Bueeeeeeeeeeeeeeeeeeno, ya estoy de vuelta. ¿Tranquilos todos ya? No me esperaba esa carencia de autodominio que habéis demostrado mostrando impúdicamente vuestro síndrome de abstinencia ante todo el Internel. De todas formas, que sepáis que casi, sólo casi, me emociono al leer vuestros lastimeros comentarios.
Acabo de llegar de pasar una semana en Londres y el fin de semana en Madrid. COMPLETAMENTE desconectado de las cosas de la patria, tanto la grande como la chica, sin prensa, ni móvil, ni red. Una necesaria desintoxicación. Y recargando. Que durante unos días tendréis que soportar el relato de esa mi primera visita a la capital del reino de los hijos de la Gran Bretaña. Traigo las retinas, sobre todo, alucinadas de tanta pintura con la que he soñado poder ver desde siempre. Y la barriga convaleciente de las carísimas pintas sopladas en los asolerados pubs y los apelmazados mazacotes de puré de patatas de sus insípidos platos.
IRONÍA CORDOBESA
Miro en mi chivato del Technorati y me encuentro enlazado en el blog de Mike Chapel en un post que titula Se terminó la feria. Mi colega habla de sus días de feria y se autoproclama, irónicamente, talibán de la tradición, citándome para ilustrarlo. No quiero pensar que el amigo Chapel no me haya entendido. Más bien creo que me ha entendido perfectamente y que enfrenta a la mía su postura, también perfectamente. Pero utiliza argumentos espurios para hacerlo.
En primer lugar se victimiza desconsideradamente:
No creo que esté hecho un viejo, pero la Feria creo que es otra cosa. No puede haber nada más que casetas de discoteca. La feria debiera irse a bailar sevillanas, rumbas y como perversión total salsa, hasta pasodobles, pero que la atracción sean Dj’s, o sea pinchadiscos pero fashion, ni hablar. Que no, que la feria tiene que ser otra cosa, por que si es más de lo mismo que el resto del año, como que pierde su encanto. Y tiene que haber sitio para lo caballos, y un paseo para los coches engalanados. Y ningún botellón. Y más sitios dónde poder comer con tranquilidad, y sitios dónde poder hablar con los amigos sin quedarse ni afónico ni sordo. (Mike Chapel: Se acabó la feria)
Si eso lo lee un sueco, o mismamente una persona sensible de Mondoñedo, que nunca nos hubiera visitado, podría pensar que realmente la feria tradicional es una especie festiva en gravísimo peligro de extinción, acosada por hordas de bárbaros con piercing y pelos de pincho que danzan alucinadamente bajo el efecto de chumchunes ensordecedores. Si el buen sueco, o el mindoniense se acercara por la feria descubriría indudablemente que el amigo Chapel no es que desagere como buen andaluz que debe ser, es que se pasa veintitantos pueblos. Que las casetas tradicionales son la apabullante mayoría, que las músicas aflamencadas son apabullantemente mayoritarias, que sienes y sienes de tipos disfrazados de cortijeros caciques se pasan tolsantodía torturando inmisericordemente a sus pobres caballos por el paseo de idems. Que los insultantemente ricos de esta ciudad refriegan mañana y tarde por la cara al pueblo hipotecado sus lujosas carrozas enjaezadas con sudor de pobre. Esa es la apabullante normalidad. La docena de casetas modernas la apabullante excepción.
En segundo lugar trata de imponer un modelo de feria que ya está impuesto, y desde este año con visos dictatoriales como indican las interdicciones municipales a la decoración externa de las casetas. Debería sobrar la queja y asomar la satisfacción. Por eso tal vez el punto de ironía debería habérselo ahorrado. Porque lo que propugna claramente no es sino la usurpación del derecho de cada persona a divertirse como le de la gana en la fiesta mayor de su ciudad. Su ciudad, no la exclusiva de él y de los que piensan (y mandan) como él. Lo que no parecen dispuestos a tolerar es que haya gente que sienta la fiesta de su ciudad de una manera distinta a la suya. Esa forma que va a misa y que sólo admite pecados veniales (la salsa y la rumba). Se trataría de expulsar de la fiesta a todos los cordobeses que aborrecemos esos mantras aguardentosos aflamencados que son las sevillanas enlatadas feriales. Y los espantosos faroliyios tiopeperos, las falsas macetitas de gitaniyias y las manteleras cortinillas de lunarciyios. Todo uniformemente alvarezquinterizado.
Yo siempre me acuerdo en estos temas del anatema de aquel inefable alcalde pepero de Granada, Díaz Berbel, Kiki I, que retiró de un plumazo la granainiá a todos sus paisanos de tibia o nula religiosidad: el que no sienta en su pecho a la patrona de Graná, ni es granaíno ni es ná.
Y yo la considero también mi feria, pero no voy. Sólo lo haría si pudiera frecuentar con otras gentes como yo, amigos, o desconocidos, una caseta donde se hubieran eliminado todas esas señas de identidad postizas con las que yo, andaluz, no me identifico y la música que sonara (a los debidos decibelios) fuera la música que a mí, andaluz, me hace vibrar en fiesta (Lou Reed, Credence, rocanrol, Ramones, etc.). Incluyendo el flamenco. O sea, el flamenco (desde La Niña de los Peines a Camarón). Mi música. Mi música tradicional de andaluz. Pero ese lugar no existe. Pero si existiera y pudiera ir no me importaría que los demás se intoxicaran lo que quisieran en las casetas vecinas con sus aguardentosos mantras, siempre que guardaran el decibelaje adecuado. O que los más jóvenes lo hicieran con los chumchunes de sus djs. Siempre que cumplieran las normas del decibelaje. Lo mismo que todos los demás. Y si quieren hacer un botellón ferial, pues se les habilita un llano. Como si un colectivo quiere escuchar todo el día gregoriano. La feria también sería de ellos. La feria es de los ciudadanos. De TODOS. Y todos los ciudadanos tienen los mismos derechos. Unos derechos que tratan de conculcar agresivamente unos colectivos que no representan más que a sus propios y gregrarios instintos tradicionalistas.