Maalouf. Maqam de la nuba Asba'in, interpretada por Sonia Mbarek
A Sidi Bou Said decidimos ir en el tren de la costa. Durante el verano que pasé en Túnez estudiando (1991) fueron innumerables las veces que lo cogí para pasar algunas horas en el precioso pueblo. De hecho en los primeros días, aunque tenía pagada una plaza en habitación colectiva en el foyer del Instituto Bourghiba, traté de encontrar allí un apartamentito barato para alquilar, pero los precios no me cuadraban con mi presupuesto. Las ganas de vivir en él eran superiores a las notables incomodidades del traslado diario al Instituto para las clases. Al final del curso no me arrepentí: con un par de compañeros del foyer aún conservo una inalterable amistad.
El trenecito seguía exactamente igual veinte años después, atravesando la laguna y pespunteando la costa. Bueno, bastante más deteriorado. Recordaba cada una de las estaciones, que hacen referencia a personajes y lugares claves en la Historia del Mediterráneo: La Goulette, Cartago, Aníbal, Asdrúbal... Llega hasta La Marsa, la zona residencial de la burguesía tunecina, y una de las últimas paradas es Sidi Bou Said.
Todo seguía casi igual: la estación, el parque y la empinada cuesta que lleva hasta el corazón del pueblo: la placita en la que enseñorea su fama y su prestancia el Café del Nattes, con su escalinata, su terraza-mirador y el minarete haciéndole la guardia, las casas encaladas y los típicos balcones enrejados pintados de azul celeste. Pero la inmensa mayoría de las antiguas viviendas del recorrido habían sido convertidas en tiendas de souvenirs, cuya rebaba de bagatelas apelotonadas e invadiendo la calle proporcionan ahora la nueva seña de identidad al conjunto.
El año anterior (1990) a mi estadía en el Burghiba, C., mi hermano A. y yo pasamos todo un mes de octubre en el país. Y para los recorridos por todo el norte elegimos Sidi como cuartel general, concretamente el Hotel Sa’ada. Decididos a cumplir los rituales más entrañables para aguijonear la nostalgia tras saborear un té con piñones en el Café des Nattes (de las esteras), disfrutando de la vista que cautivó a los artistas franceses de principios del XX (Paul Klee, Andre Gide...), nos dirigimos a él, apenas cincuenta metros más arriba.
El hotel fue la residencia de verano de algún personaje importante de la corte otomana, tal vez, como nos dijeron entonces, del propio bey. Se trata de un precioso palacete dispuesto alrededor de un pequeño patio decorado con cerámica tunecina al que se abren una serie de ventanas de arcos bicolores, blancos y negros y que dispone de una gran terraza ajardinada que da al mar y en la que se sirven los desayunos. A mí me pareció que ese patio sirvió como decorado para alguna escena de la película Un verano en la Goulette, la imprescindible película de Farid Boughedir.
Cuando estuvimos nosotros (octubre de 1990) estaba muy descuidado, aunque limpio, y el precio se correspondía con el de cualquiera de los baratos de Túnez. Pasamos en él casi 10 días. Muy pronto, mientras la limpiaban, descubrimos la habitación khamsa (5), que contaba con un hermosísimo dosel de época, pero no pudimos ocuparla porque ya lo estaba, y por un mes, por una supuesta escritora francesa y su novia, con las que coincidíamos en la terraza cada mañana en los maravillosos desayunos otoñales frente al golfo de Cartago. Bellísimas ambas, pero de una soberbia propia de reinonas sin competencia. El staff consistía en un par de estudiantes que se turnaban en la recepción y un par de mujeres que hacían las camas, limpiaban y preparaban los desayunos.
Ahora nos encontrábamos con que había sido total y recientemente remozado y convertido en un alojamiento de cuatro estrellas. El patio se conservaba tal cual, aunque había sido cubierto por un techo de vidrio plastificado y en una terraza que entonces no existía, o no vimos, habían excavado una piscina y abierto un bar. En recepción pegamos hebra con el empleado que nos dijo que la cama con dosel ya no existía, que en verano había que reservar con bastante antelación y que por esos días, en plena temporada baja, la habitación normal salía por unos 30€.
