Como amenacé en el anterior post hoy voy a tratar de exponer una serie de ideas que quise dejar fijadas en el coloquio que sobre la inmatriculación fraudulenta de la Mezquita de Córdoba que ha perpetrado el cabildo se celebró en la Biblioteca Central con motivo de la presentación del segundo volumen del número 2 de la Revista REBEL-ARTE que editan Las Mesas de Convergencia de Córdoba y en el que participé como contertulio de la profesora de filosofía Hedwig Marzolf, pero que por causa del accidentado comienzo que tuvo y otras lamentables circunstancias de las que prefiero no acordarme, se me quedaron en la mochila.
Aprovecho también para agradecer a los organizadores que se acordaran de este humilde bloguero invitándolo a participar en un acto en el que concurrieron personas del calibre profesional e intelectual de la propia Hedwing Marzolf, doctora en filosofía por la Sorbona, además de Antonio Vallejo, director hasta hace muy poco del Complejo Arqueológico de Medina Azahara, el arquitecto Pedro García del Barrio, el periodista Juan José Fernández Palomo, el dinamizador cultural José David Luna, el profesor de la UCO Octavio Salazar y el teólogo liberacionista Juan José Tamayo.
Y ya puesto en aprovechamientos, aprovecho para mostrar mi más acendrado desprecio por la prensa cordobesa y su penosa corte de propagandistas que usurpan el título de periodistas, que, salvo la notable excepción del diario digital Cordópolis, no se hicieron ni el más mínimo eco de la celebración del acto. En una ciudad donde no suele haber demasiadas ocasiones de debate cultural y cívico y en la que esos medios no dejan sin cubrir ni una sola de las 250 procesiones católicas anuales que padecemos.
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MODERNIDAD E IDENTIDAD
Hedwig tenía que defender la visión que en su artículo presentaba de la Mezquita como símbolo de modernidad mientras yo tenía que jugar con mi visión de la identidad de la misma y de paso de la identidad de la cultura española y la de nuestra ciudad en particular. Todo ello sumamente condensado dado el escaso tiempo del que disponíamos. No pudo ser en la medida que ambos temas se merecían. Por eso ahora, que no tengo limitación de espacio o de tiempo más que la que le impongan a quien por aquí aparezca su propio interés o su paciencia, voy a tratar de explicarme lo largo y tendido que haga falta. Amenaza: ya sabéis los que me conocen lo que eso significa.
La muy interesante visión sobre la identidad de la Mezquita-Catedral de Córdoba de Hedwig y la mía son completamente opuestas, aunque curiosamente coincidan en su condensación en un mismo término, el de modernidad. Para ella la Mezquita es moderna porque representa la fusión física de un templo católico y uno islámico y la espiritual del reciclaje de fe y razón que, según ella, es la base de la Ilustración, lo que conectaría ese proceso con el avance moral que supone que lo diferente se guarde mutuamente el debido respeto. Para mí, por el contrario, la modernidad que pueda definir a la Mezquita-Catedral de Córdoba es la que apela al sentido estrictamente historiográfico del término. O sea, la que considera que su estado actual, una mezquita con una catedral incrustada en su centro, fue fruto de un acto de modernidad, uno de los muchos actos inaugurales con que la nueva España violentamente unificada celebró su entrada en la Edad Moderna. Algunos de esos actos fueron la conquista a sangre y fuego de dos reinos soberanos, Navarra y Granada, los primeros intentos de obligar a la conversión a los musulmanes, la quema de la inmensa mayoría de los libros de la Madraza de Granada, la universidad del último reino de Al Andalus y como correlato la fundación de otra, la de Alcalá, de la que quedaban estrictamente excluidos la cultura de los otros grupos étnicos del nuevo reino unificado y los saberes que pudieran entrar en conflicto con la ultraortodoxia católica que administraba la Iglesia, la constitución de la Inquisición como primera maquinaria totalitaria moderna para vigilar precisamente esa pureza ideológica... Dejo adrede la expulsión de los judíos para el final porque me va a servir para jugar con una preciosa pero muy siniestra simetría que pespuntea la historia de la ideología que amparaba todas esas barbaridades, cuyos efectos sufrimos aún hoy día y más persistente y penetrantemente de lo que normalmente pensamos: el nacionalcatolicismo.
