos cruzados en aspa) y justo en frente de la Embajada Británica, iluminársele el rostro y tardar sólo cinco minutos más en localizar la cerrada a cal y canto puerta del Naderi. Un timbre pulsado repetidas veces que sonaba perfectamente nítido en el interior sin que se abriera la puerta nos hizo pensar que el hotel estaba completo, que se encontraba cerrado por reformas o definitivamente o que una epidemia había acabado con la vida de sus moradores. Como según el plano de nuestra guía, en un callejón frontero se encontraba el NEW NADERI a él dirigimos la voluntad de nuestro taxista. Un par de timbrazos y apareció un somnoliento portero en camiseta que nos anunció que tenía habitación, pero que sixty y mostraba al aire de la noche seis morcillescos dedos. Sixty ¿qué? le pregunté. Dular. ¿Breakfast?. Yes. Bien. Para adentro.
Una habitación con baño, ambos espartano, pero limpios. Y a dormir. Entre dos luces siento que me llama la ventana. Primera vista de la enorme Alborz, la sierra de Teherán, levantándose majestuosa por sobre un mar de edificios grisáceos que van escalando gradualmente su falda, suavemente tamizada por un velo cárdeno, no sé si debido a un fenómeno atomosférico natural o a pura y simple contaminación. Desayuno, probando por primera vez el exquisito pan iraní, uno de los mejores que hemos conocido y a la calle. Primer contacto con el fragor urbano de una ciudad caótica y enorme. La famosa jungla urbana de Teherán.
Cruzamos la Yumhuri y descubrimos que el hotel Naderi está abierto de par en par. Entramos y admiramos el vestíbulo que efectivamente parece no haber sufrido cambios desde los tiempos de Lawrence de Arabia. Pero perfectamente limpio y escamondado. Preguntado el recepcionista que regentaba el historiado mostrador de recepción nos informa de que tiene habitaciones de sobra (17 € la doble, sin breakfast) como declaran así mismo las varias decenas de llaves que cuelgan en los casilleros. Declinamos acusar de incompetencia al portero de la noche y decidimos probar a alojarnos aquí a la vuelta. La siguiente puerta conduce al Café Naderi, tan mítico o más que el hotel. Pero hoy está cerrado porque sigue siendo Ramadan, el último día de Ramadán.
El tráfico es espantoso. Catamos varias veces la sensación de cruzar las calzadas y comprobamos que, como en todo el mundo en vías de desarrollo, los peatones que cruzan los pasos cebra no son más que absurdos obstáculos móviles a sortear para los vertiginosos cochistas evitando a toda costa pisar el freno. Comenzamos a ver los primeros chadores mientras caminamos hacia el bazar, tras atravesar la enorme, desangelada, polvorienta plaza del Imam Khomeini. Descubrimos la primeras enormes imágenes pintadas de mullahs o de soldados armados cubriendo los laterales de muchos edificios y la ubicua y siniestra foto doble de Khomeini y Khamenei (El Dúo de Khotas) sobre los edificios oficiales y los bancos. Todo parece estar en obras. Enormes zanjas se abren en las aceras. La misma estética desastrosa que cualquier otra ciudad de Oriente Medio, con el agravante de que aquí las calles están bordeadas por unos profundos canales de desagüe abiertos, especialmente diseñados para romper las piernas al primer despistado que caiga en ellas, pero con la atenuante de una mayor limpieza.
Al bazar se entra por un bonito gran arco bolboso. Su interior está atestado de gente. Visitamos nuestra primera mezquita, la tumba de un santo, la típica construcción con cúpula bulbosa y alicatada. Nos invitan a descalzarnos para entrar en el interior del santuario. Por ser el primer día la declinamos. Ya tendremos tiempo de volver. El enorme bazar de Teherán, con sus calles anchas cubiertas de bóveda de ladrillo, y sus miles de tiendas. Me fijo en la cara de los bazaríes, porque todo lo que he leído apunta a que representan lo más tradicional de la sociedad iraní. Uno de los pilares de la revolución islámica, emparentados consanguíneamente la mayoría de ellos con los ayatollahs y encantados con el status quo implantado a sangre y fuego por ellos. Lo contaba Robert D. Kaplan en un libro que se publicó en España en los 90 con el título de Viaje a los confines de la tierra. Rostros normales de iraníes normales, claro, pero con marcadas presencias del callo de oración (zabiba) en las frentes, señal de la piedad de su propietario. Nadie nos reclama para entrar en los comercios, ni siquiera cuando entramos en los patios donde se apilan los cerros de género de los vendedores de alfombras. Nos cruzamos con los primeros mullahs, unos de turbante blanco y otros negro, algo así como lo de los cinturones de judo (1). Dan un poco de repelús, sobre todo vistos de espalda, con la capa flotando tras su perenne prisa, una capa que descubrimos que es de gasa, semitransparente, de color negro o marrón, un detalle femenino que nos desconcierta: obligan a las mujeres a colocarse un sudario negro mientras ellos lucen un atrevido picardía sobre la sotana.