Un poco más abajo el café de Sidi Chabaane proporciona las mejores vistas del golfo de Cartago y del Cabo Bon al fondo de todo el pueblo. Un lugar que a pesar de ser abrumadoramente turístico conserva toda su magia si se consigue un escalón junto a la baranda.
Una vuelta por las partes altas del pueblo nos convence de lo bien cuidado que está, que sus habitantes son de clase muy acomodada y que conserva intacta la belleza que hizo que en 1912 se convirtiera en el primer conjunto histórico monumental protegido de toda África. Las níveas cúpulas de la zaouia del santo (Bou Said) contra el azul del Mediterráneo son la estampa más clásica del lugar, junto a la del café des Nattes. Muy cerca de la mezquita, en un pequeño cementerio junto al faro de origen cartaginés, reposan los restos del personaje histórico que más me interesa del pueblo: Sidi Dhrif, un sabio músico del siglo XIX que escribió un tratado sobre los 13 modos del malouf, la música andalusí tunecina, cuyas características melódicas perfectamente conservadas en la tradición musical local la hacen la más parecida a la que pudiera haberse escuchado en la Granada previa a la conquista castellana del siglo XVI. Ya se sabe cómo Cisneros contempló los últimos restos concentrados el riquísimo acervo cultural árabe de la península: en la pira de la plaza de Bibrambla.
La pieza que cuelgo como ilustración es una muestra de la misma. Ejecutada por la preciosa voz de Sonia M’barek, el maqam de la nuba Asba’ín.
Antes de irnos quisimos comprar un collar para un regalo, antes de que la riada de turistas que subía la cuesta nos envolviera. Junto y bajo el Café de la Esteras han colocado un puesto ambulante en el que descubrimos uno de hueso de camello (especie que no parece estar amenazada) muy chulo. Antes de empezar a negociar intercambié algunas palabras en árabe con el vendedor y le conté mi visión de antes y la de ahora del pueblo. Buen rollo, pues, hasta que comenzó a gilipollear con el collar. Se montó un ridículo paripé pesándolo como si se tratase de plata u oro y la cagó pidiendo sin cortarse 60€. Se han vuelto locos. O los vendedores o los turistas que deben flipar cuando consiguen sacarlo por la mitad. Yo no juego a ese juego y eso molestó al fenicio que se consideró ofendido porque yo no respetara la tradición del regateo. Le dije que me daba igual. Que una cosa es el regateo comúnmente aceptado y otra el juego estúpido de la caza mayor del guiri despistado. Creo que me insultó cuando le dimos la espalda. Al día siguiente lo encontramos en la medina de Hammamet a 7, en la tienda de una italiana, Sara (La Maison de Sara). Muchos se merecen lo que les está pasando. Que avispados comerciantes europeos les roban los clientes con el precio fijo. Que se jodan.
A la salida de la estación, ya en Túnez, a la izquierda, volví a probar los deliciosos brics que allí de venden y de los que nunca me privaba cuando hacía ese mismo recorrido 20 años antes: crujientes y con el huevo sin hacer. Luchando como entonces por no mancharme la camiseta. Se dice en Túnez que la manera de aprobar las mujeres con hijas casaderas a sus futuros yernos es invitándolos a bric. Dependiendo de su habilidad para engullirlos sin mancharse serán más o menos bien vistos. Yo creo que no haría mal papel...
De regreso a Hammamet nos topamos en una de las calles de Jasmine esta peculiar forma de proteger los cables de alta tensión. Un día se les va a freir un guiri y entonces todo será llover hostias.
ÍNDICE DEL VIAJEHAMMAMETDOUGGA Y TESTOURDE ALMINARES ANDALUCESKAIROUANLA MEDINA DE TÚNEZ