(del laberinto al treinta)


sábado, 12 de marzo de 2005

El laúd (Naseer Shamma)

Al final me he cansado de buscar entre el ingente número de experimentos de fusión musical que proliferan en los últimos tiempos. Está claro que para conseguir un sonido realmente fundido a partir de dos tradiciones musicales diferentes hay que tener un conocimiento profundo de ambas y desde luego un talento especial para hacerlo, algo que no abunda precisamente en el panorama musical actual. Lo que sí abundan hasta el hastío son las mezclas pastiche propiciadas por las compañías discográficas al calor del interés de los aburridos consumidores occidentales por los sonidos exóticos, sean de origen salsero latino, africano, medioriental o de tradición hindustani, sobre todo si sirven para hacer mover sus adiestrados esqueletos. Los experimentos más interesantes ya están fijados, los talentos reconocidos y parece muy difícil encontrar nuevas vetas que refresquen el panorama. Tal vez se deba a que las compañías no se arriesgan a apostar por valores que se salgan de los cánones estrictamente comerciales en que se mueven, porque no creo que la cuota de talento supere a unas épocas más que a otras. O que los genios, al no ser comerciales, trabajan en silencio.

La prueba de ello es que de vez en cuando me sorprendo con alguna pequeña joya escondida en los más inaccesibles anaqueles de los comercios del ramo.

Mi último descubrimiento me vino, como tantos otros, de una manera totalmente inusitada. En un reciente artículo de Maruja Torres en EPS comentaba que para aislarse del mundo ruidoso que hería constantemente su cerebro solía conectarse mediante unos auriculares a un pequeño reproductor desde el que disfrutaba de la audición de uno de sus sonidos favoritos: el laúd iraquí de Naseer Shamma. Como soy un degustador asiduo y medianamente entrenado de ese delicioso instrumento y como, aunque había oído hablar del tañedor iraquí, aún no había conseguido disfrutar de ninguna pieza suya, decidí poner remedio lo antes posible. Así, a mi colección de laudistas árabes sharqís (de la tradición medioriental: Abdelwahab, Farid el Atrash, Munir Bashir) y maghrebís (de la tradición del Magreb: Abdesalam Cherkaoui y el tangerino El Arabi Serghini.), así como los experimentalistas Rabih Abou Khalil y el jazzista tunecino Anouar Brahem acabo de sumar el maravilloso regalo del Le luth de Bagdad de Naseer Shamma.

Ningún laúd de los por mí escuchados hasta ahora suena como éste. Lo primero que me ha sorprendido es la variedad de registros y la capacidad de evocación de otros instrumentos de cuerda que Naseer consigue arrancarle al suyo. A veces suena como una guitarra española, a veces como una guitarra portuguesa, a veces como un qanun, a veces como un arpa... Y no es música estrictamente árabe, ni siquiera estrictamente oriental, como cabría esperar de un músico iraquí. Sino una mezcla inefable de aromas de muchas músicas, especialmente mediterráneas, que desprenden las notas desgranadas por los dedos del artista.

Pero sobre todo y a partir de la segunda audición he comenzado a descubrir al escuchar algunos temas ecos que yacían dormidos en lo más profundo de mi memoria. De mi memoria flamenca concretamente. De cuando diseccionaba los discos de los ya antiguos guitarristas, los que inventaron la guitarra flamenca, los discos de esos genios que yacen olvidados en las estanterías de los viejos aficionados que ya no tienen a quien dejarlos. Niño Ricardo, Parrilla de Jerez, Sabicas. Sin partituras que los avalen, sólo los que los conocen bien saben que en la guitarra fabulosa de Paco de Lucía, por ejemplo, persisten como una savia nutritiva sus falsetas. Esas falsetas que ahora creo entrever en esta música nueva que escucho. Pero también ecos balcánicos, italianos, árabes. Todo ello sin que se puedan delimitar exactamente las pertenencias puntuales de cada frase. Se reparte esos ecos como vetas de grasita entreverada en la carne de esa música preciosa. Y me he estremecido en un helor cercano al espanto cuando, en el tema Al ‘Amiriya, tras un dulce preludio donde parece percibirse el rumor del Tigris entre los juncales, irrumpe un brutal aullido de ambulancia, milagrosamente imitada por las cuerdas crudas del laúd. Últimamente sólo el desgarrador tema de Anouar Brahem Amanecer rojo sobre Grozny de su trabajo Astrakan Cafe había conseguido evocarme tanto el dolor y el espanto de la guerra.

Pura fusión, pues: fusión delicada, aromática y profunda, pero desde luego no apta para el consumo masivo. Un músico de la estirpe de Astor Piazzola o Paco de Lucía.

