Oliverio Girondo y las chiripas
Pues eso, que he recibido tres chiripas. Una noche de hace un mes decidí llevarme para leer a la cama alguno de los ejemplares de la primorosa colección de 30 tomos de cuentos fantásticos recopilados, prologados y a veces incluso traducidos por Borges que la editorial Siruela publicó, bajo el nombre de La Biblioteca de Babel durante tres años (desde finales del 83 a finales del 86) y que yo coleccioné amorosamente. Después del espartano rigor de las lecturas políticas de mis años universitarios, aquellos textos fantásticos supusieron un redescubrimiento de la literatura como fuente de placer emocional, intelectual y físico que había llenado mi alta infancia y mi primera juventud. Y además administrado en esas dosis pequeñas, pero deliciosas que son los cuentos fantásticos de grandes maestros. El sello Borges es la garantía. Sigo echando mano a ellos muchas noches de desasosiego. Pues bien, el ejemplar que cogí fue el de H.G. Wells La puerta en el muro. Justo al día siguiente Lukas, en su blog El perro cansado hacía un comentario a una nueva edición de esos cuentos traducidas por Javier Cercas. Ni que decir tiene que lo leí de punta a rabo de nuevo, aunque a mí, a diferencia de Lukas, me sigue espeluznando más el relato de las andanzas del montañero Núñez en el terrible País de los Ciegos andino que el de La puerta en el Muro.
La segunda chiripa es idéntica a la anterior. Una vez leídos los cuentos de Wells (esta edición trae cinco) repetí la operación de buscar otro libro de la misma colección. Y elegí justo el que salió al día siguiente comentado en el blog de Robertokles Canzoniere: El diablo enamorado de Cazotte, en traducción también de Luis Alberto de Cuenca, pero con prólogo de Borges, como todos los demás y que he vuelto a disfrutar con la misma intensidad que hace años. CALLE DE LAS SIERPES
A D. Ramón Gómez de la Serna
Una corriente de brazos y de espaldas
nos encauza
y nos hace desembocar
bajo los abanicos,
las pipas,
los anteojos enormes
colgados en medio de la calle;
únicos testimonios de una raza
desaparecida de gigantes.
Sentados al borde de las sillas,
cual si fueran a dar un brinco
y ponerse a bailar,
los parroquianos de los cafés
aplauden la actividad del camarero,
mientras los limpiabotas les lustran los zapatos
hasta que pueda leerse
el anuncio de la corrida del domingo.
Con sus caras de mascarón de proa,
el habano hace las veces de bauprés,
los hacendados penetran
en los despachos de bebidas,
a muletear los argumentos
como si entraran a matar;
y acodados en los mostradores,
que simulan barreras,
brindan a la concurrencia
el miura disecado
que asoma la cabeza en la pared.
Ceñidos en sus capas, como toreros,
los curas entran en las peluquerías
a afeitarse en cuatrocientos espejos a la vez
y cuando salen a la calle
ya tienen una barba de tres días.
En los invernáculos
edificados por los círculos,
la pereza se da como en ninguna parte
y los socios la ingieren
con churros o con horchata,
para encallar en los sillones
sus abulias y sus laxitudes de fantoches.
Cada doscientos cuarenta y siete hombres,
trescientos doce curas
y doscientos noventa y tres soldados,
pasa una mujer.
A medida que nos aproximamos
las piedras se van dando mejor.