Contra lo que piensa mucha gente el nacionalcatolicismo no nace con los Reyes Católicos, sino con los visigodos. El nacionalcatolicismo es pues una ideología milenaria. Se basa en la defensa de la unidad indisoluble de la monarquía hispana y el catolicismo, de los reyes y los obispos, del trono y el altar, y la uniformidad obligatoria de fe y de pensamiento para todos los súbditos, que cursa con el arrancamiento violento del que se considera solar patrio y patrimonial monarcoeclesiástico de cualquier diferencia que entre individuos o colectivos se encontrare. La Iglesia Católica arrastraba ya una larga tradición de intentos y triunfos de ese tipo desde que en el Concilio de Nicea nuestro paisano Osio clavara al solar del imperio los dogmas del catolicismo e inventara la misoginia, la judeofobia y la persecución religiosa como materias legislables: judíos, paganos y herejes fueron martirizados de manera tan masiva que multiplicaron en pocos años por varias decenas el número de los cristianos que el estado romano ejecutó en toda su historia por causas estrictamente políticas.
No tenía que haber sido condición indispensable pero su germen está en la unificación de la península ibérica bajo un mismo poder por una monarquía de origen germánico recién convertida al catolicismo y cuyos reyes se suceden no por vía hereditaria sino electiva. Esa electividad pasó de ser originalmente ejercida por asambleas de guerreros a serlo por los obispos, de manera que la elección de un rey visigodo se decidía en un concilio, normalmente el que se celebrara periódicamente en Toledo. Además de elegir rey cuando tocara en esos concilios no sólo de debatían temas doctrinales y eclesiásticos sino que de ellos emanaban las leyes que regían el estado.
Parece ser, porque se trata de un tiempo muy oscuro, que mientras fue oficialmente arriano el estado visigodo no obligó a la mayoría católica hispanorromana a convertirse a su fe ni alimentó las legislaciones antijudías previas que heredó del Bajo Imperio de raíz católica. Fue tras la conversión de sus élites al catolicismo por la cada vez más acuciante presión de los obispos, que pastoreaban a un pueblo mayoritariamente católico, cuando el estado visigodo asumió los presupuestos de tolerancia cero que siempre fueron, y lo son hasta nuestros días, la marca más característica del catolicismo. Se persiguió entonces a muerte a los arrianos y se volvió al antijudaísmo institucional que fundara Osio. Una de las últimas leyes que el concilio de Toledo promulgó fue el colofón de otras muchas que contra los judíos se habían allí promulgado a lo largo del siglo VI.
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EL PARÉNTESIS ANDALUSÍ
La simetría de la que antes hablaba es escalofriante. El mismo año de 711 en que los primeras efectivos del ejército omeya desbaratan el putrefacto estado nacionalcatólico visigodo empezaba a hacerse verdaderamente efectivo el terrible decreto que firmase el rey Egica en 694, promovido por los obispos católicos y sancionado por ellos en el XVII Concilio de Toledo, que mandaba la confiscación de todos los bienes de los judíos (conversos obligatorios ya la inmensa mayoría), su esclavitud perpetua y la disgregación de sus familias. A punto estuvo de cumplirse el sueño, largamente postergado por la propia dinámica social y por la roqueña resistencia de las comunidades judías, de los Padres de Nicea de eliminar violentamente de la Hispania católica cualquier rastro de otra fe.
La salvación les vino de mano de los ejércitos omeyas y de la nueva administración que en la península se instauraba. Y esa salvación funcionó como un paréntesis de ocho siglos justos. El mismo año en que el último bastión de ese Al Andalus que salvó a los judíos peninsulares del exterminio caía en manos de la monarquía castellano-aragonesa se restaura el nacionalcatolicismo como doctrina de estado y se decreta la expulsión de los mismos. Ni diseñado por un delirante novelista de historia ficción.
El fin violento de Al Andalus supuso el cierre de ese paréntesis en el que con las trancas y barrancas y con los huecos temporales que se quiera la convivencia entre los miembros de las tres religiones había sido una realidad constatable. Y no sólo en el territorio físico de Al Andalus, sino que en los territorios que los católicos le iban arrebatando, a pesar de que la conquista había tomado desde el siglo XIII un cariz de Cruzada, se contaminaban del espíritu de tolerancia que, incluso en épocas de guerra solía ser en él lo habitual. Lo que Márquez Villanueva llamó el concepto cultural alfonsí.
Ese término de tolerancia le da bastante preventivo repelús a los historiadores serios porque consideran que atiende a un concepto estrictamente contemporáneo, pero a mí me parece muy exacto tal como el otro día lo definió el poeta sirio Adonis enfrentándolo al de igualdad: la tolerancia esconde un aspecto racista: yo te tolero porque tengo la verdad y te dejo hablar. Y perfectamente adecuado para definir las relaciones de poder entre religiones que se establecieron a lo largo de toda la Edad Media en la península Ibérica. Desde luego siempre será preferible el racismo tolerante al exterminante.