Cuelgo Al Alamiriyya como botón de muestra:

viernes, 11 de marzo de 2005

El espejo de Durrell


Ya he dicho cómo nos encontramos, en el gran espejo del Cecil, ante las puertas del salón de baile, una noche de Carnaval. Las primeras palabras que nos dijimos fueron pronunciadas, y es ya todo un símbolo, en el espejo. Justine estaba con un hombre parecido a una jibia, que esperaba mientras ella se miraba atentamente el rostro moreno. Me detuve a ajustar la corbata de lazo a la que aún no estaba habituado. Había en Justine una franqueza ávida tan natural que no hubiera podido confundírsela con el menor asomo de descaro, cuando sonrió y me dijo:
- Nunca hay bastante luz
Sin reflexionar, le contesté:
- Para las mujeres quizás: los hombres somos menos exigentes.
Nos sonreímos y me adelanté a ella para entrar en el salón de baile, pronto a salir para siempre de su vida en el espejo, sin volver a pensar en lo sucedido.

(Lawrence Durrell "El Cuarteto de Alejandría: Justine" Edhasa, 1970)

He ido a Alejandría en busca de ese espejo. Ese espejo donde empezó todo. Es curioso que se trate de un hecho imaginario y que además ocurriera dentro de un reflejo. Un reflejo de un hecho imaginario. Menos concreto imposible. Y sin embargo yo lo he visto tantas veces como veces he abierto el libro por esa página exacta desde hace tanto tiempo. Anochecer de carnaval en una Alejandría de posguerra. Ante la puerta del salón de baile del Hotel Cecil, en el cristal del majestuoso espejo de marco dorado, se cruzan las miradas de Justine y Darley. Es la primera vez y en ese cruce irreal se cifra todo el misterio de la relación que ambos mantendrán con la delicada connivencia de Nessim, el marido de Justine. Una y otra vez. Ese es el espejo que yo he ido a buscar a Alejandría, a una ciudad que ya no es la de Justine, Darley, Nessim, Balthazar y Melissa. La Alejandría de Kavafis y de las historias de gentes sin patria. Una ciudad que fue muchas y que ahora es una presencia fósil, como fósil es su puerto, inundado de salitre, de donde han huido las gaviotas.Esperando la hora propicia, para propiciar la magia del encuentro, discurro por las calles por donde discurrió Durrell, por donde sonaron los pasos de sus personajes, en busca de algún vestigio de aquel aire, de las migajas de aquel festín. En la esquina de Nabi Daniel con la rue Fuad, justo donde estaba la barbería babilónica de Menemjian, el oráculo de la ciudad, hay una gran librería. Me alegro. Tal vez vendan en ella ejemplares de la novela en árabe o inglés. Alquilo una calesse para que me lleve rodeando el arco del puerto hasta el morro de Qaitbai. El conductor no para de intentar venderme de todo, pero le pido contundentemente que me deje en paz. Cansado de las especialidades árabes, me apetece comer pescado y lo hago frente al mar. Por la tarde visito la nueva Biblioteca. Una hermosísima construcción que no estoy muy seguro que necesitara la ciudad, tan pobre, pero que ahora brilla como una joya en su centro. Atardece sobre las palmeras polvorientas y de repente como un coro de ecos las voces de los muecines acuchillan el aire para recordarnos por enésima vez que Dios es Grande y que además es Único. Y que ahora vuelve a ser el Señor de esta ciudad.

No sé por qué siempre imaginé una puerta giratoria en el Cecil. Acerté. Un portero de librea verde me mira indolente mientras la empujo. El interior parece intacto, conservando todo el aire de época de los hoteles coloniales. Me demoro recorriendo el vestíbulo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco.... Hasta seis espejos enormes, de marcos dorados bordean las puertas, dos en cada extremo, del antiguo salón de baile, hoy comedor. Me siento confundido en una mesa y me obligo a decidir cuál de ellos es mi espejo. Pido una Stela. Me la sirve una camarera de ajustado uniforme azul, la falda demasiado corta para el país. No está fría, pero no protesto. La veo alejarse mientras habla en un árabe muy rápido con un compañero que parece requebrarla. La mesa es pequeña y redonda. Aparto el horrible menú de sandwiches de plástico y me miro en uno de los espejo con la cerveza, el libro abierto y una risa enorme estallando en mi rostro. Así tenía que ser y así ha sido. En este maravilloso juego de ilusorios reflejos, he sido víctima de uno de ellos, del más cruel de todos, el que te coloca justo enfrente de tu propia estupidez:

la culpa se dirige siempre hacia su complemento, el castigo, y sólo en él encuentra satisfacción.