Tras varias vueltas salimos por la Khiabune Kayyam, y nos dirigimos al Museo Arqueológico, uno de los pocos atractivos de la capital, atravesando el Parque Shahr. Sorprendentemente encontramos a varios tipos semiescondidos tras los setos devorando bocadillos y fumando. ¡¡¡En Ramadán!!! Varias fuentes públicas invitan a beber, pero no nos atrevemos, hasta que vemos a otro viandante que directamente lo hace. El agua está helada. Más tarde descubriremos que todas las fuentes públicas, muy abundantes, de Irán están refrigeradas eléctricamente. En el mostrador del museo, un bonito edificio de ladrillo que mezcla felizmente el art deco con la arquitectura tradicional iraní, nos anuncian que, a pesar de ser las dos de la tarde dentro de cinco minutos estará kelós, palabra que imagino persa y que desconozco, hasta que caigo que se trata de la versión iraní del closed inglés, toda vez que casi todos los iraníes, como muchos otros, son incapaces de pronunciar dos consonantes seguidas. La causa: último día de Ramadán.
No sólo el museo, sino la ciudad entera cierra esa tarde. A partir de las 4 las calles se despueblan misteriosamente y la enorme ciudad caótica e hiperruidosa se convierte en un ámbito fantasma, con las grandes avenidas completamente despobladas y un silencio sepulcral que nos provoca la delirante sensación de ser los únicos seres vivos tras la caída de una bomba H. El guardia de la garita de la embajada británica, somnoliento pero vivo y algún comerciante echando presurosamente el cierre de su tienda nos alivian de aquella sensación y nos hablan de la normalidad de la situación. Simplemente es un día de fiesta. De mucha fiesta. Ahora la pregunta que nos hacemos es: ¿saldrán cuando anochezca de sus guaridas los aborígenes como hacen los de otros lugares del ámbito islámico a celebrar la Lailat-ul-Qadr (La noche del Destino) por todo lo alto en un festival de luces, alegría y derroche de comida? Con esa duda nos refugiamos a descansar un rato en el hotel. La tele del vestíbulo retransmite el discurso de un mullah cinturón negro.
La respuesta varias horas más tarde. La ciudad permanece igual. En el vacío y el silencio más absoluto, solo roto de vez en cuando por el silbido de algún coche que pasa a velocidades astronómicas encantado de sentirse Fittipaldi en una autopista vacía. Debe ser que los chiítas lo celebran de otra manera. O los chiítas iraníes. Y nosotros sin comer. Arrastrando sueño y un hambre del copón. Nos habíamos reservado, evitando comprar fruta por ejemplo para sumergirnos en la que pensábamos orgía nocturna del kebab y los dulces. Los restaurantes (en Yumhuri, cerca del hotel, hay varios populares) permanecen cerrados a cal y canto. Bajo la amenaza de perecer de hambre mientras millones de personas se atiborran de comida en sus casas, me viene una iluminación, probablemente del Dios cristiano, ya que el otro debía estar a lo suyo y con los suyos. Había leído en varias páginas de Internet de la existencia de un restaurante perteneciente a la comunidad armenia teheraní: el Club Armenio. Nos encomendamos a Santa Lonely Planet que nos conduce a través de su pequeño plano de la zona, por la trasera de la embajada británica y la larguísima muralla erizada de alambradas de la antigua embajada soviética, hoy de Rusia, hasta sus puertas. Cuesta encontrarla porque ni letrero tiene. Sólo una pequeña puerta entornada bajo una simple bombilla. ¡¡¡¡Bieeeeeeeeen!!!! Un portero tras un pequeño mostrador nos indica el patio. Allí una chica vestida con traje occidental y ¡sin pañuelo en la cabeza! nos atiende y en un perfecto inglés nos informa de que abren a las 8’30. Y sólo son las 7. Vaya. Nuestras tripas rugen ante la noticia. Solicitamos permiso para husmear por el resto de las dependencias del club y descubrimos un lugar con un acusado sabor de otra época, con espejos ovalados, sillones tapizados de cuero, paredes empapeladas y cubiertas de fotos antiguas, cortinones y un salón de comidas dotado de una larga mesa rodeada de robustas sillas de madera.
Una vez de nuevo en la calle descubrimos milagrosamente unos metros más allá un coqueto cafetín en un patio donde varios grupos de jóvenes (chicos y chicas) con aspecto moderno beben té y fuman unas enormes narguiles colocadas encima de la mesa. Las chicas llevan el pañuelo muy atrás de la cabeza, dejando al aire unos superflequillos perfectamente lacados y lucen ropa muy fashion, aunque guardando escrupulosamente las estrictas reglas vestimentarias oficiales: el culo siempre cubierto por alguna prenda que evite su marcaje. Un sitio pijo y muy agradable. Perfecto para esperar la hora de la cena engañando al estómago con unos tragos de té y unas caladas de humo perfumado.
(1) El color del turbante hace referencia al linaje más o menos guay del portador. Los que lo llevan negro son descendientes del Profeta, los que lo llevan blanco, los pobres, no.
ÍNDICE DEL VIAJE A IRÁN:
menojmal q no te dio por dejar caer el papelito con algunos de los Versos Satánicos de Salman Rushdie, lo mismo la hubieras liado.
ResponderEliminarPrecioso relato de viaje
Haces que uno se sienta caminando por Teherán. Estupendo relato.
ResponderEliminarGracias, amigo Panciutti. Un piropo viniendo de un tan buen relatista como tú.
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