(del laberinto al treinta)


jueves, 5 de mayo de 2005

Venecia sin tí y Nueva Delhi sin vacas















Delhi sin vacas... Nada será lo mismo. Me llega la noticia de que el alcalde de Nueva Delhi ha decidido, razonablemente, expulsar las vacas de la ciudad. Pero si lo consigue, ya nada será lo mismo. Todavía recuerdo la primera vez (1991) que pisé la capital de la India, la primera vez que pisé India. Amaneciendo, un rickshow desde el aeropuerto, 12 kmts hasta el centro neurálgico urbano: Connaught Place. Yo había leído, oído y televisto que en India había vacas, vacas por todos lados. Sólo que pensaba que era una especie de hipérbole descriptiva. Me imaginaba que había vacas, sí, pero sólo por las zonas más deprimidas, más populares o más pintorescas. Lo que no me podía figurar es que estuvieran literalmente en TODAS PARTES, es decir, que camparan por sus respetos por un lugar equivalente a la Puerta del Sol, Trafalgar Square o la Place de L’Arc de L’Etoile como era la enorme plaza circular de Connaught Place, en las aceras, en mitad de las avenidas, dormitando sus rumíos en los pedestales de separación de los carriles, cómodamente instaladas bajo los parasoles de los absentistas guardias urbanos; que los autos, los buses, los rikshows tuvieran que sortearlas cual si fueran enormes piedras semovientes. En los mercados, donde los verduleros azotan sin piedad sus sagrados y húmedos hocicos cuando consiguen arrebatarles alguna zanahoria. Ellas son las que realmente representan la práctica de la famosa meditación trascendental hindú. Inalterables al tráfago del mundo, sólo se mueven para conseguir algo de comida: la escasa hierba que nace al pie de los árboles, el papel de periódico, trozos de trapo viejo, basura, a veces chapati que alguna devota anciana le acerca al hocico. O como sospechaba Henry Michaux: si el hindú fuera comible, las vacas ya se lo habrían comido (1). Me llamó la atención la existencia en la puerta de los parques públicos, de los edificios oficiales, de los hoteles, de un enrejado en el suelo que podría confundirse con un sistema de alcantarillado. Pero yo ya los conocía por haberlos visto también en la entrada de los vallados cortijos de Andalucía y sabía que su misión era impedir que el ganado saliera por ellas, ya que un bóvido jamás atravesaría una superficie que no estuviera completamente trabada. Los autos, los descacharrados camiones, los rickshows, las bicicletas, han de sortear constantemente las vacas que caminan lentamente por las calles o que practican una perfecta quietud rumiadora en mitad de las calzadas. De las calles de Bombay, la frenética capital financiera, fueron desalojadas hace años. Y ahora parece tocarle también al corazón moderno de la capital de estado. Y ya nada será igual. Como si de las ciudades mediterráneas desapareciera el sonido de las campanas o de las musulmanas las llamadas a la oración de los muecines. Pero lo peor de todo puede ser la pérdida de sus medios de subsistencia de un ejército de miserables parias que viven de ellas. De su ordeño clandestino y de la recolección de boñigas. Con la mierda de las vacas estos parias fabrican una especie de tortas amasadas con las manos y puestas seguidamente a secar al sol contra las paredes de sus humildes viviendas. Estas tortas constituyen el único combustible que pueden permitirse millones de indios para cocinar sus alimentos.


(1) H. Michaux: Un bárbaro en Asia. Editorial Orbis, Barcelona, 1986. (VOLVER)

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