Durante la vuelta a El Cairo guardo el precioso billete de tren ya para siempre marcando la página mientras veo pasar más y más palmeras polvorientas.




















Comentarios
  1. Excelente escrito, me ha traído recuerdos de esa maravillosa novela, de sus personajes fascinantes, sobre todo Justine... Parece que ya conoces muy bien El Cairo..., este tipo de mensajes son los que más me gusta leer. Enhorabuena!lukas — 11-03-2005 12:19:41


  • Gracias, amigo Lukas, ya veo que nos seguimos en nuestros respectivos blogs. Yo también te leo con gusto. Y sí, conozco algo El Cairo, todo lo bien que se puede conocer una ciudad de esas características, después de pasar un par de largas temporadas en ella. Me resulta una ciudad fascinante. Una de las veces me alargué a Alejandría a pasar un par de días. Pensé que quedaba aún menos del esplendor de la antigua ciudad internacional. No fue tan decepcionante como esperaba. Y la Biblioteca me pareció un lugar magnífico.Un saludo harazem — 11-03-2005 23:27:41
  • Manuel:Tu texto me ha impresionado: conmovedor y magnificamente escrito. Deja entrever mucho más que la intención de contar una anécdota y trasmite perfectamente esa clase de relaciones mágicas que a veces establecemos con determinados textos.Antecedentes: estoy leyendo el cuarteto; hacia el final de la segunda novela...Alejandría me produce desde hace muchos años una sensación inquietante que ahora no me atrevo a definir.Quizá lo único que me ha movido a escribirte es la envidia que me inspiran tus paseos por Rakotis.Vete a saber...SaludJesúsKefet — 24-03-2006 20:23:26
  • miércoles, 9 de marzo de 2005

    Estatuaria (III): Manolete

    Corría el mes de enero del año del Caudillo de 1971 cuando el psiquiatra Castilla del Pino, alarmado por la destrucción sistemática del patrimonio arquitectónico de la ciudad de Córdoba en que se empleaban entusiásticamente y mano a mano las empresas inmobiliarias locales y el muy patriótico y excelentísimo Ayuntamiento de la ciudad, presidido a la sazón por Antonio Guzmán Reina, publicó un artículo en la revista Triunfo (APRESÚRESE A VER CÓRDOBA, nº 538, 20 de enero) , en el que ponía de chupa de dómine a los responsables de los desaguisados y clamaba por una vuelta a la cordura ética y estética antes de que fuera demasiado tarde. El artículo conmocionó la dormida conciencia de la ciudad y parece ser que consiguió un apaciguamiento temporal de las destrucciones del patrimonio y que las corruptelas tuvieran que cocerse un poco más hondo en los oscuros mechinales municipales. Todo ello viene recogido en el segundo tomo de las sabrosísimas, y demasiado piadosas, memorias del psiquiatra, La casa del olivo, de reciente publicación. Pero lo más llamativo del artículo era el descubrimiento que hizo a la ciudadanía de que su adorado monumento al fino matarife Manolete, tan llorado, aparecía por méritos propios en un libro editado por entonces en Inglaterra y que respondía al título de Kitsch. An Antology of Bad Taste (Kitsch. Una Antología del Mal Gusto (1)) (Ed. Studio Vista, London, 1969), del prestigioso artista y teórico de estética italiano Gillo Dorfles en el que se recogían los más descacharrantes atentados contra la razón estética de todo el mundo. Con el desvelamiento público de tal honor, el monstruoso pisapapeles recibía así su merecido.


    Y por detrás...

  • (1) Existe edición en español: El kitsch : antología del mal gusto / Gillo Dorfles ; con textos de John McHale... [et al.] ; y ensayos de Hermann Broch y Clement Greenberg ; [traducción de Jaume Pomar], Barcelona : Lumen, 1973. (VOLVER)



  • ADDENDUM DE NOVIEMBRE DE 2006: Acaba de publicarse en la red la digitalización de todos los números de la revista TRIUNFO. El enlace correspondiente al artículo de Castilla del Pino es:



    APRESÚRESE A VER CÓRDOBA



    COMENTARIOS:

    1. Hablando de Manolete, ayer dos hombres comentaban en el metro que "apunta alto pero tiene mala suerte a la hora de matar". Supongo que hablaban de toros.
      lorensito — 01-04-2005 08:53:07

    martes, 8 de marzo de 2005

    Estatuaria (II): El Gran Capitán


    Horrores urbanos ocultos


    Al hilo de mi comentario del otro día sobre la atroz escultura recién trasladada del imaginero Juan de Mesa, me he propuesto organizar aquí algunas ideas que llevan danzando en mi magín desde hace tiempo respecto al resto de las esculturas urbanas de esta bendita ciudad. Lo primero que se me ocurre es la feliz comprobación de que Córdoba resiste. De que es una ciudad singularmente bella y de que lo es a pesar de sus gobernantes, sobre todo de los que le han tocado en suerte en los aproximadamente últimos 70 años, que han hecho todo lo posible por convertirla al anodinismo, por arrasar sus más entrañables estructuras, por falsificar sus señas de identidad con reconstrucciones-pastiche, por venderse a la peste del infame negocio inmobiliario. Afortunadamente, todo hay que decirlo, en los últimos años parece que el desastre organizado ha remitido y que al menos en líneas generales la restauración urbana responde a criterios racionales y artísticamente contrastados, aunque todavía, como demuestra el caso de la ominosa escultura cofrade, siguen campando por sus anchas algunos restos del caciquismo cultural.


    Lo segundo es la constatación de que las dos mayores representaciones monumentales de esta ciudad son glorificaciones de la misma terrible cosa: el matarifismo. En dos versiones distintas pero de índole y origen comunes. Se trata sin duda de la especialidad nacional que más ha contribuido a llenar las plazas y calles del territorio de mármoles y bronces y su memoria de sangre y de lágrimas. Hay que decir que el fenómeno no es estrictamente español. En todas partes cuecen habas, pero aquí la pertinacia en el mantenimiento del oprobio es realmente doloroso.


    Estoy hablando, claro, de los aparatosos pedestales a que han sido elevados nuestros dos grandes matarifes locales: El Gran Capitán y Manolete. Manolete domina con su delantal de bronce la preciosa plaza del Conde de Priego, una invasión intolerable que debería haber sido remediada hace tiempo. Don Gonzalo Fernández de Córdoba, alias El Gran Capitán majestuosea desafiante en la plaza principal del pueblo: Las Tendillas.


    La plaza de las Tendillas es el corazón de la Córdoba moderna. Abierta a partir de otra pequeña plaza de origen medieval fue la partida para la creación, tras el derribo de las antiguas murallas, del ensanche que las burguesías ascendentes de todas las ciudades europeas a fines del siglo XIX y principios del XX llevaron a cabo en sus ciudades como símbolo de su nuevo poder. La particularidad de esta sufrida ciudad es que, a diferencia de la mayoría de las demás urbes, en las que el ensanche se construyó en terrenos vírgenes de lo que fue extramuros, la ilustrada burguesía cordobesa (de origen mayormente cortijero) lo hizo arrasando parte del entramado urbano medieval de dentro de las antiguas murallas. Ello es fácilmente comprobable observando en vivo o en un plano las características del entramado de las calles que desembocan en las principales vías del ensanche: Nueva, Cruz Conde y Gran Capitán, y el flagrante contraste entre las mismas. Y sobre todo siguiendo la línea fósil de la antigua muralla.


    Pero esa misma burguesía cortijero-ilustrada no contenta con el desaguisado urbanístico recién perpetrado tuvo que dejar su firma en el mismo corazón de la nueva obra. La erección de escultura ecuestre del guerrero montillano respondió a la necesidad de esa burguesía de buscar un afianzamiento simbólico de su poder. Se trataba de sellar la nueva alianza que se gestaba en esos momentos (años 20) entre esa burguesía cortijera y el Ejército postcolonial español. La desmoralización de las élites rancio-castizas y del ejército por la pérdida de las colonias de ultramar y el empuje reivindicativo del movimiento obrero que no compartía desde luego el universo simbólico oficial, dio lugar a una búsqueda de nuevas justificaciones para el mantenimiento del estado permanentemente en armas. La guerra de Marruecos, la dictadura de Primo de Rivera y finalmente el sangriento aplastamiento de la República fueron hechos unidos umbilicalmente por el mismo espíritu.


    Y mire usted por donde tenía que ser esta ciudad (o un pueblo de la provincia, no vamos a discutir por unos kmts más allá cuando de engrandecer la patria se trata) la cuna del ya casi olvidado guerrero medieval que reformó el ejército español, convirtiéndolo en el ejército profesional del que es heredero el actual. Un ejército que al mando de nuestro ilustre paisano arrasó primero las feraces vegas malagueñas y granadinas y tomó a sangre y fuego las ciudades del reino de Granada para unificar política y religiosamente el solar hispano bajo la égida de los Reyes Católicos. Que una vez aniquilada la morisma se trasladó al sur de Italia, otro sur pobre y desgraciado como el nuestro, a llevar más sangre y más fuego, más muerte y más destrucción para alimentar los primeros delirios imperiales (las pomporrutas imperiales del maestro Forges) de nuestro recién estrenado Estado Unificado. En la peana del monumento están grabados los nombres de los lugares devastados. Tal vez en ellos se acuerden también de don Gonzalo, aunque supongo que de diferente forma.


