Aunque nunca me gustó hablar del lugar donde trabajo en este blog de mis desahogos, voy hoy a hacer una excepción porque estoy mu mosqueao y me pide el cuerpo desbravarme un poco.
Anteayer ya hablé de la monumental desfachatez de que había hecho gala la Dirección del Hospital Reina Sofía de Córdoba por la emisión de un comunicado en el que culpabilizaba directa e indubitablemente al trabajador envuelto en la caída por el hueco de un ascensor de una adolescente a la que trataba de rescatar. Le acusó sin medias tintas de haber incumplido un protocolo que se ha demostrado posteriormente que no existe, y afirmó descaradamente que los ascensores del hospital se encuentran en perfecto estado, en contra de la experiencia de más de 5000 empleados que los usan diariamente. Ayer nos reunimos unos 500 trabajadores en una concentración ante el Edificio de Gobierno para exigir la dimisión de los emisores del comunicado y para expresar nuestra indignación y nuestro apoyo al compañero de mantenimiento criminalizado. Al final la Dirección volvió a evacuar un nuevo y ambiguo comunicado en el que se retractaba de sus primeras declaraciones. Ha habido, pues que arrancárselo. Al ver a todo el personal bajo sus despachos gritándoles las verdades de al pan pan y al vino vino han tenido que tragarse su desvergüenza y recular. Una cosa que llama poderosamente la atención es el hecho de que nadie en el equipo redactor de la versión institucional fuera capaz de prever las consecuencias de la misma. Que pudieran pensar que un comunicado tan agresivo y tan inveraz no fuera inmediatamente sentido como ofensivo por todo el personal bajo su mando que ya sufre las otras agresiones laborales propias de sus políticas. Y como de su falta de solidaridad y de empatía con los trabajadores no cabe dudar, es de suponer que tal falta de previsión respondiera a carencias propias en la capacidad de discernimiento que se le supone a todo ser humano por el hecho de serlo.
Porque el problema fundamental de todo este embrollo que ha acompañado al desgraciado accidente está en la política laboral que el SAS viene llevando a cabo desde hace unos años, en su declarada guerra contra todo el personal a su cargo para extraerle el máximo beneficio productivo con la mínima inversión económica y fundamentalmente en la índole de los cargos directivos elegidos para llevarla a cabo. Lo que en plata económica se llama extracción capitalista de la plusvalía. La gestión con criterios estrictamente económicos del que es el principal de los servicios públicos: la sanidad. El primer paso ha sido la deshumanización teórica de todos los trabajadores sanitarios y su conversión en puras unidades de producción, en meras máquinas de atender usuarios. Y como a cualquier máquina en caso necesario se la puede hacer trabajar a un ritmo más intenso la política laboral del SAS ha consistido en los últimos años en forzar la maquinaria de sus trabajadores obligándonos a hacer el trabajo de nuestros compañeros de baja o de vacaciones, a reducir directamente el personal de los servicios o a ampliar servicios con el mismo personal, a recortar todo lo posible los derechos y conquistas sindicales conseguidos tras años de lucha, a primar al trabajador de contrato (más amenazable, más dócil) sobre el de plantilla (más seguro en sus derechos), a privatizar sectores sanitarios importantes (cocinas, custodia de archivos) para que sean empresas privadas las que exploten a trabajadores empleados en condiciones miserables. A extender los contratos basura incluso entre la clase médica, a la que siempre respetó más. Todo para arrancarnos euro a euro la plusvalía que le permitirá la acumulación de capital necesario para otros proyectos más lucidos. Hablo por ejemplo del basural de CANAL SUR, esa insoportable corrala de estupidez donde pastorea sus votos el partido en el poder. Pero también del mantenimiento contra viento y marea de Servicios Médicos Estrella, haciendo coincidir una Medicina de Vanguardia con instalaciones y atenciones primarias tercermundistas.
Todo ello nos ha acabado llevando a un estado general de agotamiento, desesperanza y frustración, a la sensación de estar siendo permanentemente estafados por una empresa a la que hemos dedicado toda nuestra vida. En la que las maneras y las amenazas de los capataces (subdirectores, jefes de área, de hectárea, de fanega y demás subtipos de manijeros) encargados de mantenernos a raya han ido subiendo de tono al par que las lógicas protestas de sus subordinados. En la que hasta los días por asuntos familiares graves a veces ha habido que reclamarlos judicialmente...
Y para hacer efectivas esta política el SAS, gobernado por un partido que se dice socialista pero obligado por su dinámica interna a adaptarse evolutiva y eficazmente al medio ambiente ultraliberal, ha tenido que llevar a cabo una minuciosa selección del personal directivo de sus hospitales hasta conseguir los equipos de perfiles de moral más afilada, de obediencia más ciega, de escrúpulos más laxos. Y, parece ser, de previsiones más cortas. Los que son capaces de emitir comunicados como ese ante una desgracia como aquella. Yo no digo que hubiera llegado a amar al hospital como aman aparentemente esos trabajadores japoneses de los documentales a sus empresas, pero sí que me había llegado a sentir parte de un proyecto de servicio del que estaba orgulloso y cuyo funcionamiento se debía a la responsabilidad de tanta gente que en él colaborábamos. La frustración y el desaliento me ha llevado recientemente a rechazar el título y el regalito que cada año se les hace a los trabajadores que han cumplido 25 años en la empresa. A riesgo de menospreciar el trabajo de mis compañeros de la Unidad de Atención al Profesional encargados de organizarlo, me negué a colaborar con unos señores puestos por la Administración para conseguir esos fines de deshumanización y explotación de los trabajadores, a contribuir a lavarles la cara con esos detalles de buenrrollismo institucional. Le pueden dar al titulito un destino directamente escatológico. Si de verdad quieren agradecerme mis 25 años de trabajo en la empresa que me procuren los medios suficientes para continuar haciéndolo, que me dejen trabajar normalmente sin hacerme sentir estafado cada día de la semana bajo el crujir de las clavijas de la reducción de personal para que sus estadísticas se ajusten a sus previsiones de ahorro. Aunque casi me contentaría con que pusieran a disposición de todo el mundo las verdaderas cantidades que cobran como comisión bajo el concepto de productividad para poder compararlo con el espantajo del mismo nombre con que nos amenazan a cada instante cuando a veces nos resistimos a ser explotados. Y poder ajustar nosotros una cifra concreta a la concreta cara de cada uno de ellos. Sólo como consuelo.