Como una gripe han pasado los tres o cuatro días en que se ha estado hablando sin cesar de la Transición. Esa época que se nos vende como los pisos de hoy en día: a precios desorbitados. Yo siempre pensé que el nombre exacto que habría que aplicarle es el de la Transacción: los fascistas se hicieron el harakiri político por el baratísimo precio de ser perdonados de todos sus crímenes. Tal vez las fuerzas democráticas no pudieron hacer otra cosa, en aquel momento, pero desde luego lo que fue una pura y simple traición al espíritu democrático y a la memoria asesinada de la República fue añadir a ese perdón también el olvido. Y el haber hecho muchísimas más concesiones de las necesarias una vez instalado en el poder un partido como el socialista que provenía de esa misma memoria ajusticiada. Por si acaso no les había salido suficientemente barata la Transición - Transacción a la carcunda fascista (establishment político-económico del franquismo e Iglesia Católica fundamentalmente), los socialistas siguieron añadiéndoles propinas, suculentas rebajas y regalos de cumpleaños. Nunca comprendí muy bien por qué. Si por afán de no soliviantarlos o por pura y simple compra de su apoyo. Aunque en el caso concreto de la Educación su traición a las esperanzas de llegar a gozar de un sistema educativo moderno puede percibirse como una pura y simple maniobra de tacañería, por puro y miserable ahorro de los presupuestos aportados por todos los ciudadanos.
Hace unas semanas Carme Riera escribía un estremecedor lamento transido de nostalgia en el que comparaba sus visiones utópicas y la de sus compañeros profesores en los albores de la Transición - Transacción de la educación de las generaciones del futuro y la triste y desgarradora realidad que hoy contempla. Pero la insigne escritora a la hora de buscar responsabilidades se limita a aullar lastimeramente a la luna. Hablaba en él de cómo la sociedad del bienestar ha propiciado la adquisición de bienes materiales por encima de los considerados espirituales, ha exacerbado el consumismo hasta límites insospechados y nos ha hecho cautivos de marcas, modas y tendencias. Una esclavitud que afecta mucho más que a nosotros a nuestros hijos a los que no hemos sabido o podido educar -la presión del medio es atroz- como soñábamos antes de tenerlos. (Más despensa que escuela. El País, 21/05/07)
Así Riera parece culpabilizar del desastre a una especie de ley inexorable y natural que anuda la riqueza que produce el desarrollo económico con el aumento de la estupidez que supone el aumento de insolidaridad incívica de los desarrollados. Y desde luego es cierto que el desarrollo económico y el aumento del bienestar parecen favorecer las tendencias egoístas y el instinto de propiedad irrenunciable e incompartible de los humanos, pero también que precisamente por ello las políticas educativas tendentes a corregir esa desviación del contrato social tienen que ser asumidas como una prioridad de primer orden por los gobernantes.
Sólo hay que mirar un poco atrás y analizar la historia de la educación en este país desde que los socialistas accedieron al poder en 1982 con las esperanzas de millones de ciudadanos que esperaban un saneamiento de las estructuras políticas, sociales y económicas heredadas de la dictadura. Con mayoría absoluta y con el precio pagado en la Transición - Transacción a las fuerzas reaccionarias el gobierno de Felipe González gozó de 12 años para hacerlo.
La solución lógica, la que se esperaba desde luego, hubiera sido la creación de un sistema educativo, laico y gratuito, con una fuerte carga en la transmisión de los valores de la civilidad, la solidaridad y la racionalidad que pusiese las bases de una sociedad más sana, libre y sabia que la sufrida durante los cuarenta años de dictadura fascista.
Pero como todo lo bueno desde luego resultaba también caro. Un precio (puramente económico) que parece que los recién llegados no estaban dispuestos a pagar. Así, en lugar de emplearse en cuerpo y alma a la tarea de destinar hasta la última peseta (y más si hacía falta) del presupuesto en crear colegios, institutos y universidades bien dotados, con un profesorado ilusionado y motivado, con programas bien estudiados, con criterios científicos y humanísticos elevados, una enseñanza de calidad pública en suma, se decidió por trasvasarlo a la escuela privada, en manos exclusivamente de la Iglesia Católica. Política de centros concertados. Así se ahorraba la creación de infraestructuras a costa de perder el control de la educación. Y además mantenía contenta a la clericalla. Y además creaba una falsa sensación de bienestar en todas las clases populares que accedían así a llevar a sus hijos a colegios otrora de pago. Pero desde luego la enseñanza que se imparte en los centros dominados por la ideología vaticanista distan mucho de los valores que se suponen propios de sociedades tolerantes modernas. La prueba está en la lucha que han planteado contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía, una asignatura que debía haber sido diseñada e impuesta obligatoriamente en los años 80 y haber sido la columna vertebral de la enseñanza ética del sistema y que lógicamente choca frontalmente con la moral sectaria, irracional y antidemocrática del Vaticano.
El resto, los niveles científico y pedagógico, han navegado en todos los casos entra la inercia y la inania, sin haber sido capaces ningunos de los gobiernos desde entonces de haber centrado el debate en la consecución de una verdadera educación de calidad para el país.
Los colegios públicos han sufrido mientras una progresiva descapitalización y hoy en día vemos el resultado cuando la tendencia general es a que se conviertan en los centros donde se forman los hijos de las clases más desfavorecidas y de los inmigrantes. Y por supuesto las clases populares ascendentes han acabado percibiendo como un derecho inalienable el que sus hijos estudien en colegios privados a cuenta de los presupuestos públicos, perfectamente separados de aquellos.
Las consecuencias de todo ello son claramente visibles en la desmoralización de la actividad política que ha acabado por convertir el juego democrático en un sistema corruptor de la sociedad basado exclusivamente en el soborno de la ciudadanía, como agudamente ponía ayer de manifiesto Enrique Gil Calvo (La americanización de Madrid. El País, 16 de Junio de 2007).
Probablemente si los socialistas lo hubieran hecho bien tampoco habría sido un puro camino de rosas. La vacuna contra la tendencia a la insolidaridad que produce la sociedad del bienestar no se basa sólo en antibióticos educativos, pero desde luego las defensas naturales del cuerpo social habrían sido mucho más fuertes.