    La escultura como tal es buena, obra de Mateo Inurria, que consiguió un hermoso efecto combinando el bronce del caballo y la armadura con el mármol blanco de la cabeza. El cachondeo popular sacó el bulo de que en realidad se trataba de la cabeza del torero Lagartijo que el autor había tenido que usar al habérsele roto la que había diseñado para don Gonzalo. Y la verdad es que le da un aire al otro fino matarife. Se inauguró en 1925 en la confluencia de la Avenida del Gran Capitán (hoy Bulevar) y la Ronda de los Tejares, justo frente de donde hoy se alza la mole de Nuestra Señora de El Corte Inglés. Dos años después se trasladaría a su actual emplazamiento en la plaza de las Tendillas.


    Me imagino lo que se sentiría atañido el pueblo llano de Córdoba de aquellos años por la erección de un monumento a semejante héroe, en el dudoso caso de que tan siquiera alcanzaran a saber quién era (en realidad eso no ha cambiado nada). La pobreza más absoluta y el analfabetismo se cebaban en las clases populares de aquellos años y la lucha feroz por la supervivencia cotidiana llenaba todas sus expectativas. Y desde luego siempre que podían intentaban derribar de sus pedestales los símbolos de sus opresores. En 1918 el mismo Mateo Inurria terminaba un ampulosísimo monumento al recién fallecido Barroso y Castillo (1), que fue un simple ministro de la corona, hijo de la tierra, encargo de la misma burguesía a la que defendió, y que se colocó en los jardines de la Agricultura (más conocidos por Los Patos). A la imponente figura sedente del político acompañaban cuatro broncíneas figuras alegóricas que representaban el Arte, la Agricultura, el Trabajo y el Comercio. Pero el pueblo no debió entenderlas demasiado bien, porque cinco meses más tarde fue totalmente destruido en el transcurso de una multitudinaria manifestación anticaciquil. ¿Sería esa la causa del traslado del de El Gran Capitán? ¿Buscarle un lugar más recogidito, más a salvo de la iras del populacho hambriento y reivindicativo?


    Hoy la escultura, El Caballo, como todo el mundo lo conoce, ha perdido todas las connotaciones en la mente de los ciudadanos y sólo representa un adorno urbano más, especialmente entrañable porque todos hemos crecido con su presencia majestuosa en la plaza del pueblo que ha sido siempre Las Tendillas. Pero no está mal conocer su origen y su significado primigenio.


    Peor es, desde luego, la presencia ominosa de la monstruosa escultura ecuestre (una copia de la cual se instaló también en la plaza de su pueblo natal, Trujillo) del sanguinario conquistador y desalmada persona que fue Francisco Pizarro en la Plaza de Armas de Lima, sobre todo ahora que la ciudad ha dejado de ser patrimonio de la burguesía criolla blanca y ha sido tomada por la indiada inmigrante de las sierras del interior. O la de Franco en pleno centro de Madrid, la ciudad que martirizó sin piedad durante tres interminables años y convirtió en un cementerio para vivos durante cuarenta más.


    Tan vez algún día se cumpla el sueño de Guy Debord que propuso


      ...reunir en desorden, cuando los recursos mundiales hayan cesado de ser despilfarrados en los proyectos irracionales que nos son impuestos hoy, las estatuas ecuestres de todas las ciudades del mundo en una planicie desierta. Esto ofrecería a los transeúntes -el futuro les pertenece- el espectáculo de una carga de caballería artificial, que incluso podría dedicarse a la memoria de los más grandes masacradores de la historia, desde Tamerlan a Ridgway.



    (1) A su político, Barroso y Castillo y a su militar, el Gran Capitán la burguesía cortijera tuvo que sumar dos patas más del banco monumental de su imaginario ideológico. La Iglesia fue contentada con la colocación de una tronante figura del obispo Osio, el inventor de las bases actuales del Catolicismo, en la plaza de las Capuchinas (1925) y la vena culturalista de la burguesía se vio alimentada con la erección de la que es sin duda la mejor escultura pública de la ciudad, la erigida al Duque de Rivas, el mayor productor de versos ripiosos de la Literatura Española, obra de Benlliure, en los jardines de la Victoria (1929). VOLVER