Parece como si el catolicismo guerrero triunfante hubiera esperado a matar al último incómodo testigo de esa época para hacer tabula rasa de todo su espíritu. Inquisición, limpieza étnica, quema de libros y de herejes, intolerancia ideológica y religiosa, estatutos de pureza de sangre… Todo lo que no se atenga a la dogmática católica romana, en un momento en que en Europa se están ensayando espiritualidades y acomodos ideológicos más acordes con sus más abiertas sociedades, en la nueva España se extirpa violentamente. España se cierra a cal y canto al pensamiento, a la ciencia y a la diversidad ya para siempre, se convierte en un baúl de apolillados harapos, aire viciado y rancio y tufo a guardado hasta nuestros propios días, en que hemos podido disfrutar de una pequeña abertura por la que ha entrado algo de luz y aire, pero tamizados por la atroz herencia y la santa tradición intransigente, de claridad y contenido de oxígeno insuficientes. Todo ese cocimiento rompe a hervir en unos pocos años del primer cuarto del siglo XVI a partir exactamente de la fecha en que muere definitivamente Al Andalus como poder político, que como entidad cultural malvivirá medio siglo más aún en situación muy precaria, clandestinamente, hasta que se expulse definitivamente a sus portadores: los moriscos.
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LA MEZQUITA
Y es en esa tesitura de extirpación y tabula rasa cultural cuando se construye una catedral renacentista en el corazón de la Mezquita. Y es en ella y desde ese punto de vista donde hay que enmarcar la interpretación simbólica, la identidad ideológica de esa supuesta armoniosa hibridación arquitectónica que se presenta así a la luz de ese foco más como una violación y un acto de humillación y dominio por parte de quien no había podido eliminar los elementos originales que le recordaban a un tiempo y un ámbito en el que tuvieron que compartir tolerantemente espacio físico e ideológico con sus adversarios ideológicos.
La historia de los intentos de destrucción de la Mezquita de Córdoba por parte de los obispos que recalaban en su diócesis y para la que a veces incluso se toparon con la resistencia de parte del propio cabildo catedralicio y siempre con la del municipal es conocida. Y fue esa resistencia la que llevó a los reyes a impedírselo en varias ocasiones, permitiéndoles hacer sólo las reforma mínimas y estrictamente necesarias que permitieran el culto católico. Fernando III, su hijo Alfonso X, quien reguló exactamente las tareas de mantenimiento del edificio e Isabel de Castilla que negó el permiso al obispo Manrique (Iñigo) para destruir parcial o totalmente el oratorio islámico para construir una catedral y sólo le permitió derribar un número limitado de naves omeyas para construir una gótica (1489). Hasta entonces los propios reyes y las autoridades civiles locales eran conscientes del inconmensurable valor arquitectónico y artístico del monumento. Por eso quienes hablan de que la catedral se construyó finalmente de acuerdo con los criterios conservacionistas de la época no están, por usar una expresión tibia, usando correctamente los datos documentales existentes. Todo apunta a que los obispos querían una catedral como aquellas de las que gozaban lo demás obispos, y no algo que sentían que al ser otra cosa, algo que podía ser interpretado desde fuera de su doctrina, un monumento artístico persé, desligado del culto católico estricto, podía desvirtuar lo único importante para ellos: la extensión de sus dogmas religiosos para dominar las conciencias. Las grandes mezquitas de Sevilla y Granada fueron demolidas. Para la de Sevilla, según sospecha el profesor Almagro, tuvieron que falsear el informe sobre su real estado para justificarlo, y acompaña esa sospecha con documentación que parece apuntar a que estaba proyectada incluso la demolición de la propia Giralda.
La de Córdoba tuvo mejor suerte, probablemente porque su sobrecogedora belleza no solo debía superar a la de sus hermanas, sino que debía sobrepasar cualquier otra consideración en el ánimo de cualquiera que no fuera un obispo, exactamente como ahora, y cuando por fin otro obispo, también Manrique (Alonso), decidió pasar por encima del sentimiento y del sentido común de los súbditos del rey y destruir el corazón de la mezquita para construir una desproporcionada catedral en el mismo, las resistencias para impedirlo, del cabildo municipal y de parte del catedralicio, aunadas en torno a la figura del corregidor Luis de la Cerda, con que se encontró fueron numantinas, con condenas de muerte y amenazas de excomunión mediantes. Pero súbditos todos al fin del rey, se hizo su voluntad, una voluntad mediatizada por el miedo cerval del monarca al poder mágico de los administradores de las condenaciones eternas.
