La peste bufónica
Como cada sábado la epidemia de peste bufónica regresa a Córdoba. Sé que se trata de una endemia que asuela a muchos otros lugares de la geografía española, pero está por hacer un estudio en profundidad acerca de cuáles de ellos la sufren más que los otros y por qué. Parece ser que los elementos patógenos invasores prefieren para sus contaminaciones las ciudades que suelen aparecer en las revistas de viajes como dignas de ser visitadas, principalmente por el hecho de contar con importantes conjuntos histórico-monumentales y con cascos históricos bien conservados, evitando cuidadosamente aquellas que no cuentan con especial interés debido precisamente a su carencia de aquellos elementos.
Es esa preferencia de ataque a los tejidos urbanos a ese tipo de ciudades lo que las hace especialmente malévolas o perversas, toda vez que los agentes patógenos que los provocan son especialmente refractarios, por sus propias características intelectuales, a alimentarse de los productos que en ellas se ofertan: historia, belleza monumental, ambiente mágico, cultura, etc. Es por ello que cabe pensar que el fin último de la epidemia es precisamente la voluntad de distorsión de todos esos encantos que esas ciudades ofertan como productos de consumo turístico catalogados como de género cultural, mediante la inclusión de elementos estridentes sonoros y visuales altamente contaminantes que disturban gravemente el disfrute que tratan de obtener los turistas y el normal desenvolvimiento de los nativos por su propia ciudad.
Efectivamente, la invasión cada fin de semana del año de varias docenas de grupos de variado tamaño de tarados y taradas mentales, que celebran sus despedidas de solteros y solteras haciendo el bufón de la manera más cretina posible por las ciudades turísticas de toda España, empieza a convertirse en un verdadero problema de higiene convivencial que está poniendo cada vez más al límite la paciencia de los ciudadanos y turistas que las sufren sin tener por qué. Especialmente en los cascos antiguos de esas ciudades y más aún en los de las ciudades de tamaño pequeño o medio en los que resulta difícil sustraerse al horror de su presencia.
Estar tranquilamente tomando una cerveza sabatina con los amigos en el marcazo incomparable de la plaza de la Corredera o del paseo de la Ribera y que aparezcan finde tras finde tras finde tras finde por el Arco Alto o por la Cruz del Rastro, una tras otra y sin aparente acabamiento, comparsa tras comparsa de chicas uniformadas con elementos comunes que van desde unas orejas descomunales de Micky Mouse hasta unos ridículos sombreritos mejicanos pasando por diademas coronadas por reproducciones de la polla de Nacho Vidal o procesiones de tíos con la misma camiseta alusiva a lo tonto que es el condenado a la boda a quien, travestido de mamarracha o de caballo-mesa de enagüilla, arrastran embromado los colegas, puede acabar con la paciencia del más pacífico de los ciudadanos. Y en casos de acabamiento de paciencia agudos incluso inculcarle un deseo extremo de perpetrar un necesario genocidio de tontos del culo. Porque además todas esas gilipollescas performances no las perpetran en un prudente y recatado silencio sino acompañadas por una insoportable barahúnda de vuvucelas de destrucción auricular masiva, estridentes altoparlantes o simples desgañitamientos a grito pelado de pareados con rima en olla y en oño.
Soy consciente de que con este post me meto en un jardín mu menúo en el que algunos de mis lúcidos amigos o incluso mi propia conciencia de clase y mi filosofía sociopolítica pueden reprocharme escasa profundidad de análisis de fenómenos mu complejísimos en los que obvio los planos de representación, los condicionamientos socioculturales de clase y la brutal presión de los medios del sistema sobre las clases populares y que la merecida reprimenda de Owens Jones y otros castigos de la autocrítica pueden caer sobre mí como merecidas lluvias de palos. Teniendo en cuenta que prácticamente la totalidad de los miembros de esas comparsas pertenecen a la clase trabajadora y que los jóvenes de las clases altas deben celebrarlo en paraísos mucho más lejanos, cerca de donde sus padres esconden el dinero que nos roban.
Pero es que estoy mu hasta la polla. ¡Joer! Yo sé que muchos pequeños hoteles y backpackers del barrio hacen su agosto anual con ellos y que algún que otro flamenquín ya se meten entre pecho y espalda y que compran sus litronas en las bodeguillas, pero es que después de darme bien por culo a la hora de las birras es que tengo que aguantar sus putas babas gritonas durante toa la madrugá del sábado debajo de mi balcón. ¡Coño! Que han elegido mi calle, la calle La Feria, como carrera oficial de sus putas procesiones de la mierda esa de despedirse colectivamente de algo de lo que yo nunca me despedí porque nunca le concedí al estado el derecho a sancionar con quién vivo o con quien dejo de vivir, algo que a él no le incumbe ni le importa, de igual modo que no le importa cuál es mi naturaleza íntima o social, ya que, en principio, ni siquiera me deja decidir con las garantías suficientes su propia naturaleza, que esa a mí sí que me afecta.
Pero es que además me parece absolutamente delirante la representación que de las relaciones intergenéricas proporciona ese tipo de celebraciones, en el muy entrado ya siglo XXI. Esa separación a lo bestia, sin paliativos, de los roles, que apunta, bajo una apariencia de igualdad en el derecho a la celebración ritual del tránsito, pero que se organiza por estricta separación de género, al mantenimiento contra todos los pronósticos ilustrados de los más arcaicos de los simbolismos machistas y patriarcales.
Concretando… Independientemente de lo que opine del fenómeno intrínsecamente tomado, me parece mu malísimamente mal que sólo un puñado de ciudades más o menos patrimonio de la Humanidad o de la Localidad disfruten de la experiencia tóxico-antropológica de verse invadidas cada fin de semana por hordas de gilipollas despedidores de solteros y solteras y que debería instaurarse -ya que parece que su número es infinito- un sistema de cuotas de reparto proporcional entre todas las ciudades de este país. Que los ciudadanos, verbigracia, de Albacete, Linares o Ciudad Real tengan también la oportunidad de contemplar en vivo y en directo la estupidez generalizada en que se rebozan findesemanalmente buena parte de sus congéneres y compatriotas. Sobre todo porque ellas nos envían también cada sábado a sus gilipollas sin que nosotros podamos ejercer la correspondencia.
Yo ya a estas alturas no creo en la posibilidad de regeneración alguna de la civilización occidental, ni de ninguna otra. Sólo en que la única solución pasa por una buena extinción de la especie. Como la de los dinosaurios.