(del laberinto al treinta)


lunes, 2 de abril de 2012

En el Ayuntamiento de Córdoba estamos de Contrareformas (perdonen las molestias)


Hace años que lamenté que el conjunto escultórico de Séneca y Nerón debido a Barrón no hubiera continuado para siempre en el lugar donde se le ubicó en los últimos años: en el vestíbulo del Ayuntamiento de Córdoba, prácticamente apoyado en la base monumental de los restos de lo que fuera foro provincial de la capital de la Bética. Una copia exacta, claro, porque el original hubo que devolverlo al Patrimonio del Estado que lo reclamó tras cien años de préstamo a la ciudad. Eso en lugar del convertirlo en aparador urbano broncificado de estilo remordimiento en un extraño lugar en mitad de ninguna parte donde apenas nadie repara en él. Por capricho de un cura banquero y de una alcaldiosa súcuba y extodista.

Una de las consecuencias más beneficiosas de esa permanencia hubiera consistido tal vez en servir de freno a la terrible profanación a que los actuales miembros del gobierno municipal monocolor (aunque dividido internamente entre el azul mahón y el rojo siena) acaban de someter al venerable vestíbulo de la casa de todos los cordobeses. Cualquiera puede comprobar que el lugar que otrora ocupara la estupenda escultura que representaba a Séneca intentando imbuir virtudes cívicas y valores democráticos y laicistas a un joven emperador Nerón, y que simbolizaba la apertura de la mente del gobernante a la racionalidad y a la ética civil y el necesario equilibrio que ha de guardar el estado respecto a las ideas y creencias de los ciudadanos ha sido ocupado estos días por un altar de adoración religiosa de signo radicalmente contrario, una simbología excluyente y antiilustrada, con la representación de una divinidad a la que rinde culto sólo una parte de la población y que tiene para otra buena parte de esa misma población suficientes connotaciones ofensivas como para herir gravemente su sensibilidad cívica. Dichas connotaciones ofensivas no vienen dadas sólo, y ya sería suficiente, por el hecho de la imposición en un espacio público y tan específico como un ayuntamiento, a toda la ciudadanía, la comparta o no, de una simbología religiosa que pertenece exclusivamente al ámbito privado e íntimo de cada uno de los ciudadanos y en el que debe estrictamente mantenerse, sino sobre todo por la carga de atrocidades históricas (hasta tiempos demasiado recientes) que buena parte de esa ciudadanía asocia a esas representaciones propias del paradigma nacionalcatólico de la Inquisición, la Contrareforma y el franquismo, un paradigma que impuso a sangre y fuego literales los presupuestos ideológicos del catolicismo, el monolitismo ideológico y la inflexibilidad doctrinaria. Un paradigma contrario y radicalmente enfrentado al de la Ilustración que aboga por la libertad de conciencia, la disipación de las tinieblas de la superstición y el irracionalismo religioso y que desde hace un par de siglos está en lucha constante con las fuerzas resistentes que aquel opone sistemáticamente a una realización autenticamente racional del ser humano.

Así que lo que está ocurriendo en el ayuntamiento de Córdoba es un feroz atentado a las más elementales reglas de la convivencia democrática, algo que sólo está siendo posible si tenemos en cuenta que el actual gabinete cuenta entre sus filas con el más aguerrido elenco de fundamentalistas religiosos (católicos por supuesto) y reaccionarios políticos (neofranquistas declarados) desde el impuesto por Franco en 1936. Ninguno de ellos hasta ahora mismo había planteado nunca el convertir el vestíbulo del Ayuntamiento en una capilla de culto católico. Baste saber que el concejal de festejos, responsable de la colocación del horripilante altar, un individuo de quien ya se dice proverbialmente en la ciudad que sólo cuenta con la luces justas para seguir una procesión sin desviarse, es un conocido politoxicofrade que es capaz de chutarse tres marcas distintas de cofradeína pura, sin cortar, de una sentada y abrocharse después el loden sin equivocarse de ojal.

Lo jodido de este asunto es que desde posturas racionalistas e ilustradas venir a estas alturas de la historia municipal cordobesa postransaccional a exigir a los representantes municipales de la ultraderecha nacionalcatólica respeto a los principios de laicidad del estado habiendo sufrido unos gobiernos previos, supuestamente progresistas y herederos del espíritu republicano, que se han caracterizado por ciscarse sistemáticamente en él, suena un poco raro. Efectivamente las anteriores corporaciones formadas mediante coalición de aguados socialdemócratas y rendidos excomunistas se habían empleado en la labor de derribar sistemáticamente cualquier tapia de vergüenza que les hubiera impedido rendirse completamente a todas y cada una de las exigencias que la carcunda folklórica y religiosa local en una ciudad dominada estructuralmente por ella, le ha venido imponiendo. Eso en lugar de enfrentarse valientemente a ella y hacer valer los principios esenciales que le son programáticos: laicidad y racionalidad democrática.


Los tiempos en que la Falsedad Suprema, encarnada en un personaje que fue falsa comunista, falsa católica, falsa taurina, falsa forofa futbolera, falsa rociera, falsa cofrade y ahora falsa socialdemócrata después de abandonar el barco en el que navegó sus falsedades bajándose por una maroma a la roedora manera fueron especialmente terribles. No sólo fomentó el cofradierismo más casposo, cambió centenarios nombres de calles por el de santos, curas y frailes, llenó las esquinas de la ciudad de símbolos del catolicismo más rancio y atroz, incensó los bajos de los alcaldes falangistas, sino que fue cómplice del mayor latrocinio que la ciudad ha sufrido en su historia: la inmatriculación de su principal monumento, la Mezquita, hasta entonces de titularidad pública a nombre de la empresa privada Obispado de Córdoba S.L., a cuyos comerciales rendía cumplida pleitesía y besuqueaba los anillos siempre que podía. El esperpento de la sacada a la luz por parte del gobierno del PP (muy cucamente dos días antes de las elecciones autonómicas) para su subasta pública de una carriola rociera a la que no faltaba de ná que se compró para ir a adorar a la Blanca Carcoma con sus amigotes ha sido el colofón de oro de su miserable paso por nuestras vidas.

La peor herencia que nos dejó la falsa es la falta de perspectiva, el escaso recorrido argumental a la hora de criticar las actuaciones de los verdaderos cuando han tomado el poder.

2 comentarios:

Paco Muñoz dijo...

"Chapeau, chapeau y chapeau", lo que te ha quedado en el tintero es que lo que llamas "coalición de aguados socialdemócratas y rendidos excomunistas" y antes los segundos solos, en las dependencias municipales también habían permitido e instalado un Nacimiento -ahora le llaman Belén, pero yo soy antiguo-, por lo que uno de los miembros del cuarteto que lleva siempre un teléfono pegado a sus apéndices auditivos, no tiene poder moral para criticar a los actuales directivos scofrades, por lo del Nacimiento y por lo de la Carriola rociera.

Saludos

harazem dijo...

Es cierto Paco, después de publicar la entrada escuché a los guaneros gavioteros partirse de risa recordándole lo del nacimiento a los exdetodistas. No hay diferencia entre un nacimiento y un paso de semana santa en lo que tiene de agresión a la laicidad necesaria.