Sin embargo no todos los investigadores opinan así. El profesor Urquízar considera que es mucho más probable que la resistencia de los caballeros veinticuatro a la modificación del espacio se debiese al temor a perder los privilegios y los enterramientos que sus familias habían adquirido en él (1). Es probable que pesara esa circunstancia, pero desde luego las alegaciones que hace el cabildo municipal contra la destrucción de la fábrica islámica son claras y atienden a criterios estrictamente estéticos, de una impecable índole conservacionista, que podría firmar hoy cualquier técnico de conservación de patrimonio del estado, considerándola un gravísimo atentado bajo el acerado argumento de que tal como estaba edificado era único en el mundo, y la obra que se dehace es de calidad que no podría volver a hacer en la bondad y perfectión de que está hecha (2). Curiosamente, podría decirse que el cabildo municipal representa los valores inclusivos que se fueron fraguando a lo largo de toda la Edad Media y el obispo los de la modernidad, que en España comienza con el triunfo del absolutismo nacionalcatólico, con el triunfo de los valores excluyentistas.
Por otra parte podría utilizarse legítimamente como prueba de que la Mezquita no perteneció nunca a la Iglesia Católica, sino a la corona, cuyo exclusivo heredero actual es la soberanía popular, ese hecho de que los obispos tuvieran que solicitar permiso real para ejecutar cualquier modificación en el templo. Y desde luego resulta mucho más contundente como prueba que la que ella propone del ritual mágico del báculo y la ceniza con que se apropiaron de él.
Esa apropiación consciente del mayor espacio posible en el interior de la Mezquita, a la que se irá sumando los dos siglos siguientes la colonización de sus muros internos por decenas de siniestras capillas barrocas y rococós, principalmente funerarias, se puede considerar el símbolo perfecto de la instauración del nuevo paradigma, el paradigma de los Reyes Católicos en sustitución del fenecido de muerte violenta paradigma de Al Andalus. Es decir, la construcción de la enorme catedral renacentista forma parte de la misma conflagración teórico-práctica de la tabula rasa nacionalcatólica que la conquista de Granada, la quema de la biblioteca de la Madraza, la expulsión de los judíos, la obligación de conversión a los moriscos y su posterior expulsión, la prohibición del uso de otras lenguas, el árabe y el hebreo, la anatemización de la ciencia, la instauración de los estatutos de limpieza de sangre, los procesos inquisitoriales contra los humanistas… En definitiva una muy visible consecuencia más del triunfo definitivo en la lucha que la casta católica venía librando desde el siglo XIII para sobrevivir frente a las culturas hispanojudía e hispanoárabe, muy superiores en lo científico, literario y filosófico (3), pero a las que hasta entonces no habían hecho ascos para enriquecer la cultura propia.
La identidad española deviene entonces régimen inquisitorial de vigilancia y terrorismo de Estado. Se trató de acabar por decreto con una identidad híbrida, enriquecedora, forjada lenta, amorosamente a lo largo de varios siglos y que produjo frutos tal geniales como la literatura castellana bajomedieval y el mudéjar y sustituirla por la fuerza por una nueva inventada, en la que se han eliminado cuidadosamente todos los elementos que se consideran impuros, de la misma manera que Antonio de Nebrija, que no por casualidad escribe en el mismo crucial año 1492 la primera gramática de la lengua castellana, se emplea en la tarea de eliminar de su diccionario palabras árabes, impuras, algo que no pudo conseguir totalmente porque la hubiera convertido en una lengua irreconocible.
De alguna manera la redacción de la gramática castellana de Nebrija puede servirnos como ejemplo para entender lo que ocurrió con la Mezquita de Córdoba: la idea que mueve a los reformadores en ambos casos es la de purificación, la erradicación de los elementos impuros, las palabras árabes de la lengua y las formas islámicas del oratorio. Tareas finalmente cometidas sólo a medias por la resistencia de la propia lengua en el primer caso y del pueblo cordobés en el otro.
De la extirpación de todo lo que supuso lo incluido en el paradigma vigente en toda la Edad Media, de la integración y el progreso, lo que en nuestros días ha dado en llamarse el paradigma de Córdoba, pero que yo prefiero llamar de Al Andalus, la convivencialidad, o más bien la hospitalidad, la riqueza intelectual y científica, la curiosidad gnoseológica, los elementos del que fue primer renacimiento europeo y sobre cuyas bases se funda el segundo y definitivo, sólo quedará un enorme agujero vacío y sólo en los bordes de la herida, aún a medio cauterizar, convenientemente clandestinizados o travestidos, será posible encontrar jirones sueltos de esa memoria arrancada violentamente. Cervantes o los místicos, por ejemplo. Para cubrir ese vacío, el vacío que dejan la desertización cultural y los genocidios perpetrados por el estado y la iglesia (el nacionalcatolicismo renacido) aparecerá el barroco, el espectáculo huero, el trampantojo, la cultura desustanciada, la nada tintada de purpurina que tapa un agujero lleno de sangre aún fresca. No hace falta que ahonde. Quien quiera entender cómo funcionan ese tipo de fenómenos más fácilmente tiene un trasunto más reciente con mirar atrás sólo 35 años: la llamada Movida como artefacto neobarroco diseñado para ocultar el paredón agujereado y salpicado de sangre seca del genocidio franquista para que los asesinos no se vieran permanentemente expuestos a su recuerdo. En España siempre es igual. Por usted no pasan los años, señora, que dejara escrito Larra.
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EL MITO DE AL ANDALUS
Es esa condición de paréntesis de convivencia más o menos relajada entre dos monstruosos intentos de creación de un monolitismo doctrinal de estado a base de sangre y fuego el que alimenta el mito de Al Andalus. Los mitos –nos recuerda González Alcantud- no son verdaderos ni falsos. Nos consuelan y nos ayudan a pensar el tiempo con sus conflictos y quietudes. No tienen una moral preestablecida. Pero teleológicamente pueden orientar el pensamiento y la acción hacia el bien o hacia el mal (4). Así, el mito de Al Andalus está traspasado, como todos los mitos, por las inquietudes éticas del momento en que se usa, y en este momento se alza como un mito necesario, bueno para pensar, en el sentido que da a esa expresión Levy Strauss, por su bondad moral.
Su construcción no fue producto de las delirantes mentes de unos románticos orientalistas sino fruto de la necesidad que asaltó a la historiografía española del siglo XIX, la que había sido capaz de entroncar con las corrientes ilustradas europeas, de buscar una referencia comparativa equivalente que ayudase a comprender la verdadera naturaleza monstruosa y el indescriptible horror de la instauración desde la bisagra de la modernidad del paradigma totalitario nacionalcatólico: el principio férreo de negación absoluta de cualquier otredad, por nimia que fuera, que raspara tan siquiera las verdades impuestas por una estrechísima ortodoxia y vigilada por la maquinaria ideológico-represiva de la Inquisición y ejecutada a sangre y fuego. Frente a esta visión el mito de una edad de oro en que la convivencia de ideas diferentes y la hibridación intelectual eran posibles resplandece e ilumina de paso la brutal diferencia. No es extraño que la Iglesia Católica luche con todas sus fuerzas y medios contra la extensión del mito, porque es la primera perjudicada por la comparación de las cualidades éticas de sus actuaciones en relación a las que el mito refiere.
Es perfectamente coherente con ese lógico rencor que la Iglesia Católica guarda a todo lo que huela al mito bueno de la convivencia de Al Andalus que en el folleto que el cabildo proporciona a los visitantes con las explicaciones sobre el monumento, aparte de mutilar su nombre eliminando el término Mezquita, de minimizar su carácter y el genio constructivo islámico original y de convertirlo en un panfleto catecismal, dedique uno de los siete renglones de la condensada explicación de la parte de la ampliación de Abderraman II a incidir en las persecuciones que en ese tiempo se infligieron a los cristianos para demostrar que el mito de la convivencia es falso. Cuando precisamente lo que demuestra esa convivencia es el hecho de que esos individuos, verdaderos terroristas suicidas, tuvieran que echar mano a la provocación a la ley vigente quebrantándola gravemente, injuriando los preceptos religiosos de la religión del estado y de la mayoría de la población para forzar su ejecución y tratar precisamente de violentar la tolerancia.
(1) Antonio Urquízar Herrera “El Renacimiento en la periferia”. Córdoba, Universidad de Córdoba, 2001. (Pag. 194).
(2) Rafael Ramírez de Arellano: "Inventario monumental y artístico de la provincia de Córdoba", Servicio de Publicaciones de la Excma. Diputación de Córdoba, 1983 (1ª de 1904), Apéndice A, copia de una página del Libro capitular del Ayuntamiento correspondiente a 1523.)
(3) Eduardo Subirats "Memoria y exilio". Losada, Oviedo 2003 pg. 50
(4) González Alcantud "El mito de Al Andalus". Almuzara, 2014, pg. 19